El Mensajero
Nº 95
Diciembre 2010
Diccionario de términos bíblicos y teológicos

demonio — En el Nuevo Testamento, un poder invisible, de signo negativo, que provoca enfermedades y trastornos de todo tipo en la persona de la que toma posesión.  El Nuevo Testamento no explica claramente qué es un demonio ni cómo entra a una vida.  Sí indica, en cambio, que es fácil de expulsar en el nombre de Jesús.

Existe un contraste curioso entre el mundo del Antiguo Testamento y el del Nuevo.  En el Antiguo Testamento, nadie conoce ni tan siquiera la existencia de demonios.  Mientras que en el Nuevo Testamento, la gente parece vivir acobardada por el fenómeno muy frecuente de posesión por demonios, y acuden a Jesús y a los apóstoles para que los expulsen de sus cuerpos.

La palabra castellana demonio deriva directamente del griego.  En griego, demonio era otra manera de decir dios.  Como los judíos reservaban el término Dios exclusivamente para el Señor de Israel, Creador de cielo y tierra, emplearon la palabra demonio para designar a todos los seres poderosos e invisibles que adoraban sus vecinos no israelitas.  Para los judíos, entonces, Dios era enteramente positivo y luminoso y adorable.  Y los demonios representaban toda la negatividad y oscurantismo y error y perversidad de los cultos y los dioses que los judíos tenían prohibidos.  Además, si Dios sólo podía haber uno, los demonios tenían que ser claramente seres inferiores; y en tanto que seres sobrenaturales prohibidos, debían concebirse como enemigos del Dios único.  (No así los ángeles, que siendo inferiores a Dios y estando también prohibido adorarlos, eran los mensajeros de Dios.)

Cabe observar, entonces, que aunque el Antiguo Testamento no emplea el término demonios, sí emplea términos como dioses ajenos o dioses extraños.  Y sin embargo sigue siendo cierto que no hallamos en ninguna página del Antiguo Testamento, el temor y espanto a ser poseídos por esos seres, ni la manifestación de esas posesiones con síntomas de enfermedad o de trastorno mental.

El Nuevo Testamento, en cualquier caso, da testimonio de que en las comunidades cristianas iniciales, tampoco existió ese temor y espanto.

Ellos vivían absolutamente confiados en la superioridad del poder de Cristo sobre cualquier manifestación demoníaca.  Era un problema resuelto.  ¡Los demonios huían despavoridos a la mera mención del nombre de Cristo!  El nombre de Cristo, por cierto, no era una fórmula mágica.  Tenía que ser invocado por alguien que de verdad fuese seguidor o seguidora de Jesús.  Tenía que existir un vínculo directo y real entre quien pretendía expulsar el demonio, y el Dios Todopoderoso en cuyo nombre lo expulsaba.  El Nuevo Testamento, entonces, no enseña —ni necesita enseñar— rituales ni encantamientos exorcistas, sino que enseña una relación estrecha con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo, en la comunión de la iglesia.  Con eso basta.

La libertad del temor a la posesión demoníaca en ambos Testamentos de la Biblia cristiana es, entonces, uno de los fenómenos más singulares en la historia de la humanidad.  Es mucho más habitual, en multitud de lugares y épocas, que la gente sienta auténtico terror a caer en las garras de un poder maléfico que trastorna la mente y destruye la salud.  Se conocen fórmulas y encantamientos para exorcismos que se empleaban ya hace miles de años; y muchos de nuestros propios contemporáneos padecen un miedo visceral, primitivo, inconfesable, a ser poseídos —y perder la razón y cometer alguna locura.  Otros, que sufren enfermedades que hasta ahora siguen siendo incurables y difíciles de diagnosticar, se acaban preguntando tarde o temprano si no habrán caído bajo algún maleficio.  Las mismas preguntas que se acaban haciendo muchos cuando se ven enfrascados en una terrible racha de mala suerte.

No, no tenemos explicación de todo lo que nos pasa; ni siquiera podemos explicarnos muy bien por qué actuamos como actuamos y sentimos lo que sentimos.  Y desde una muy remota antigüedad de la humanidad, viene siendo habitual achacar nuestros infortunios a la enemistad de los dioses (o a la posesión demoníaca, que vendría a ser lo mismo).

Por eso llama tanto la atención la ausencia de miedo a demonios en los adoradores de Dios en la Biblia —ambos Testamentos.  Esta gente se sabe en un pacto inviolable con Dios, de cuyo amor eterno se fían.  Saben que no tienen nada que temer del mundo de lo sobrenatural, de lo invisible, de las sombras.  Les pueden pasar muchas cosas extremadamente desafortunadas —como a cualquiera— pero nada les puede arrebatar la paz de estar a bien con Dios.

—D.B.

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