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Nº 110
Abril 2012

Diccionario de términos bíblicos y teológicos

resurrección — Volver a vivir después de muerto.  Tal vez la doctrina más emblemática de los cristianos, sostiene que habrá una resurrección general de todos los justos, para una vida en el Paraíso.  Esta doctrina sustenta y a la vez viene sustentada, por la doctrina de que Jesús volvió a vivir al tercer día de su muerte crucificado.

Existe un curioso caso paralelo, en la mitología griega, a la historia de la resurrección de Jesucristo.  Heracles (Hércules, para los latinos), héroe de una fuerza física incomparable, hijo de Zeus y una mujer humana, muere al fin envenenado.  Entonces, cuando arde el cadáver de Heracles en la pira funeraria, Zeus su padre le devuelve la vida y lo eleva al rango de dios inmortal en el Olimpo.

Pero la historia de Jesús es otra cosa.  Dios su Padre lo resucita después de muerto y Jesús asciende al cielo para gobernar la humanidad y el universo entero.  Pero esto no sucede en un pasado mitológico sino en momento identificable de la historia humana.  Y hubo por tanto testigos oculares.  Testigos que tocaron su cuerpo resucitado y comieron con él.  Esos testigos resultaron tan convincentes para muchos de sus contemporáneos, que acabaron perfectamente convencidos de que no mentían.

La antigua fe de Israel no tenía cabida para la resurrección.  Había, si acaso, una especie de «vida eterna» que venía de perpetuarse en los hijos y nietos.  Poco antes de Cristo y los apóstoles, sin embargo, el judaísmo desarrolló la idea de que los judíos que morían mártires volverían a vivir.  Entonces por una parte se regocijarían al conocer el fin eterno de sus verdugos y por otra parte recuperarían —a manera de recompensa— los años perdidos por el martirio.  El judaísmo rabínico, siguiendo en esto la doctrina de los fariseos de la época de Jesús y los apóstoles, sostiene que «todo Israel» resucitará cuando venga el Mesías, para vivir bajo su reinado.

El apóstol Pablo, fariseo, sostiene esta doctrina de la resurrección como un elemento emblemático también para el cristianismo.  Es Pablo quien desarrolla la idea de que la resurrección de Jesús es «el primer fruto» de la resurrección de todo Israel sostenida por la doctrina farisea.  Pablo sostiene que la mejor prueba de la resurrección general es el hecho de que Jesús haya resucitado.  Y que quien niega la eventual resurrección de todos los creyentes, en efecto está negando la del propio Jesús, por cuanto ésta es un anticipo de aquella.

El Nuevo Testamento se ciñe también a otras ideas que se conservan en el judaísmo rabínico.  Como que una cosa es la resurrección y otra —acaso también necesaria pero diferente— la curación de las heridas.  En la resurrección, según los rabinos, la ropa de los resucitados estará podrida y el Mesías deberá curarlos de lo que los mató, para que no se vuelvan a morir al instante.  Y en los relatos del Nuevo Testamento, Jesús resucitado sigue con las heridas abiertas, que muestra a sus discípulos.  (Su ropa no está podrida porque sólo lleva tres días enterrado.)

Con esta doctrina de la resurrección, convive en el propio texto del Nuevo Testamento otra idea muy diferente: la de una existencia en otro plano o nivel, diferente de la vida material, humana y biológica de la Tierra.  Cuando Jesús dice al malhechor crucificado a su lado y que clama a él: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso», parece estarse refiriendo a algo diferente que la vida biológica, algo que no exige una resurrección como la que va a experimentar Jesús mismo en tres días.  La idea de una supervivencia eterna del alma incorpórea estaba muy difundida en aquella época.  Solía venir a la par con un desprecio de lo material por considerarlo inferior a lo espiritual.  Entonces si uno al morir ascendía a un plano de existencia superior y espiritual, resucitar a la vida biológica sería un paso atrás.  Supondría volver a asumir esas limitaciones y condicionantes que habían hecho tan imperfecta la vida humana.

Al fin nos quedamos con una cierta falta de claridad o definición en los textos del Nuevo Testamento, donde se afirman ambas cosas a la vez.  Por un parte, al morir estamos mejor que en vida, entramos al instante a la presencia del Padre, pasamos a un nivel superior de existencia.  Pero por otra parte el ideal de resurrección a la vida biológica sobre este planeta Tierra tampoco se olvida como aspiración última… por mucho que pareciera ser un paso atrás, una involución a un estadio inferior de existencia.

En cualquier caso, la salvación de Dios en Cristo no depende de nuestra capacidad para comprender cuestiones que tal vez sean sencillamente incomprensibles.  La salvación de Dios en Cristo depende tan solamente de la gracia de Dios y su amor eterno.  Y descubrir lo que haya después de la muerte quedará para todos como una gran aventura, un adentrarnos entera­mente a lo desconocido.  Pero —eso sí— siempre acompañados por la amante presencia de nuestro Creador.

—D.B.

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