El Mensajero
Nº 97
Febrero 2011
Mi luz y mi salvación
por Dionisio Byler

Como algunos ya me habéis oído en alguna oportunidad, últimamente si no tengo un tema concreto que me piden que trate cuando me invitan a predicar, recurro a las lecturas del Leccionario Común Revisado, proyecto interconfesional que propone cuatro textos, que incluyen siempre un Salmo, una lectura del Evangelio y otro de las Epístolas. Me suelo proponer, además, abordarlos todos a la vez, viéndolos unos a la luz de los otros. Comparto aquí mi predicación para la capilla de SEUT con los textos para el 3er domingo después de Epifanía en 2011 (23 de enero).


• Isaías 9,1-4
• Salmo 27,1.4-9
• 1 Corintios 1,10-18
• Mateo 4,12-23

Valle de Hula

A la busca de un hilo conductor que nos ayude a ver estos cuatro textos a la luz unos de otros, la cosa más obvia que primero salta a la vista, es que nuestro texto de Mateo cita textualmente el texto de Isaías. Pero en esta ocasión mi experiencia de lectura intertextual me ha llevado más allá de estos cuatro textos bíblicos, para incluir un artículo que leí mientras venía a El Escorial en el tren del lunes.

Curiosamente, nuestra cita de Isaías y Mateo no sólo se refiere directamente a la tierra de Galilea —donde sabemos que vivió y predicó Jesús— sino específicamente el territorio tribal de Zabulón y Neftalí. Y el dato más llamativo con que se describe esta tierra es que es una región de sombra de muerte. Sinceramente, nunca me había fijado en eso de las «sombras de muerte». De momento, observo que algunos traductores de Mateo han seguido aquí el texto hebreo y han entendido una referencia a «una tierra de sombra de muerte». La versión griega de Isaías y también Mateo, ponen: «una tierra y sombra de muerte». A mí esto me parece incluso más tenebroso que lo anterior. Ya no sólo tenemos sombras de muerte sino que la propia tierra es tierra de muerte.

Esto me lleva a preguntar: ¿Y por qué tenía tan mala fama esa región? Y la respuesta me la sugiere el artículo que venía leyendo en el tren. Era sobre las tasas de población y mortalidad de la región de Galilea en la época de Jesús. Empiezo con comentar que esa región, al parecer, seguía con la triste fama de ser mortal hasta las primeras décadas del siglo pasado, cuando empezaron a asentarse ahí los primeros colonos sionistas. La mortalidad era especialmente elevada en aquella región por culpa del mosquito anopheles, portador de una de las muertes más devastadoras que ha conocido el ser humano: la malaria. Por otras lecturas, tengo entendido que el lago de Galilea se alimenta de aguas que le llegan lentamente desde marjales donde las depositan las lluvias estacionales. Y esos lugares de agua estancada de escasa profundidad, es exactamente donde se crían de mil maravillas las larvas de los mosquitos. ¡Ahora tocaría volver sobre los textos de los evangelios y ver cuántas referencias hay a la fiebre —a cuánta gente afiebrada curó Jesús, empezando por la suegra de Simón Pedro!

anophelesEn las tierras de otras tribus de Israel, el problema más grave era que fallasen las cosechas por falta de lluvia. En algunas partes de Zabulón y Neftalí, sin embargo, tenían el problema contrario: tierras de agua estancada, infestadas de mosquitos y por tanto de malaria, que se cebaba con los bebés, los niños, los ancianos y los débiles. La asociación entre la malaria y los mosquitos no se descubrió hasta el siglo XX. Hasta entonces, a nadie se le había ocurrido que una cosa tuviera que ver con la otra. Lo que sí sabía la gente es que había lugares que eran insalubres. Lugares pestilentes y mortíferos. Lugares donde la gente pillaba una fiebre tras otra, que les iba debilitando y minando la energía vital, hasta que se morían. Era, precisamente, «una tierra y sombra de muerte»: tierra pestilente, tierra maldita, donde se te mueren los hijos y al final también te mueres tú. No se moría todo el mundo, naturalmente, como tampoco se muere hoy todo el mundo donde es endémica la malaria. Pero el índice de mortalidad es lo bastante más elevado como para que la gente tome nota de ello.

Aclarado el misterio de la trágica mala fama de la región de Zabulón y Neftalí, cabe observar que si Mateo cita este texto de Isaías, es para declarar que sobre esa tierra ha amanecido una gran luz y esperanza. De momento, Mateo destaca que el anuncio del reinado de Dios viene acompañado de curaciones milagrosas. En ello, según nos cuenta Mateo en estos versículos, Jesús se traslada desde Nazaret —que aun estando en Galilea es tierra saludable, libre de las miasmas de aguas estancadas— a Cafarnaúm, donde sí arreciaba la malaria. Jesús va donde está la enfermedad —por tanto donde está también el contagio— con toda la fragilidad de su humanidad encarnada; pero en lugar de contagiarse, Jesús sana. Esto no tiene explicación, como tantas otras cosas en el evangelio. Se contradice con la experiencia. Conozco misioneros que han tenido que abandonar su ministerio en África porque de tan reiterados contagios de malaria, sus vidas o las de sus hijos estaban en peligro. Uno ya se hace viejo y ha visto muchas cosas en la vida y me pregunto cuántos de los sanados por Jesús volvieron a recaer en sus fiebres a la próxima que les picaba un mosquito anopheles portador de malaria. ¿Eran permanentes las curaciones de Jesús? Y si lo eran entonces, ¿por qué no lo son hoy?

anophelesNo tengo respuesta a esto, pero la propia pregunta me impulsa a los versículos que hemos leído en la primera carta a los Corintios.

Pablo dice al final que el mensaje de la cruz es un mensaje de poder para los que se salvan. Pero antes ha tenido que reconocer que es una locura para los que se pierden. La palabra griega indica insensatez, disparate, necedad. Me he quedado de piedra. Yo estaba convencido de que Pablo había escrito que parece una locura; pero no, dice claramente que lo es. Para los que se pierden, sí que es un disparate. Bueno, vale, olvidémonos de las pestes, plagas y enfermedades por las que en todas las edades de la humanidad se han perdido miles y millones de vidas. Digamos que Pablo no está hablando de los que se curan y los que se mueren de sus enfermedades, sino de los que encuentran o pierden el camino para agradar a Dios y vivir en armonía con el prójimo. El mensaje de la cruz tal vez sea locura para los que se pierden en este sentido, pero es poder para los que se salvan.

Y sin embargo en todos los versículos previos de nuestra lectura de 1 Corintios hoy, Pablo está refunfuñando por las divisiones y desarmonía que hay entre los adeptos a las pequeñas células de sectarios mesiánicos que había fundado él en Corinto. ¡Parece mentira! Con los pocos que eran para dar testimonio de la luz de Cristo en esas alcantarillas morales del Imperio Romano que era la ciudad de Corinto, van y se ponen a pelearse y discutir entre sí sobre si Pedro o Pablo o Cristo o yo qué sé quién es el más guapo. Un movimiento tan propenso a fracturarse no parecería ser la última gran esperanza moral y espiritual para rescatar a la humanidad, ¿verdad? El bueno de Pablo se acaba enredando en su propia argumentación. Empieza por negar que había bautizado a nadie, pero de inmediato se acuerda de que sí había bautizado a este y a aquel… y a aquel otro y a su familia… y también a… Pero entonces, ¿qué utilidad tiene negar que él había estado bautizando en Corinto? Al final, por mucho que uno quiera distanciarse de las discordias, siempre acaba todo el mundo salpicado. Pablo quiere declararse ajeno a la división en Corinto, pero se tiene que confesar parte. Así es la vida. ¡Cuántas veces me he visto yo envuelto, con la más absoluta ingenuidad y torpeza, en discordias ajenas, de las que me había declarado enteramente imparcial y desinteresado!

Es la condición humana. Aunque Jesús nos sane la fiebre de malaria hoy, el mosquito puede volver a picar mañana. Y aunque hoy el poder de la cruz me haya reconciliado con mis hermanas y hermanos para traernos a un mismo sentir en Cristo, mañana saltará otra controversia que nos volverá a enfrentar.

¿Entonces es todo mentira? ¿Entonces es que Jesús ni sana ni salva, ni en cuerpo ni en alma? ¡Claro que sí! Jesús claro que salva. Y también sana, que no nos quepa ninguna duda. Pero la condición humana es tal que ni la salud física ni la salvación moral o espiritual es un estado fijo, sino algo que está siempre en proceso, en evolución, en camino hacia otra cosa. Al final todos nuestros cuerpos mortales se nos morirán de algo, por muchas veces que nos cure el Señor. Y la iglesia más armoniosa y vital se puede acabar torciendo y dividiendo en el momento más inoportuno y por las causas menos esperadas. Si hay algo que nos puede enseñar el relato de la historia bíblica, es que así como de comienzos insignificantes puede surgir una maravillosa revelación de la gloria de Dios, así también los comienzos sobrenaturales o el presente de salvación por la gracia de Dios, no garantizan en absoluto que todo lo que sigue vaya a ser igualmente glorioso.

¡Qué frágil, Dios mío, es la condición humana!

Esto me trae, por fin a nuestro salmo de hoy.

Porque el salmista reconoce con absoluta franqueza su condición de enemistad con quienes quieren derrotarle y arrebatarle todo lo que ha conseguido. El salmista reconoce que hay días de todo tipo. Hay días de victoria y alegría, naturalmente; pero también habrá días de aflicción, derrota, tristeza y soledad. Y el salmista ha decidido que no importa cuáles sean las circunstancias pasajeras —circunstancias siempre pasajeras— de la vida, la única cosa que le importará es habitar en la casa del Señor y contemplar su hermosura.

Esta actitud del salmista me provoca una profunda admiración.

Entiendo que lo de habitar en la casa del Señor y contemplar su hermosura es lenguaje metafórico. Observo que la versión Dios Habla Hoy ha puesto «estar en el templo del Señor todos los días de mi vida». Difícilmente puede ser eso lo que quiso decir el salmista. La Casa del Señor a que se refiere tiene que ser algo figurado, una abstracción, ni siquiera el cielo sino más bien un estado de ánimo, una conciencia permanente de que Dios está presente conmigo y me acompaña en cada circunstancia de la vida. En los momentos dulces, pero también en los amargos. Que esa luz mesiánica que amaneció hace dos mil años en tierras pestilentes de malaria, siga alumbrando con salud y salvación mi existencia cada día, no importa cuál sea el bicho que me pique ni quién me haga la contra y me trate como enemigo.

¡El Señor es mi luz y mi salvación! ¿Por qué voy a tener que vivir acobardado y con miedo?

¡Ha llegado la luz! ¡Ha llegado la salvación! Bien es cierto que toda la existencia humana es frágil y débil, mortal y pasajera. Pero como el salmista, no quiero fijarme en eso sino en la hermosura de la compañía que me hace Dios. Entre otras cosas, porque observo que siempre que logro fijarme en ese rayo de luz y salvación que aporta Dios a mi vida, puedo también aportar positivamente a mi entorno en lugar de contribuir al malestar generalizado. Si logro centrar mi atención en esa luz, no sé si por concentrarme en ella la luz se agranda, pero desde luego la oscuridad da la sensación de retroceder. Tal vez no sea mucho a que aferrarse, pero en las horas oscuras de la vida, tampoco es «moco de pavo».

¡El Señor es mi luz y mi salvación! Me comprometo hoy a vivir en esa luz y salvación, con una actitud agradecida y una disposición a adorarle. Como el salmista y como la iglesia de Corinto, me confieso débil y torpe, mortal, fácil de enmarañar en contiendas inútiles y discordias innecesarias. Por eso mismo, más que nunca, el anhelo de mi vida es jamás perder de vista la belleza del Señor.

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