El Mensajero
Nº 96
Enero 2011
Nochevieja

Reflexiones de fin de década

Nunca volveremos a vivir —no nosotros mismos— una oportunidad para reflexionar acerca de la historia de la humanidad hasta aquí, como la de hace una década, con el cambio de milenio.

A los que nacimos en la primera mitad del siglo XX, el año 2000 y el siglo XXI nos parecían una era de fantasía y logros tecnológicos inimaginables. Iba a haber una avioneta en el garaje de cada particular. Iríamos a la luna o a Marte a pasar las vacaciones. Iba a haber robots que nos sirvieran todos nuestros caprichos y antojos —sin que por ello nadie se quedara en el paro, naturalmente. Llegó el cambio de milenio —no sin su susto por el famoso «efecto 2000», que no se produjo— y desde entonces hemos seguido más o menos con la misma vida que antes.

Y a todo esto ya se nos ha escurrido por entre los dedos toda una década del siglo.

Acabamos el milenio y empezamos el nuevo con guerras, paro, el planeta empezando a dar indicios del abuso terrible que padece, terrorismo, xenofobia y diversas crisis económicas. Y en esta década poco hemos adelantado. Desde luego a España le fue bastante bien la década, como la anterior —por mal que la estemos acabando. Ya nos hemos acostumbrado a cosas que hace veinte o treinta años nos habrían parecido lujos imperdonables. Hemos pasado a depender, como adictos, de tecnologías que no podíamos imaginar que alguien llegaría a inventar.

Pero a la prosperidad material no hemos sabido añadir ni sabiduría ni humildad ni talante para la convivencia pacífica con los que son diferentes. El golpe que supuso el atentado de Atocha del 11-M o el fin de la «tregua» de ETA, no nos llevó a una reflexión en profundidad acerca de los valores humanos que encarnábamos. «La crisis» que parece haberse instalado de forma más o menos permanente estos últimos dos años, tampoco nos parece estar haciendo reflexionar. Siempre hay alguien a quien echar la culpa. Desde luego la culpa no la íbamos a tener nosotros, por un estilo de vida excesivamente materialista y especulador, demasiado desierto de valores espirituales.

Menos mal que nos llegan una vez al año las Navidades, para reflexionar que el Rey del Universo no hizo ascos a nacerle a una pareja sin techo, que se lo llevó de inmigrantes sin papeles a Egipto nada más nacer. Pero ni con ese recordatorio escarmentamos. Aprovechamos la festividad para cenar en una noche lo que normalmente nos alimentaría tres días, y permitirnos ese pequeño capricho de gasto innecesario que últimamente nos veníamos privando por «la crisis». Porque si acaso es verdad que los Reyes son los padres, entonces los padres nos tenemos que permitir vivir a cuerpo de rey, aunque más no sea en Nochebuena y Nochevieja.

Pero aunque intente escribir como un viejo cascarrabias, no me sale del alma. El caso es que vivo lleno de ilusión y esperanza porque he visto a Dios actuar en medio de su pueblo una década más. Nuestras iglesias están más llenas que nunca de planes y visión para servir al mundo. Están creciendo y se están multiplicando. A principios de la década nos propusimos unas metas de crecimiento para el siguiente cuarto de siglo, que si Dios nos concede seguir como hasta aquí, vamos a superar con creces mucho antes. Dios sigue perdonando pecados, sanando nuestras dolencias, acompañándonos en el luto y en las necesidades y estrecheces. Nos alumbra cada día con la Luz de su Hijo amado, que además se precia de considerarnos hermanos suyos porque somos, también nosotros, hijas e hijos de Dios.

Hemos tenido nuestros días de llanto inconsolable; pero también días de gozo inefable, cuando parecía que el Cielo y la Tierra hacían contacto precisamente aquí, en estos frágiles corazones humanos. Algunos empezamos a notar cada vez más los achaques del declive natural de todo mortal. Pero vemos alzarse detrás nuestra una generación de jóvenes dispuestos a darlo todo por Cristo y por su Reino, a comerse el mundo con el Evangelio de la Paz. ¡Bendito sea el Salvador, que todavía sigue vivo y todavía ejerce! Aleluya, amén. —D.B.

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