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  Nº 139
Diciembre 2014
 
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  El infierno no es otra cosa que la posibilidad gratuita de negarse a la gracia, de optar por la separación definitiva de Dios. Es la libre posibilidad de no querer sentarnos por toda la eternidad a la misma mesa con los publicanos y los pecadores.

La gracia y el infierno
por Antonio González

Contra lo que se suele pensar habitualmente, no fueron los teólogos «liberales» o «humanistas» los que, en los tiempos modernos, pusieron en cuestión la idea de que Dios, en el «juicio final», condenará a algunos seres humanos a pasar la eternidad en el infierno, en llanto y crujir de dientes.

Autores más bien pietistas y biblicistas como Johann A. Bengel en el siglo XVIII o su discípulo Friedrich Chr. Oetinger defendieron la tesis de que, finalmente, en Cristo serían reconciliadas todas las cosas. La idea fue retomada por Johann Christoph Blumhardt, en el contexto del avivamiento alemán del siglo XIX.En el siglo XX fue Karl Barth, nada sospechoso de liberalismo, quien tendió a defender el llamado «universalismo», en el sentido de que Dios, finalmente, restauraría a toda su creación. La razón posiblemente es la siguiente: la posibilidad de una condenación eterna pone el acento en lo que el ser humano hace o deja de hacer para salvarse.

El humanismo, en realidad, siempre está centrado en el ser humano. En cambio, los autores que subrayan la gracia y la iniciativa de Dios, confían en que finalmente esa gracia alcanzará a toda la creación, incluyendo a los pecadores, a los incrédulos, y también al mismísimo diablo...

Desde el punto de vista de la Escritura, podemos encontrar textos en ambas direcciones. Algunos pasajes parecen favorecer la idea de una reconciliación final de todas las cosas creadas en Cristo (Ef 1,10; Col 1,20; 1Co 15,22; Ro 11,32). En cambio, en otros textos bíblicos encontramos muy claras advertencias sobre la posibilidad de una condenación eterna (Mt 7,13-14; Mt 25,31-46; Mc 9,42-48; Lc 16,22-31; Flp 3,19; 1Co 1,18; 2Co 2,15; etc.). Por supuesto, esta aparente «contradicción» en los textos bíblicos se puede tratar de superar, en una dirección o en otra.

No se trata de ignorar los pasajes que no nos gustan.

Se puede decir, por ejemplo, que los textos relativos a una condenación señalan una situación que no será eterna (porque el término griego traducido por «eterno» (aiónios) en realidad se refiere a un «eón», y no a la eternidad de Dios), y que finalmente triunfará la misericordia de Dios, en una nueva creación. O se puede decir, en el sentido inverso, que los textos que hablan de una restauración de todas las cosas en realidad no hablan del resultado del «juicio final», sino más bien de los propósitos eternos de Dios. Pero que Dios, finalmente, respetará la libertad del ser humano, para decidir en favor o en contra de Él.

Desde un punto de vista teológico, hay que hacer varias observaciones. Ante todo, parecen insuficientes las reflexiones que piensan desde el punto de vista de la justicia retributiva. Unos dicen que Dios, para ser justo, tendrá que condenar a los malvados e incrédulos. Otros dicen que el Dios que nos manda perdonar a todos no puede ser tan incoherente como para él mismo no perdonar. Sin embargo, en ambas perspectivas se piensa el «juicio final» como un tribunal donde se ejerce la justicia retributiva o donde se interrumpe el ejercicio de esa justicia mediante el perdón.

Pero tal vez no se trate de esto.

Tal vez lo decisivo del juicio, como vio el evangelio de Juan, se juega en nuestra propia aceptación del perdón incondicional de Dios: el que cree en el perdón ofrecido por Jesús no es condenado, mientras que el que no cree, ya ha sido condenado (Jn 3,18). También se podría traducir: el que cree no es juzgado, mientras que el que no cree ya ha sido juzgado. Significativamente, los pasajes en los evangelios sinópticos en los que Jesús nos advierte sobre el «infierno» (gehenna, el basurero de Jerusalén) son exhortaciones a nuestra propia libertad para decidir delante de Dios. Tal vez el «juicio final» alude ante todo al hecho de que en nuestra propia vida podemos tomar decisiones definitivas respecto a nosotros mismos, y a nuestro destino final.

Ahora bien, si nosotros somos los que decidimos, podemos estar banalizando la gracia de Dios. Como si la gracia de Dios fuera una mera posibilidad, que nosotros podemos aceptar o rechazar. En ese caso, parecería que todo depende del ser humano, y no de Dios.

Ahora bien, si afirmamos la soberanía de la gracia de Dios, de modo que nada dependa del ser humano, parecería que sólo tenemos tres grandes soluciones.

(1) O afirmamos como los calvinistas la «doble predestinación», de modo que Dios desde la eternidad habría destinado a unas personas a salvación y otras a perdición, con independencia de sus decisiones.

(2) O afirmamos que Dios predestinó a todos a la salvación, y todos se salvarán, lo quieran o no. Aquí el calvinismo se torna en un presunto humanismo que no cuenta con el hombre, y en un presunto liberalismo que ignora la libertad.

(3) O reformamos el calvinismo y afirmamos, como Karl Barth, que Dios solamente destinó a un ser humano a la condenación, y ese ser humano fue Jesús, que cargó con todo el abandono de Dios, para que nadie nunca más experimente ese abandono. En cualquiera de los casos, la libertad humana desaparece, y Dios decide desde siempre cuál ha de ser nuestro destino final.

Tal vez haya otra posibilidad que no niegue la gracia. Es muy importante subrayar que la salvación es una gracia, y no un mérito del ser humano. Si por nosotros fuera, moriríamos en la eterna separación de Dios. Es importante también subrayar que esa gracia no es una gracia barata, sino muy cara: estamos salvados gracias a la obra de Jesús. En este sentido, es atinada la expresión de Barth: Dios solamente predestinó a un ser humano a la condenación, y ese ser humano fue Jesús. Dios quiso cargar él mismo con la separación de Dios. En Cristo, Dios experimentó el abandono de Dios, para que nadie tenga que cargar con ese abandono. Precisamente en Cristo vemos la voluntad de Dios de que todos los seres humanos se salven.

Donde falla la afirmación «calvinista» de la gracia, en sus diferentes versiones, es en la idea de que la gracia se opone a la libertad humana.

 

Donde falla la afirmación «calvinista» de la gracia, en sus diferentes versiones, es en la idea de que la gracia se opone a la libertad humana.

Da la impresión, en muchas reflexiones teológicas, de que cuanto más se afirma la libertad humana, menos lugar queda para la gracia. E, inversamente, cuanto más se afirma la gracia de Dios, menos lugar queda para la libertad. Pero este modo de pensar choca abiertamente con un principio bíblico fundamental, que es justamente la idea de que la gracia de Dios crea y afirma la libertad del ser humano. La creación misma es una obra de gracia, y en ella el ser humano es destinado a la libertad respecto a todas las criaturas.

La elección de Abraham no se basa en ningún mérito previo de Abraham, y sin embargo Abraham recibe una nueva libertad: la libertad de la fe. La salida de Egipto no se basa, como insiste el Deuteronomio, en un mérito previo de Israel. Sin embargo, los israelitas son invitados a caminar en libertad, para ser un pueblo libre. Del mismo modo, la obra de Jesús consiste en hacernos libres (Jn 8,36), y allí donde está su Espíritu Santo, está la libertad (2Co 3,17).

El asunto, entonces, no consiste en que a la gracia se le añada «pelagianamente»[1] una migaja de libertad, para no darle toda la gloria a Dios, sino darle un poco de esa gloria al ser humano. Lo que sucede es que esa gracia de Dios incluye la libertad. La gracia no es la presencia imponente de un Dios cuyo poder anula la libertad humana. La gracia es concedida con la autoridad de un Dios que ha querido manifestarse precisamente en la debilidad. De hecho, el mensaje en el capítulo 25 del evangelio de Mateo habla precisamente de la salvación de aquellas «naciones» (goyim, gentiles) que, desconociendo a Jesús, lo encuentran en la debilidad de los pobres y marginados.

No podríamos rechazar la gracia si no fuera por la gracia misma de Dios, que nos hace libres. La gracia de Dios es tan maravillosa, que ella nos da incluso la libertad de rechazarla. Por eso toda la gloria es de Dios. El que podamos aceptar o rechazar los regalos no añade nada a esos regalos. Si el regalo incluye la libertad de rechazarlo, todo es gracia.

El infierno, por ello, nos habla de la gracia de Dios, de su don de una libertad completa y radical, incluso frente a la gracia, incluso frente a Dios mismo.

El infierno no es otra cosa que la posibilidad gratuita de negarse a la gracia, de optar por la separación definitiva de Dios. Es la libre posibilidad de no querer sentarnos por toda la eternidad a la misma mesa con los publicanos y los pecadores. Esta libertad, en lugar de negarle algo a la obra de Dios en Cristo, la subraya radicalmente. Solamente por medio de Cristo tenemos la libertad completa a la que fuimos llamados. Solamente porque Cristo experimentó el abandono de Dios, podemos esperar una reconciliación libre de toda la creación con Dios.

La voluntad de Dios, desde el inicio de la creación, es la libertad del ser humano. Por esa libertad murió Cristo. Una restauración de todas las cosas sin el ejercicio definitivo de la libertad del ser humano no sería verdadera restauración. Una restauración final de todas las cosas en la que el ser humano no pudiera decidir su destino, no sería el triunfo escatológico de la gracia manifestada por Dios en Cristo. La restauración final de todas las criaturas solamente puede ser esperada como el triunfo de la gracia radical que nos hace libres.


1. En el siglo V, Pelagio argumentó contra Agustín de Hipona, que el ser humano es libre para determinar su destino.

 
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Tal vez el «juicio final» alude ante todo al hecho de que en nuestra propia vida podemos tomar decisiones definitivas respecto a nosotros mismos, y a nuestro destino final.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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