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  Nº 112
Junio 2012
 
  adultera

La mujer que fue sorprendida dos veces
(Juan 8,1-11)
por Julián Mellado

La historia es conocida. Los expertos de la religión oficial llevan ante Jesús a una mujer sorprendida en adulterio. Claro está que la primera pregunta que nos viene a la mente es: ¿Y dónde está el hombre? ¡No adulteró sola! Pero la historia se desarrolla en una sociedad profundamente machista donde la mujer no tenía los mismos derechos que los hombres. Recuerdo haber leído un relato donde el autor situaba al hombre entre los que la estaban juzgando con una piedra en la mano. Pero bueno, es sólo algo imaginado, digo yo.

Es significativo que en diferentes biblias a este relato le dan el título de «La mujer adúltera».En cambio, en toda esta historia Jesús nunca la llama de esa manera.

Simplemente se dirige a ella como mujer.  Me pregunto si hemos entendido de verdad lo que el Maestro dijo e hizo en este episodio.

La mujer es acusada, y los expertos en los pecados ajenos (¿ los habrá hoy también?) indican a Jesús cuál es la solución bíblica para estos asuntos:

—En la Ley de Moisés se manda que tales mujeres deben morir apedreadas —(v.5). La pregunta tiene trampa. Le hacen la pregunta indicando cuál debe ser la respuesta. En el fondo lo que tratan es de «pillar» a Jesús en alguna herejía. ¿Tú qué dices? (v.5). En realidad la mujer no les importa nada. Sólo es el medio para poder atrapar al Maestro. Y la mujer permanece en silencio. Porque es lo único que le permitían hacer. La habían sorprendido en adulterio. ¿Qué podía decir? Además, ¿a quién le importaba lo que dijera?  La escena está dominada por los acusadores, que se muestran omnipotentes. Tienen a la culpable, tienen la acusación, tienen la legislación de su parte y tienen… piedras.

Lo que no tienen es a Jesús de Nazaret, el hombre libre y liberador. Y éste se pone a escribir en el suelo. ¿Qué escribiría? La mente sugiere muchas cosas. Pero seamos serios y atengámonos al relato. Y entonces Jesús empleando la misma lógica que ellos, les responde:

—Aquellos que no tengan pecado pueden tirarle la primera piedra —(v.7). Esto no estaba previsto por los custodios de la moral, por los defensores de Dios. El Nazareno les remite a sus propias conciencias. ¿Queréis ser jueces y verdugos? Vale. En ese caso deberéis ser inocentes. Si no, el juicio no es válido. Pero mirar la propia consciencia es muy arriesgado. En el fondo todos somos expertos en el pecado ajeno. Nos pasa los mismo con los hijos. Todos sabemos cómo educar los hijos… de los demás.

El fanatismo es detenido por una pregunta sensata. Los más viejos descubren que con Jesús se juega con otra baraja. ¿Quién se atreverá a lanzar esa piedra?

Y si alguien la lanza… A lo mejor lo que ha escrito en el suelo…

Abandonan la empresa. Se van. Se ha roto la casuística donde todo encaja y permite el juicio fácil. Jesús ha desarmado con la palabra el fanatismo, la crueldad, la hipocresía, el odio escondido en formas de piedad… Las piedras caen de las manos.

Y se queda a solas con la mujer. Ella sigue en silencio. Me imagino que asombrada. ¿Quién será este hombre? Resignada a recibir piedras, de pronto recibe otra cosa. La Gracia. Y por segunda vez es sorprendida. Esta vez, sorprendida de una manera distinta. Sorprendida por la compasión.

—¿Dónde están? —pregunta el Galileo. ¿Ninguno de ellos se ha atrevido a condenarte? (v.10). Entonces la mujer habla por primera vez para constatar que le han salvado la vida.

—Ninguno, Señor —(v.11).  Los expertos en piedras se han ido, las manos vacías, los corazones avergonzados. Ya no vale la culpabilidad, la Ley, las condenas. Algo nuevo se ha hecho presente. Jesús no se limita a salvarle la vida, sino que le devuelve su dignidad:

—Tampoco yo te condeno —(v.11). ¡ Qué palabras!

¿Qué pasaría por la mente de esta mujer? ¿Qué es lo que pasa por la nuestra?

Pero Jesús va más allá:

—Puedes irte y no vuelvas a pecar —(v. 11).  Sigue tu camino, levántate, recupera tu dignidad, rectifica lo que sea necesario, y no vuelvas a destruirte. Recupera tu vida, confía en ti misma, ponte en pie…

Jesús no encaja en ningún molde. Siempre sorprende. Donde los expertos en el pecado ajeno veían una adúltera, él veía una mujer que se había equivocado. Donde los conocedores de la Ley veían a alguien para apedrear, él veía a alguien a quien devolverle la vida. Si ellos sabían cómo condenar, Jesús era experto en liberar. ¿Y nosotros? ¿Tenemos todavía piedras en las manos? También sabemos qué hay que hacer con los que consideramos indignos?

O acaso hemos aprendido del Maestro. No estamos para juzgar, odiar, ajustar cuentas, ni siquiera en nombre de Dios. Hemos sido llamados a liberar, a levantar a los caídos de la misma manera que nos hemos levantado nosotros, porque también hemos oído en lo más profundo de nosotros esa voz: Yo tampoco te condeno.

Quizás deberíamos cambiar el título del relato. En vez de «La mujer adúltera», deberíamos llamarlo: «La mujer que fue sorprendida dos veces».


El cuadro de la cabecera, Jesús y la adúltera, es de Lucas Cranach el Mayor (1472-1532).

 
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