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  Nº 138
Noviembre 2014
 
  Necesitados

Recibir a los débiles y necesitados
por A. Grace Wenger, Dave & Neta Jackson [1]

Queremos recibir a todos los que llegan a nuestra puerta en la comunidad de Cristo. Pero, ¿qué es lo que supone recibir de verdad a «todos» en la asamblea de los creyentes?

Sara Phillips tenía 27 años y se estaba muriendo. Padecía de ELA (esclerosis lateral amiotrófica), una enfermedad degenerativa de los nervios que no tardaría en matarla. El instituto de rehabilitación había hecho todo lo que podía para ayudarla a afrontar lo que le estaba sucediendo tan rápidamente en el cuerpo. Pero Sara no quería pasar sus últimas semanas de vida en una institución. Quería volver a su apartamento unas dos semanas mientras su madre se preparaba para recibirla, para después pasar sus últimos días con su madre, que vivía en otro estado. La proveyeron de una enfermera que la acompañase de día, pero a Sara la aterraba dormir. Su padre había muerto de ELA mientras dormía, algunos meses antes.

Sara no era cristiana. Pero Jerry Bogatz le había hablado de la Iglesia Reba Place de Evanston, Illinois —antes de que se manifestara su dolencia. Jerry, un miembro de Reba, se mantuvo en contacto con Sara cuando su enfermedad se diagnosticó y empezó a progresar. Cuando el matrimonio Bogatz la trajo a la iglesia, fueron muchos los que se acercaron para darle la bienvenida. Una fue Martha Cooper, una parapléjica que conoce bien la agonía de vivir en un cuerpo que no funciona correctamente. Cuando Sara salió del instituto de rehabilitación, preguntó al matrimonio Bogatz si no sería posible que algunas mujeres de la iglesia la pudieran acompañar durante las noches.

¿Qué hacer con la petición de Sara? La iglesia podría haberle pagado una habitación en un hogar para discapacitados. Podría haberle animado a irse con su madre antes de lo previsto. Esas dos opciones podrían haber cumplido con el deber cristiano. Además, habrían evitado alterar los ritmos de vida de nadie. Pero ella había pedido a la iglesia unos cuidados personales.

La cuestión legítima planteada tenía una sola dimensión: Sara había pedido la ayuda de la iglesia. ¿Se la darían los miembros?  

¿Recibiría Sara al Señor si la iglesia la cuidaba? ¡Imposible saberlo! No era justo responder motivados por esa idea. La cuestión legítima planteada tenía una sola dimensión: Sara había pedido la ayuda de la iglesia. ¿Se la darían los miembros?

Después de considerar las consecuencias con detenimiento, unas 16 mujeres se ofrecieron para pasar noches con Sara, de dos en dos.  En algunos de los casos, las voluntarias tuvieron que buscar alguien que pasara la noche con sus hijos. Hicieron ajustes en sus actividades, dejaron de lado otras obligaciones con la iglesia, se dispusieron a vivir con cansancio y sueño el día después de su turno. Aparte de ellas, otras 17 personas se comprometieron a apoyar con oración por Sara y sus cuidadoras. Poco a poco fue tomando forma un plan y surgió la disposición a brindar esa ayuda.

Las voluntarias normalmente permanecían despiertas mientras dormía Sara. Calmaban su sensación de pánico cuando se despertaba, le comunicaban el amor de Dios, la ayudaron a hablar acerca de su muerte inminente. Le dieron todos los cuidados físicos, desde darle de comer hasta moverle un pie a una posición más cómoda. A esas alturas todavía podía hablar y mover la cabeza. Pero siempre existía la posibilidad de que los pulmones de Sara dejaran de recibir señales del cerebro para seguir respirando.

El ministerio a los necesitados, en resumidas cuentas

La labor de ministrar a Sara parecía inmensa, pero también prometía ser breve. La mayoría de nosotros nos podemos movilizar para actos de compasión de corta duración. Padecemos más ambivalencia cuando parece que nos vamos a cargar con un servicio permanente con personas débiles o trastornadas. ¿Acaso seremos capaces de construir una congregación de fieles fuertes y maduros, si todo nuestro tiempo va a acabar acaparado por personas necesitadas?

No faltan exhortaciones en la Escritura, a recibir y servir a los pobres, los débiles, los necesitados. Jesús «vino a buscar y salvar a lo que se había perdido» (Lu 19,10), «a predicar la buena noticia a los pobres» (Lu 4,18ss.); y nuestra propia salvación viene vinculada a cómo servimos a los más pequeños entre los hermanos de Jesús (Mt 25,34-36). Pero normalmente esperamos que esas personas necesitadas se transformen rápidamente en fuertes y maduras. ¿Qué pasa si esto no sucede? ¿Qué debemos hacer cuando es previsible que los necesitados sigan necesitados durante mucho tiempo? ¿En ese caso, cómo conseguiremos una congregación «equilibrada»?

Como es el caso en un número creciente de iglesias hoy día, Reba Place está dividida en grupos pequeños de unas doce personas cada uno. Cada grupo tiene un líder reconocido y también varias personas maduras de apoyo, que contribuyen a su estabilidad. Entonces, a ese tipo de círculo, es posible invitar a cristianos nuevos, a «hermanos y hermanas más débiles», a personas necesitadas y hasta trastornadas.

Ha sido un buen modelo, aunque esas categorías no siempre han resultado ser del todo útiles. Las categorías no son siempre tan claras. Los más fuertes, los de mayores éxitos en el grupo son a veces personas hondamente necesitadas. Y esos que tendemos a ver como fundamentalmente necesitados, han aportado dones que en determinadas circunstancias eran los más esenciales.

Las categorías no son siempre tan claras. Los más fuertes, los de mayores éxitos en el grupo son a veces personas hondamente necesitadas. Y esos que tendemos a ver como fundamentalmente necesitados, han aportado dones que en determinadas circunstancias eran los más esenciales.  

Martha, por ejemplo, fue una de las organizadoras más esenciales para el ministerio que se brindó a Sara, si bien Marta misma está limitada a una silla de ruedas. Su discapacidad ha desarrollado en ella una fuerza interior y una compasión que otros muchos carecen. Michele, una enfermera, fue otra de las organizadoras. Pero es una madre soltera que en su día había tenido que recibir mucho apoyo de otros en la iglesia.

En tiempos más recientes la iglesia se ha estado fijando mucho menos en quién es o no «necesitado», para dedicar mayor atención a la cuestión de dones espirituales. La analogía bíblica de la iglesia como un cuerpo, indica que cada miembro tiene un papel esencial, cada miembro necesita a todos los demás miembros, y esos miembros que parecen los menos agraciados en realidad son los que hay que tener en mayor estima.

Reconocer los dones espirituales no impide que se organicen los grupos pequeños de la iglesia procurando un equilibrio; pero ya no es posible imaginar que el ministerio siempre irá en una única dirección.

La intolerancia con los débiles y necesitados

A pesar del acuerdo entre los cristianos sobre lo que deberíamos hacer, es a veces difícil recibir adecuadamente a los débiles. Nos tememos que si de verdad abrimos los brazos acabaremos siendo un imán que atrae un número insostenible de personas necesitadas. El amor es tan raro en este mundo, que ese temor no carece de fundamento. En la iglesia de Reba no han podido incorporar a todos los que han acudido. A veces se han visto desbordados y han tenido que echar el freno. Resulta imposible hallar lugar para todo el mundo en los grupos pequeños, que es el entorno fundamental para el ministerio.

Pero hay otros motivos, más insidiosos, por los que desentendernos de los débiles y los necesitados.

1. No queremos dejar de atraer a los que tienen éxito y dones que aportar. La filosofía moderna de mercadotecnia nos dice que una congregación llena de profesionales de carrera universitaria, probablemente atraerá a otros de esa clase. Después de todo: ¿quién iba a querer asociarse con un grupo de perdedores?

Cuando uno contempla la congregación de Reba los domingos por la mañana, normalmente ve una docena o más de personas que proceden de Ridgeview, un hogar para discapacitados mentales. Algunos están en silla de ruedas. Luego están los refugiados centroamericanos y un grupo importante de refugiados camboyanos, amén de blancos y unos pocos negros y orientales —una auténtica mezcolanza.

Como admitió un miembro: «Me sentí azorado el día que entró rodando en silla de ruedas un hombre con un gorro inmenso de tela decorado con publicidad de una campaña política, del que pendían sobre su frente unas plumas violetas y amarillas. Un sarape sucio rodeaba sus hombros y se sentía su olor corporal a los tres metros. Del manillar de su silla colgaba una bolsa con algo que parecía ser un hueso, con el rótulo: “En caso de ataque epiléptico”.

«No pude evitar la preocupación de que algo muy desagradable estaba por suceder. Me preguntaba cuántas veces nuestra asamblea de tarados había ahuyentado visitas más refinadas.»

Debilidad

2. Queremos una religión poderosa, transformadora. Para algunas personas que asisten a la iglesia, el éxito espiritual puede ser una meta incluso más ansiada que el éxito material. ¿Es acaso nuestra fe tan poderosa, si se da el caso de que muchos entre nosotros son personas con trastornos emocionales, tarados, tullidos y hasta pecadores? Es fácil sentir eso. Podemos preguntarnos: ¿Es verdad que aquí reina el Señor?

Un domingo después de una predicación sobre la oración, una miembro de Reba se puso de pie y sugirió que la congregación debía orar insistentemente por la curación física de Sara. Sara no estaba presente, pero, ¿era posible asumir ese riesgo? ¿Y si Dios no la sanaba? ¿Y si se moría? Entonces, ¿dónde había que buscar ese poder espiritual?

La congregación sí que oró: una petición sencilla y directa ante Dios. Pidió que Dios la sane y le conserve la vida. No alegaron conocer la voluntad de Dios; tampoco exigieron que Dios respondiera afirmativamente. Pero expusieron a Dios lo que deseaban fervientemente.

3. No nos gusta contarnos entre los auténticamente necesitados. ¿No será que Dios deja entre nosotros algunas personas visiblemente discapacitadas, sin sanar, para recordarnos a todos que estamos todos necesitados y sin embargo somos capaces de dar? Ese ha sido uno de los efectos en las congregaciones que han recibido a discapacitados. Si ese es el caso, debemos a los discapacitados entre nosotros una deuda inmensa. Porque si no fuéramos conscientes de nuestras propias debilidades, podríamos perder nuestro sentimiento de dependencia de Dios. Y eso sería desastroso.

Pero la naturaleza humana nos impulsa a querer negar esa dependencia. Esto puede llevarnos a ser poco tolerantes con aquellos cuya necesidad es más visible.

La grandiosidad, un peligro más inminente

La intolerancia con los débiles y necesitados puede hallar otra expresión, aparte del rechazo rotundo. Puede manifestarse en una mentalidad compulsiva de arreglarlo todo. Sí, los débiles y los necesitados serán recibidos, pero sus vidas tienen que enmendarse y rápidamente. Empezamos a hacer de Dios. Bien sea con medidas radicales para salvar un matrimonio, con técnicas dramáticas de consejería para rescatar a los trastornados emocionales, o bien con esfuerzos de presión para reformar al miembro que ha caído en pecado, procedemos sin reconocer obstáculos, insensibles por ese pequeño margen de éxito que nos permite ignorar nuestro error.

Tristemente, muchas iglesias y comunidades eclesiales que se han especializado en «ministerios de curación» han acabado teniendo que vérselas con las secuelas de un intervencionismo exagerado: los que ministraban, quemados; escándalos de abusos de autoridad; personas que resultan más heridas que ayudadas. Las palabras de David en el Salmo 131 nos pueden guiar a una perspectiva más modesta:

Señor, mi corazón no es arrogante
ni altivos mis ojos;
no persigo dignidades
ni cosas que me superan.

Estoy en calma, estoy tranquilo,
como un niño en el regazo de su madre,
como un niño, así estoy yo.

Confía en el Señor, Israel,
desde ahora y para siempre
(La Palabra).

La Iglesia Reba Place, en su lucha con la tendencia a responsabilizarse en demasía, a intervenir más de la cuenta, ha estado intentando aprender un sentido más modesto de responsabilidad y, con él, la paciencia para vivir con lo que no son capaces de cambiar. El caso de Sara ha resultado esclarecedor. Aparte de la intervención milagrosa de Dios, la muerte de Sara en pocas semanas era segura. No había nada que pudieran hacer para remediarlo. No estaban llamados a salvarle la vida y solamente Dios podía salvarle el alma. Lo que se exigía de ellos era mucho más sencillo: cuidarla durante un tiempo limitado y compartir con ella la Buena Noticia. El amor de Dios se hizo presente para Sara en las personas que la cuidaron. Cómo había de responder ella, quedaba entre ella y el Señor.


1. Traducido de Witness. Empowering the Church, por A. Grace Wenger, Dave & Neta Jackson (Scottdale y Kitchener: Herald, 1989), pp. 155-160.

 
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Si no fuéramos conscientes de nuestras propias debilidades, podríamos perder nuestro sentimiento de dependencia de Dios. Y eso sería desastroso.