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  Nº 136
Septiembre 2014
 
  Padre e hijos

Hijos e hijas de Dios
por Antonio González

En la historia de las religiones aparece con cierta frecuencia la afirmación de que «todos somos hijos de Dios». Con esto se quiere subrayar que todos los seres humanos somos hermanos y hermanas, y estamos llamados a vivir en formas solidarias y pacíficas. Las Escrituras no lo ven exactamente así. Ciertamente, Adán es considerado «hijo de Dios» (Lc 3,38), y lo que se aplica a Adán se aplica a toda la humanidad: en realidad adam significa simplemente «ser humano». El ser humano es «hijo de Dios» en cuanto creado. Sin embargo, para la Escritura, ser «hijo» significa mucho más que haber sido creado. Un hijo, o una hija, es alguien que tiene una relación cercana con su padre, y alguien que es heredero.

La relación cercana es algo que se expresa normalmente con la imagen de vivir en la casa del padre. A algunos forasteros les llama la atención el hecho de que, en los países mediterráneos, los hijos permanecen mucho tiempo en casa de sus padres, en lugar de marcharse tras cumplir los dieciocho años. Sin embargo, esto es algo normal en el mundo bíblico. Los hijos permanecían con su padre, aprendiendo el negocio, ayudándole en el trabajo, asumiendo responsabilidades, hasta heredar las tierras, el taller, o el negocio del padre. En cambio, los criados tenían que ser liberados cada siete años, dándoles los medios para que pudieran establecerse por su cuenta (Dt 15,12-15). Por eso dice Jesús que el hijo es el que permanece en la casa del padre, mientras que el criado es el que se va (Jn 8,35).

Cuando el ser humano busca a Dios, suele pensar que tiene que hacer ciertas cosas para conocerle y agradarle. Los esfuerzos éticos, ascéticos o meditativos serían el medio para llegar a Dios. Según Pablo, esto es lo que sucedía antes de la llegada de Jesús: el hijo estaba bajo la tutela de la ley, y en nada se diferenciaba de los criados (Ga 4,1-3). Cuando vivimos bajo la ley, tratando de ganar el favor de Dios con nuestros esfuerzos, nos comportamos como si fuésemos esclavos, en lugar de hijos. Pero el Hijo único vino para que ya no vivamos bajo la ley, sino para que recibamos la adopción de hijos (Ga 4,4-5). Ser adoptados como hijos significa que, por medio de Jesús, tenemos el acceso a una relación íntima con Dios, al que podemos llamar «Abba, padre» (Ga 4,6), y nos convertimos en sus herederos, destinados a vivir para siempre en la casa del Padre (Ga 4,7; Ro 4,13; 8,17).

La tentación permanente es volver atrás, hacia nuevas formas de esclavitud, propias de la religiosidad «cristiana». Aparece la idea de que solamente si guardamos ciertas normas, ritos y costumbres seremos verdaderamente hijos de Dios (Ga 4,8-11). Pero el ser hijos de Dios no depende de nosotros, de lo que hagamos o dejemos de hacer. Es una decisión gratuita de Dios, basada y mostrada en Jesús. La adopción se recibe gratis, por la fe. Cuando pensamos que ser hijo de Dios depende de nosotros, es como si despreciáramos todo lo que Jesús ha hecho en favor nuestro (Ga 4,11; 2,21).

Es importante saber que Jesús tuvo la misma tentación que nosotros. En el bautismo, Dios lo declaró como su Hijo amado, en quien se complace (Mt 3,17). A continuación, vienen las tentaciones. Se trata de esa voz que dice: «Si eres hijo de Dios…» harás esto o lo otro (Mt 4,3). No son necesariamente cosas malas. ¡Qué bueno sería convertir las piedras en pan! El problema está en la frase condicional, que dice «si fueras» hijo de Dios. Una voz nos dice que un verdadero hijo o hija de Dios haría muchísimas cosas más de las que hacemos… Una voz nos dice que un hijo o hija de Dios no haría tal cosa que hemos hecho… La tentación es esa voz que trae acusación, miedo, ansiedad, condenación. La respuesta de Jesús, modelo de nuestra respuesta, fue simplemente no hacer nada… Y confiar en la palabra que sale de la boca de Dios.

Esa palabra nos dice hoy, también a nosotros, hijos adoptivos, que somos hijas e hijos sin condiciones. Que Dios nos ama sin condiciones, antes de que nosotros le amemos (Ro 5,8; 1 Jn 4,19). Que Dios se complace en nosotros, no por lo que hacemos, sino por lo que Jesús hizo. Somos «justicia de Dios en Cristo», es decir, la expresión viva de la fidelidad de Dios a todas sus promesas (2 Co 5,21). Todos nuestros pecados fueron perdonados, por adelantado, en Cristo. Nada nos separará del amor del Padre (Ro 8,28-39).

Las palabras «diablo» o «satán» significan originariamente «acusador». Y es que la principal de las tentaciones en la vida cristiana es creernos las múltiples acusaciones que dicen que, para ser hijos de Dios, tenemos que hacer ciertas cosas, o que si fuéramos hijos de Dios, no habríamos hecho ciertas cosas (Ap 12,10). ¿Cómo se supera esa tentación? El libro del Apocalipsis dice que «ellos lo vencieron por medio de la sangre del Cordero y por la palabra del testimonio de ellos». El antídoto de toda acusación es el recuerdo de la muerte de Jesús por nosotros, y la palabra que sale de la boca de Dios, para decirnos quiénes somos verdaderamente. Todas las cosas grandes que podamos hacer por Dios no son medios para conseguir su amor incondicional. Al contrario: son acciones que solamente son posibles cuando estamos convencidos de que su amor es incondicional (Ap 12,11).

 
Rituales cristianos de transición:
  1. Dedicación al Señor de hijos y padres
  2. Mayoría de edad espiritual
  3. Fin de estudios secundarios / Inicio de vida laboral o de carrera universitaria
  4. Bautismo / Ingreso formal a la iglesia como miembro
  5. Boda
  6. Reconocimiento formal para algún ministerio
  7. Parto
  8. Dedicación de padres e hijos al Señor
  9. Unción con aceite por enfermedad
  10. Fin de la vida laboral / Inicio de vida de jubilado
  11. Defunción de pareja / Divorcio
  12. Funeral

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