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  Nº 135
Julio-Agosto 2014
 
  Discusión

Ignorancia y dogmatismo
Dionisio Byler

Uno empieza a hacerse mayor (no viejo, sólo mayor que antes) y habiendo visto muchas cosas en la viña del Señor, acaba forjándose sus opiniones. Opiniones que en mi caso, vienen de haber conocido iglesias en tres continentes a lo largo de la vida, además de una curiosidad e interés para leer lo que pasa en las iglesias en todas partes.

Es muy posible que esté equivocado, pero acabo llegando a la conclusión de que la gente más dogmática suele ser también la más ignorante.

¡Esto es interesante, en primer lugar, porque hay cosas en que se me conoce bastante dogmatismo a mí, que quién sabe si no será también fruto de mi ignorancia de las complejidades de esas cuestiones!

Recuerdo la frescura y desparpajo de mi madre cuando al fallecer mi padre, no faltó quien la pretendió consolar con la reflexión de que: «Frank está ahora disfrutando del cielo y desde allí te sigue queriendo». Comentó Anna, mi madre, por lo bajinis a una de mis hermanas: «¿Y esa qué sabe?» Hay quien tal vez se consuele ante la muerte de un ser querido con estas teorías que se enuncian con la seguridad de dogma. Pero Anna sólo tenía por seguro que aquí abajo, en esta tierra donde había que seguir viviendo, Frank ya no estaba y que cuando los hijos volviéramos cada uno a su vida con su familia, ella se iba a quedar sola, sin el compañero de los últimos 59 años.

Porque aparte de la putrefacción o la incineración de los restos biológicos de lo que fue un ser humano, todo lo demás es un misterio que desconocemos. Un misterio del que la Biblia, bien es cierto, nos deja caer alguna pista… Pero pistas en términos que es imposible saber hasta qué punto pueden tomarse como información realmente real —no figuras y metáforas. Pistas de las que hacemos bien si sacamos en limpio que es posible —eso sí— confiar en Dios sin darle más vueltas al asunto.

Sí, acaso me equivoque, pero tengo la impresión de que cuanto mayor la ignorancia, mayor también el dogmatismo.

La ignorancia como virtud

Hace unos años, después de predicar en una iglesia en Estados Unidos —una congregación de varios cientos de miembros— me llamó por teléfono uno de los que me habían escuchado y mantuvimos una conversación de una o dos horas, hablando de sus reacciones a mi predicación. Yo había tenido la ocurrencia de seguir el ejemplo de Pablo, que cuando volvió de su misión por Turquía y Grecia, informó a los hermanos en Antioquía y después en Jerusalén, de las cosas que había aprendido de los «gentiles» que aceptaban a Jesús como el Mesías de Dios. Entonces estructuré mi predicación en las iglesias que mantienen nuestro ministerio en España, en torno a dos o tres ideas que había aprendido de los cristianos españoles en estos treinta y pico años vividos aquí.

Bueno, este pobre hermano estaba hundido. Era absolutamente imposible para él imaginar que los creyentes españoles, recientemente alumbrados por su abandono del catolicismo, iban a poder tener nada que aportar a los cristianos nada menos que de Estados Unidos. La osadía de mi propuesta lo tenía decidido a abandonar la iglesia menonita, si era ese el calibre de sus misioneros a otros países. Porque la conversación derivó, en cierto momento, hacia la excepcionalidad evidente de la superioridad moral de Estados Unidos como luminar del evangelio para todo el mundo. Un país cuyas leyes, costumbres, moral, capitalismo y guerras se habían inspirado directamente en la Biblia, como bien sabe todo el mundo (según él afirmaba).

Este hermano insistió reiteradamente en retratarme como parte de un complot de lo que él llamaba academia —una palabra que en inglés viene a designar todo el entramado de la educación superior más allá de la escuela primaria o acaso secundaria. Estaba claro que en su opinión, los profesores y eruditos y sabios de este mundo —los que como este servidor escriben libros— no sólo están equivocados en prácticamente todo lo que realmente importa, sino que con sus argumentos complicados y retorcidos marean a la gente y les turban el discernimiento moral.

Aquella conversación fue para mí un claro ejemplo del planteamiento de ignorancia como virtud; estudio, investigación y conocimiento como vicio y engaño de Satanás. Una ignorancia que presume de sustituir dogma en lugar de saber, que encumbra la credulidad en lugar de la investigación y la proclama «revelación divina», incuestionable porque con ella Dios ha querido confundir y humillar a los sabios y entendidos de este mundo.

Saber confesarse ignorante

Dice el refrán que «No hay nadie más ciego que el que no quiere ver», a lo que habría que añadir que esa clase de ciego es la única que niega la posibilidad de que exista la luz, declarando embaucadores con malas intenciones a los que profesan ver.

Hay quien no quiere saber lo extraordinariamente compleja que es la evolución de la vida humana desde el momento de la concepción hasta el alumbramiento. Declaran dogmáticamente saber exactamente en qué momento —el primerísimo instante— Dios pone un alma eterna en esas células que se reproducen agitadamente para ir conformando tejidos que acabarán siendo órganos humanos.

Cuando hace treinta años nosotros vivimos en nuestra familia un aborto espontáneo a las pocas semanas de gestación, hubo quien se propuso consolarnos con la certeza dogmática de que «por lo menos» aquello había sido un alma eterna que ahora reposaba en el seno de Dios. Puede ser. Nosotros, sin embargo, preferíamos consolarnos con la idea de que no sabemos eso con certeza y que también era posible que aquello fuera más o menos parecido a una regla —aunque con algo de atraso. Nos resultaba infinitamente más triste tener que suponer que Dios nos había creado una identidad personal consciente de hijo o hija, para arrebatarle toda posibilidad de relacionarse con nosotros cuando todavía no era nada más que un manojo de células indiferenciadas.

Existe la posibilidad de que sea más sabio confesar nuestra ignorancia que montarse todo un sistema dogmático con respuestas para cada ocasión. Existe la posibilidad de que esto último sea al final más ignorante que el desconocimiento reconocido como tal.

Observo que hay personas que tienden a ser muy dogmáticas para condenar al prójimo, bastante más benignos para confesar que haya algo de gris entre el blanco y negro —que no se puede estar del todo seguro— cuando se trata de ellos mismos. Supongo que hasta cierto punto esto es natural. Uno sabe —porque lo ha vivido— las dificultades que entrañan las decisiones, la fuerza con que tientan las tentaciones a las que ha cedido uno mismo, el amor que inspira a uno a perdonar en el hijo o la hija defectos o conductas que otros considerarían escandalosas. Pero uno no lo sabe en cuanto a cómo lo viven los demás. Y en esa ignorancia del punto de vista del otro, es más fácil ceder al dogmatismo y emitir juicios tajantes.

No siempre, sin embargo, atentan los juicios tajantes del dogmatismo contra el prójimo. A veces nos hunden también en sentimientos de autocondena y culpabilidad que dificultan mucho la fe y confianza en el amor y el perdón de Dios, que es capaz de superar cualquiera de nuestras deficiencias personales.

Como puede también el dogmatismo hacernos especialmente críticos con miembros de la propia familia. Hay padres que rechazan a sus hijos adultos y los tratan con excesiva dureza cuando ellos escogen otro camino que el que intentaron inculcarles desde pequeños. Bien es cierto que Jesús indicó que había que escogerlo a él antes que a padre, madre, etc. Pero era para explicar por qué sus discípulos podían ser incomprendidos y rechazados por sus familias, no lo contrario. No para justificar que seamos nosotros quienes rechazamos y maltratamos emocionalmente a nuestros íntimos.

Pero el amor construye

Es curioso que en 1 Corintios 8,1 pone: «El conocimiento hincha pero el amor construye». El contraste no es aquí entre el conocimiento y el dogma sino entre el conocimiento y el amor. En ese contraste, el dogma —por su convicción de ser conocimiento seguro— está del mismo lado que el conocimiento de quienes han estudiado y se consideran eruditos. De un lado está el amor. Del otro están todas las teorías con que decidimos que somos superiores a los demás. (En el caso de los corintios, se trataba del conocimiento revelado en la Escritura, sobre la carne sacrificada a ídolos.)

De un lado está el amor. Del otro lado están las ideas fijas, la mente que no puede ser «confundida» con datos nuevos, la descalificación fácil del prójimo que no piensa como yo ni sigue mis reglas. De un lado está el amor, del otro lado —sí, hay que decirlo— está el dogmatismo.

Parece ser que cuando nos presentemos al final ante el Gran Juez de nuestras vidas, no nos va a interrogar sobre nuestras creencias para asegurarse de nuestra corrección dogmática. Lo que va a querer ver son nuestras obras: si es que han sido propias del amor.

 
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