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Nº 109
Marzo 2012

Justicia humana, justicia divina
por Dionisio Byler

[Aunque los pensamientos a continuación empiezan con lo que parecieran ser unas opiniones puramente políticas, se verá que adonde queremos ir a parar es una reflexión sobre lo que significa ser humanos a imagen de Dios.]

  justicia

Es curioso cómo reaccionan los poderosos cuando se cuestionan sus acciones.  Lo hemos visto este año pasado (2011) en cada país donde ha llegado «la primavera árabe».  O en la Rusia de Putin y Medvedev cuando la ciudadanía ha cuestionado la limpieza de las elecciones.  Cuando el pueblo toma la calle para protestar, la primera reacción de los poderosos es indignación y un hondo sentimiento de que hay que proteger el orden y las buenas costumbres.  Naturalmente los ciudadanos —la plebe— no entienden las consideraciones importantes que han tenido que barajar sus gobernantes en el desarrollo de sus políticas.  Y por consiguiente, está de muy mal gusto que el pueblo tenga la osadía de opinar; especialmente si esa opinión es contraria a lo que han determinado sus superiores naturales.

Algo de esa indignación se ha visto en la reacción de los poderosos ante el rechazo mayoritario de la ciudadanía española por la condena de Garzón.  Lo que está en juego, según ellos, es el prestigio del Poder Judicial, de España entera en el escenario internacional y de los valores del Estado de derecho en general.

[Un servidor, que tal vez empieza a hacerse mayor, recuerda cómo en la Argentina de los años 70, la dictadura militar se escandalizaba por las denuncias de «presuntas» violaciones de derechos humanos, por el desprestigio que podía caer sobre el país.  Lo que lo desprestigiaba no eran sus acciones de represión sin contemplaciones, al parecer, sino el hecho de que alguien protestara.  Y cuando Adolfo Pérez Esquivel recibió el Premio Nobel de la Paz en 1980 por su lucha por los derechos humanos en Argentina, la prensa argentina comentaba que «Como es sabido, últimamente los Premios Nobel vienen sufriendo una importante politización y notable desprestigio».  ¡Ya!]

Llama la atención esa sensación de fragilidad e inseguridad que sienten los poderosos, los que juzgan y condenan a sus semejantes con efectos reales e inmediatos, frente a las iras y la opinión de los ciudadanos.  Mientras los poderosos tiemblen cada vez que el pueblo alza la voz, quizá no está todo perdido.

La justicia de Dios y la nuestra

Pero en realidad, no quería escribir aquí sobre la psicología de los poderosos ni sobre la justicia o no de la condena de Garzón —sobre lo cual cada cual tendrá sin duda sus opiniones— sino sobre el sentimiento natural de justicia que Dios ha puesto en cada corazón.

Porque donde se equivocan los defensores de la judicatura española ante los ataques de sus críticos estos días, es en suponer que solamente los jueces entienden de justicia y tienen derecho a opinar sobre lo que es justo.  Planteada en esos términos la controversia, es obvio el error.  ¡Todo ser humano lleva en su interior un hondo sentimiento de la justicia!  Y todo ser humano se siente indignado cuando su sentido de lo que es justo se ve defraudado por los hechos —o por los tribunales.  Aunque está claro que no compartimos todos una misma valoración sobre determinados hechos, todos tenemos una brújula interior que marca lo que cada cual entiende ser el Norte de la justicia.

En este sentido es muy como la conciencia.  No hay dos conciencias iguales —lo que a uno le resulta moralmente repugnante o imposible, otro lo hace sin pensárselo dos veces— pero cada persona tiene un sentimiento profundo de que hay cosas que no debe hacer.  Los particulares de la conciencia humana no son universales, entonces; pero sí es universal la presencia de la conciencia en el ser humano.

Y lo mismo sucede con el sentimiento de lo que es o no justo, de la injusticia.  Hay quien piensa que es natural que si uno ha nacido europeo de familia burguesa o adinerada, tenga siempre infinitamente mayores posibilidades de no morir de hambre en la niñez que si nace africano de familia pobre —y este hecho no le produce ningún rechazo ni escándalo.  Todo esto a muchos otros nos parece sin embargo terrible y horrorosamente injusto.  Pero ambas apreciaciones está claro que exigen una noción de justicia.  El europeo de «buena familia» sentirá hondamente atropellada la justicia si no consigue un buen trabajo, la casa propia y vacaciones pagadas, mientras que el africano pobre juzgará hondamente injusto ver morir de hambre a sus hijos.  Pero ambos comparten, eso sí, la idea de que hay cosas que son de una injusticia intolerable, que clama al cielo.

Yo sugeriría que este sentimiento humano de la justicia es parte de lo que significa haber sido creados a imagen y semejanza de Dios.

Dios mismo es justo y si él nos hizo para que fuésemos parecidos a él, es natural que seamos nosotros también justos y tengamos un hondo sentimiento de la justicia.  Aunque las experiencias de la vida y el entorno familiar y social pueden informar los particulares de lo que consideramos que sea o no justo, el sentimiento de justicia en sí es entonces anterior a su formación.  Para comprobarlo sólo hace falta castigar a un niño pequeño por algo que ha hecho otro en la guardería.  El pequeño protestará que no ha sido él.  ¡Y su llanto será más inconsolable por la injusticia padecida que por el propio castigo!

Como tantos aspectos de la moral humana, la dinámica de la caída en el pecado hace que en sus particulares nuestro sentimiento de la justicia se haya apartado de lo que Dios considera que es justo.  Nuestras nociones de justicia están dañadas y erosionadas, son menos que lo que eran según fuimos creados.  Pero siguen ahí y podemos reeducarlas conforme a los mandamientos de Dios, aspirando a entender plenamente la justicia de lo que Dios considera justo.  Dicho de otra manera, sabemos que Dios es justo porque observamos su justicia a lo largo de la Biblia.  Y también sabemos que Dios es justo porque nosotros mismos hemos sido hechos de tal manera que la justicia nos parezca siempre un valor positivo.  Y sin embargo nuestra justicia no es la de Dios; y la justicia de Dios no es la nuestra.  Esto también lo observamos en los relatos bíblicos y en la propia experiencia de la vida.

Por consiguiente, parte del proceso de conversión y maduración del ser humano que se entrega al reinado de Dios en Cristo, será el que aprendamos a reorientar nuestros criterios de lo que es o no justo, conforme a la revelación divina.

Esto no es fácil.  Pero es necesario si es que somos discípulos de Jesús.  Y es posible por la dinámica del Espíritu Santo derramado en nosotros.

Justicia de la reconciliación

La cosa que tal vez más me llama la atención —y me atrae— de la justicia de Dios, es que no es una justicia donde lo más importante sea la retribución y el castigo, sino la reconciliación y la restauración de relaciones armoniosas.

Uno de los versículos más asombrosos de toda la Biblia es el que pone que «Si confesamos nuestros pecados, Dios es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad» (1 Juan 1,9).  Perdonar nuestros pecados en lugar de castigarlos, esa es la justicia (y fidelidad) de Dios.

¡Que triste imagen distorsionada seguimos teniendo muchos de la justicia de Dios, cuando pensamos que ésta se manifiesta en el castigo y no en el perdón!

Porque para Dios, el único resultado aceptable de sus juicios es la reconciliación, la paz y la armonía.  Por consiguiente, el ejercicio de la justicia de Dios es el recurso a los medios necesarios para que nos reconciliemos con él.  Bien es cierto que a lo largo de la Biblia tenemos muchos ejemplos de castigos; pero el fin que persiguen siempre esos castigos es conducir a su pueblo —y a la humanidad entera— al necesario reconocimiento de sus pecados… con el fin de perdonarlos.  Perdonar los pecados y perdonarnos a nosotros, para restaurar la armonía entre Dios y nosotros, que es el fin último que persigue la justicia de Dios.

La imagen distorsionada de la justicia de Dios es una de las consecuencias nefandas de la estatización de la religión cristiana.  A partir de Jesús, el evangelio —buenas noticias— consistía (entre otras muchas cosas) en que Dios nos ve como un padre y nosotros podemos relacionarnos con él como hijos.  Es verdad que otro aspecto de la prédica de Jesús fue la llegada del reinado de Dios; pero curiosamente, ese reinado era como el gobierno de un padre sobre su familia, que no como el de un rey sobre sus súbditos y enemigos conquistados.  Y el necesario ingrediente para ese gobierno de padre es el amor eterno, la misericordia, la compasión… y esa justicia que se manifiesta como perdón y reconciliación.

Pero el cristianismo imperial y luego el cristianismo estatal en los diferentes países de Europa, se quedó con la imagen de Dios como Rey eterno.  Y con la imagen de la justicia de Dios como esa impasibilidad e imparcialidad judicial que hace necesario que el que la hace la pague.  Cada mala acción exigía su correspondiente castigo; y la maldad de la rebeldía humana contra Dios exigía siempre, irremediablemente, la muerte.  Bien es cierto que a grandes rasgos Cristo llevó nuestro castigo; pero eso no nos eximía de tener que sufrir también castigos en carne propia para que escarmentemos y para que a otros les sirva de ejemplo.

¡Qué lejos está eso de la idea del Padre que ama a sus hijos y hará todo lo posible para restaurar la paz, armonía, bienestar y alegría en el hogar!  Porque un padre, en cuanto ve que son serias las intenciones de enmienda, abandona la actitud de castigo y toma a su hijo en sus brazos, lo consuela y lo mima.  Porque cualquier padre humano sabe que se consigue más con el amor que con la severidad.  ¿Acaso no lo sabe también Dios?  Esa es la justicia divina, entonces.  Sólo son justas aquellas medidas que sirvan para restaurar la paz y la armonía, el bienestar y la alegría, en reconciliación y amor de familia.

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