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  Nº 135
Julio-Agosto 2014
 
  Diccionario de términos bíblicos y teológicos


oración — Hablar con Dios. La Biblia recoge la idea de que Dios habla. Guía, instruye, manda, da a conocer su voluntad. Así también el Dios de la Biblia oye y escucha. Cuando el ser humano dirige a él sus palabras en voz alta —y aunque tan sólo sus pensamientos— hay Alguien al otro lado de esas palabras que toma nota de ellas y las toma en consideración. En su sentido más perfecto, entonces, la oración es un diálogo entre el ser humano y Dios.

Esta dinámica de diálogo, de hablar y escuchar —por ambas partes— es maravillosa y misteriosa. Tan misteriosa que supongo que los psicólogos tendrán sus teorías sobre lo que los creyentes creen que es hablar con Dios.

La mayoría de nosotros no oye voces en el interior de su cabeza. Algunos esquizofrénicos no solamente oyen voces sino hasta ven perfectamente representada ante sí esa persona con quien pueden entablar conversaciones enteramente convincentes. La película de 2001 Una mente maravillosa, sobre John Forbes Nash, un brillante matemático premio Nobel pero esquizofrénico, ilustra cómo se puede entablar una relación convencida con seres que ningún otro ve —y que de hecho no existen.

El caso de Nash tal vez suene como aquellos episodios del Antiguo Testamento donde el Señor (o el ángel del Señor) se aparecía y entablaba conversación con las personas. Una diferencia importante entre Nash y las conversaciones con Dios en la Biblia, sin embargo, es que exceptuando tal vez a Ezequiel —de quien se conocen episodios catatónicos— o de Isaías —que deambuló desnudo por las calles de Jerusalén— los patriarcas y profetas bíblicos parecen personas perfectamente cuerdas, cuyas vidas y existencia mejoró sensiblemente gracias a sus conversaciones con el Señor. Supongo que también se podría dudar de la cordura de Abrahán, que en un episodio muy célebre casi asesinó a su hijo por obedecer una voz interior. Pero al final no lo hizo; y además, todas las promesas que escuchó se cumplieron.

En tiempos pasados todo el mundo —en todas las religiones— hablaba con sus dioses con total naturalidad. Pero hoy día la idea de la oración se nos antoja difícil. Nos encontramos con el problema contrario al del esquizofrénico o de nuestros antepasados de otra era. Hoy cuesta asumir que haya Alguien ahí escuchando, más allá del interior de nuestra cabeza.

Pero quien es incapaz de creer que sea posible hablar con Dios, contarle nuestros problemas o expresarle gratitud, pero también sentir una confirmación interior de su amor, su perdón, su aceptación de nuestra persona, incluso su guía ante determinadas decisiones, en mi opinión se está perdiendo uno de los aspectos más bellos de la experiencia humana.

No, conversar con Dios no es una superstición de la antigüedad que ha ido desapareciendo conforme nos hemos hecho más sabios y menos crédulos y menos dependientes de que alguien nos diga lo que tenemos que hacer y cómo tenemos que vivir. Tampoco es cuestión de locos. Conversar con Dios es un privilegio al que hemos nacido toda la humanidad. Solamente falta desarrollarlo, practicarlo, descubrirlo, ahondar en ello como se ahonda en cualquier otra relación a lo largo de la vida.

Según la Biblia Dios escucha. No tiene nada decidido hasta no haber oído primero nuestras opiniones. Porque somos sus hijos, creados a su imagen, capaces de razonar y de sentir y de juzgar lo que nos parece mejor. Y de explicarle a él esa opinión a que hemos llegado o ese sentimiento que nos mueve.

Ahora bien, hay quien parece convencido de que Dios está obligado a obedecer a los que le piden con insistencia lo que desean. No sé si será que viven en familias con hijos consentidos, donde los padres ceden a todo lo que les piden para que los dejen en paz. Dios es nuestro Padre, bien es cierto, pero no admite hijos consentidos. No está él a nuestras órdenes. Ni siquiera cuando alguien se pone a «declarar» que ya ha obtenido lo que pide aunque no hay ninguna evidencia de ello. Eso tiene toda la apariencia de ser una estrategia de manipulación. Y no creo que Dios se deje manipular.

La oración, todo lo contrario de estrategias de manipulación para sacar ventaja de una relación filial con Dios, es ante todo comunión y proximidad mental y espiritual. Pedimos y esperamos pero no exigimos. Quien de verdad «conversa» con Dios, aprendiendo a hablar pero también a escuchar en silencio, jamás olvida cuál es su sitio como adorador. Nos sabemos amados por Dios pero en absoluto nos creemos ser sus iguales, sino unos privilegiados por poder descargar nuestros corazones ante él, luego descansar en él y dejar las cosas en sus manos. Que es donde mejor están.

—D.B.

 

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