El Mensajero
Nº 103
Septiembre 2011
amistad

La madurez cristiana (15)

Maduramos
cuando caminamos con los demás

por José Luis Suárez

Es una realidad que cada persona realiza el camino de la vida espiritual de forma individual y que no hay traje a la medida de todos. También es una realidad que las bendiciones se deben recibir en compañía. No es una casualidad que en todas las tradiciones de espiritualidad se insiste a vivir en comunidad como hermanos.

Sin esta vida en común… ¿Dónde puede el creyente encontrar apoyo y aliento cuando el camino se hace difícil o en la toma de decisiones importantes? ¿Quién nos hará preguntas delicadas, acertadas y muchas veces desconcertantes que nos ayuden a entender las situaciones diversas por las que pasamos a lo largo de la vida? ¿Con quién compartiremos nuestras alegrías, descubrimientos y preguntas acerca del camino espiritual? ¿Quién nos traerá consuelo cuando nos encontremos en los momentos de incertidumbre, de cruces de caminos, de desanimo? ¿Quién nos ayudará cuando nos lleguen las noches oscuras del alma, como decía Juan de La Cruz? ¿Quién nos tenderá la mano amorosa cuando se nos va la olla y nos desviamos del camino? ¿Quién nos sostendrá cuando la duda y la confusión aparezca en nuestro horizonte? ¿A quién acudiremos cuando no tengamos energías para vivir conforme a los valores que profesamos, cuando aparezcan nuestras debilidades y sintamos que no llegamos a ningún sitio?

Es muy posible que algunos compañeros de viaje también hayan pasado por los caminos tortuosos por lo que uno se encuentra y su experiencia pueda traernos la luz que nos permita sufrir menos.
La vida de muchas personas nos enseña que algunas —que por desgracia son pocas— aprenden de los errores que otros cometen. Estas personas son sabias y maduras. Otras se aferran a que el verdadero aprendizaje y madurez sólo se consigue con las vivencias personales, aunque la cruda realidad de la vida nos enseña que se padecen muchos sufrimientos y angustias cuando se camina solo, lo cual no sería necesario si aprendiéramos en cabeza ajena. A esto yo lo llamo sufrimientos gratuitos. 

Los compañeros de viaje en esta vida —familia, amigos, hermanos en la fe y todos los que se nos cruzan en el camino— son los que desde fuera ven lo que muchas veces nosotros no vemos. Si les dejamos espacios, cuestionarán las maneras equivocadas de acercarnos a las realidades que vivimos y algunas decisiones descabelladas que tomamos. Estas personas, la mayor parte de las veces, rompen nuestros esquemas de pensamiento y trastocan nuestra lógica en aquello que estamos viviendo.

Nuestros compañeros de viaje serán también los que reconocerán nuestros aciertos. Nos mirarán con alegría y sus palabras permitirán que nuestra autoestima se fortalezca y nos permita tener la fuerza para seguir adelante, descubriendo todos los dones que Dios nos da.

Mirarnos en el espejo de cómo nos ven los demás es uno de los mayores indicios de maduración, ya que esta mirada nos permite revisar las deformaciones o vicios que hemos ido acumulando a lo largo de la vida.

La buena noticia —además de que Dios nos ama, nos comprende, nos ayuda y nos salva— es que existe un espejo en el que podemos mirarnos. Este es el espejo de los demás, que nos devuelven una imagen de nosotros mucho más fiable y objetiva que la que nosotros mismos percibimos.

La madurez de un ser humano pasa por su capacidad de relacionarse con los demás. Difícilmente se madura cuando una persona no vive su fe con los demás y ni siquiera tiene amistades. Es verdad también que la capacidad de relaciones depende de la educación recibida y del carácter. Pero no es menos cierto que el carácter se educa.

Una de mis convicciones más profundas de la fe cristiana es que maduramos poco o nada cuando en el camino de la fe los demás están ausentes de nuestra vida (no hablo sólo de la asistencia regular a una comunidad de fe sino de la globalidad de la vida) tanto en las alegrías como en las penas, en los triunfos como en los fracasos, en los momentos de luz como en los de oscuridad. Nos engañamos a nosotros mismos cuando afirmamos que Dios todo lo suple y que con Él no necesitamos a nadie. Si alguien piensa que sólo necesita a Dios y nada más para el camino de fe y descuida sus relaciones humanas, debe recordar que la relación con Dios no es un sucedáneo de la relación con los demás y que la relación con Dios y con los demás se complementan.

Por mi propia experiencia y por lo vivido muy de cerca con otras personas, me he dado cuenta que la sola relación con Dios puede convertirse hasta peligrosa cuando una persona se aísla de los demás.

Jesús enseñó de forma clara y con su manera de vivir que la relación con el Padre y con el prójimo es inseparable. El gran mandamiento del Evangelio de Lucas 10,27 nos invita a amar a Dios y al prójimo como a uno mismo.

Ya en las primeras comunidad cristianas se daba un tipo de espiritualidad engañosa que separaba la relación de Dios con el prójimo, por lo que el apóstol Juan en su primera carta de manera directa y con variaciones diversas nos deja afirmaciones rotundas que nos invitan a estar continuamente atentos al tipo de espiritualidad que vivimos.

«El que dice que está en luz y aborrece a su hermano, está aún en tinieblas» (1 Jn 2,9 ).

«El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor» (1 Jn 4,8).

«Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es un mentiroso, porque el que no ama a su hermano, a quien ha visto, no puede amar a Dios a quien no ha visto» (1 Jn 4,20).

En todas estas afirmaciones el apóstol Juan emplea el término amor. Y la palabra amor, entre las muchas definiciones que le podemos dar, pasa siempre por el campo de las relaciones humanas.

El apóstol Pablo nos recuerda que se llega a la plenitud de la vida en Cristo, con los demás y no de forma solitaria (Efesios 4,13-16). Pablo no concibe la madurez del ser humano como una autorrealización personal (que hoy está muy de moda en muchos círculos tanto seculares como espirituales) sino como un camino que se hace en compañía de otros.

Toda persona que cree que no necesita apoyo, que confía en sus propias fuerzas, que se considera el llanero solitario, no sólo no conoce la naturaleza humana, sino que desconoce el mensaje de la Biblia, que nos enseña que el caminante solitario no sólo no existe, sino que su camino está lleno de peligros. La historia de la humanidad está llena de tragedias debido a esta mirada tan parcial y limitada de la fe.

En mi camino de fe y maduración estoy aprendiendo que estoy con el Señor al tiempo que solo y acompañado. Necesito la Biblia—la guía del Espíritu Divino— así como cartógrafos, guías y compañeros de viaje, ya que el camino es muchas veces confuso y las señales ambiguas. Sé que en última instancia soy yo mismo quien decide el camino a seguir, pero los demás amplían mis horizontes y la mayoría de las veces me permiten encontrar mayor luz en situaciones de triunfos así como de fracasos.

Observo que me cuesta mucho tomar conciencia y reconocer que la imagen que tengo de mí mismo puede estar distorsionada y que la mirada de los demás y la confianza en el otro puede ser referencia para poder madurar. Soy consciente de que esto lo logro con mucha humildad y con la ayuda del Señor.

Para poder ir más lejos

Confianza en Dios

Un pueblo sufrió un gran temporal. Día tras día las aguas crecían minuto a minuto y los pobladores debían dejar sus casas y sus pertenencias para salvarse de perecer ahogados. Pero un devoto creyente decidió que estaba en las manos de Dios, que ya le ayudaría.

Cuando llegó el alcalde del pueblo para notificarle que debía abandonar la casa, ya que las aguas seguían creciendo, el creyente le dijo que estaba en las manos de Dios y que él ya le salvaría. De nada sirvió la insistencia del alcalde.

El agua seguía subiendo y el creyente subió a la terraza de la casa, cuando llegaron los hombres de la defensa civil en una canoa y le gritaron para que subiera en la canoa. Nuevamente el devoto creyente respondió:

—No se preocupe, Dios se hará cargo de mí.

El agua había cubierto ya casi toda la casa cuando llegó un helicóptero que le tiró una soga mientras los hombre de abordo le gritaban:

—¡Agárrese a la soga y suba!

—No se preocupen —dijo el creyente—, que yo estoy en las manos de Dios.

Con lo cual el helicóptero se fue. Las aguas terminaron de cubrir la casa, que quedó sumergida y el creyente murió. Cuando llegó al cielo el creyente se enfrentó enfadado a Dios y le dijo:

—¿Cómo puede ser que yo, una persona tan creyente dedicada a tu causa, haya sido olvidado por Ti en momentos tan difíciles?

—Escúchame bien hijo mío —le respondió Dios—. Yo te mandé tres formas de ayuda y a las tres te negaste; primero te mandé el alcalde, luego te mandé la canoa, y por último te mandé el helicóptero. A las tres me dijiste que no. ¿Qué más podía hacer por ti?

Busquemos juntos el camino

Un hombre llevaba varios días desorientado por un inmenso bosque incapaz de encontrar la salida, cuando encuentra a otro hombre que se le acerca y que parece agotado. Eufórico, le pregunta al viajero cómo puede llegar a su casa. El hombre le responde:

—Llevo varios días vagando sin poder encontrar la salida. Te puedo decir que no está en la dirección de la que vengo, así que busquemos juntos la salida.

¡Qué dulce y agradable es para los hermanos vivir juntos y en armonía! (Sal 133,1)

Ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas y cumplid así la ley de Cristo (Ga 6,2).

Ven, crezcamos juntos (Thomas Merton).

Sin los demás, el mundo es un desierto (Francis Bacon).

Ningún ser humano es una isla completa en sí mismo; sólo un fragmento del continente (John Donne).

El encuentro entre dos personas es como el contacto entre dos sustancias químicas. Si hay alguna reacción, ambas se transforman (Carl Jung).

Si quieres ir deprisa, camina solo. Si quieres llegar lejos, camina con otros (Proverbio africano).

¿Tienes cerca de ti personas que te acompañan en los momentos de luz y oscuridad de tu vida espiritual?

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