Iglesia evangélica
El órgano de tubos, un elemento embellecedor frecuente en iglesias evangélicas.

Estética evangélica
por Félix Ángel Palacios

El filósofo español López Aranguren, en su ensayo titulado Catolicismo y protestantismo como formas de existencia (1952), realiza una interesante comparativa sobre cómo entienden la vida y a Dios los católicos y los protestantes. Para él, la Iglesia Católica es la portadora del espíritu latino histórico de la Roma clásica, la heredera cultural de la Antigüedad.

Censura el insigne pensador «la ausencia de imágenes y metáforas, de toda poesía» que caracteriza al protestantismo en general, principalmente a los calvinistas, a quienes ve como «gentes tristes, graves y secamente austeras, hostiles al goce». Por el contrario, afirma, el alma del católico es figurativa, disfruta de la vida porque se siente tranquilo con el mundo y con Dios, protegido por la Iglesia e identificado con esa belleza formal del rito y los templos católicos, cuyo atractivo es tan sumamente poderoso, que artistas y estetas corren el riesgo de «un catolicismo vivido desde un punto de vista puramente estético».

No soy artista ni experto en el tema, pero esto me hace pensar en los aspectos estéticos del cristianismo evangélico:

  1. ¿Qué comunican nuestros templos?, y
  2. ¿Qué inspiramos como evangélicos?

«El arte es la forma primaria de la vida, y sin belleza no hay verdad», afirmaba el poeta alemán Stefan George[1]. «La belleza conduce al bien», intuía Platón, quien veía en el amor la búsqueda activa de la belleza y la verdad. Para Fromm, psicoanalista que se consideraba a sí mismo un místico ateo, el amor es un arte y como tal requiere disciplina, concentración, paciencia y excelencia. «Todos están sedientos de amor —sigue diciendo— […] Para la mayoría de la gente, sin embargo, el problema del amor consiste fundamentalmente en ser amado, no en amar»[2]. Si amar es comprometerse con el arte y la verdad, buscar la belleza y donarla, este mensaje no debería pasar inadvertido para los discípulos de Cristo. 

La estética refleja la ética[3]. Las formas derivan de un porqué. El significado está ligado al significante. Los gestos expresan tanto o más que las palabras. De la abundancia del corazón habla la boca (Lc 6,45). Yo te mostraré mi fe por mis obras (Stg 2,18). Todo esto habla de una realidad invisible manifestada en lo material.  Los protestantes, sin embargo, embebidos tradicionalmente en «la iconoclasia de la pura interioridad»[4], todavía no lo hemos entendido.

Nuestro hermano Miguel Vieira, licenciado en arte dramático y técnico de cultura en la Junta de Castilla y León, cree equivocada la elección de la iglesia al arriar la bandera del Arte. Vieira afirma, además, que el artista cristiano refleja la cosmovisión cristiana en lo que crea, y que haciéndolo practica la verdad. Si en el corazón del creyente habita el Espíritu Santo, el Artista por antonomasia, ¡en algo se tendría que notar!

Todo lo que Dios hace manifiesta sabiduría y ciencia, armonía y equilibrio, sensibilidad y delicadeza en grado sumo, pues traduce lo que Él es. Hay tanto amor vertido en la Creación, tanta belleza, que contemplarla nos coloca inevitablemente ante el compromiso de reconocer en ella a su Autor, una gratitud que no siempre estamos dispuestos a dar (Ro 1,20-21). Por si fuera poco, la entrega del Hijo para salvar a un mundo perdido es de una hermosura moral sobrecogedora, inigualable, infinita.

El aprecio de Dios por la excelencia espiritual y material resulta evidente a lo largo de toda la Biblia. Las formas deliciosas del arca de la alianza, el tabernáculo y su contenido, las vestiduras sacerdotales, etc., apuntan a una realidad espiritual. Yo he llamado a Bezaleel, y lo he llenado del Espíritu de Dios, en sabiduría y en inteligencia, en ciencia y en todo arte, para inventar diseños… (Ex 31,2-4). Las leyes que instruían al pueblo y lo preservaban, trasudaban igualmente el atractivo del Espíritu divino. Incluso la forma de acampar Israel en el desierto asombraba al espectador: ¡Cuán hermosas son tus tiendas, oh Jacob, tus habitaciones, oh Israel! (Nm 24,5-6).

Tiene razón Aranguren: la Iglesia Católica ha creado una ingente cantidad de arte, asombroso y emocionante, y no solo en lo que se refiere a esa iconografía tan aborrecida por judíos y protestantes. Israel supo crear un arte propio en lo arquitectónico y lo decorativo, el arte judío, en consonancia con el Dios que diseñó personalmente su lugar de culto, su liturgia, sus fiestas, etc. Conscientes de que contenido y continente van de la mano, los hebreos han sabido expresar estéticamente desde hace más de tres mil años una realidad espiritual sencilla pero única, demostrando que se puede mantener el equilibrio entre el arte y el aniconismo, el rechazo a las imágenes como objetos de culto tal como ordenó Dios a Moisés.

También las primeras iglesias nos legaron el arte paleocristiano: catacumbas y domus ecclesiae eran embellecidas con crismones, panes y peces, representaciones del Cordero, etc., que expresaban su fe y otras muchas cosas tan hermosas como reales. Era un arte para el consumo interno, y su estilo impresiona por recatado, sencillo, intenso y sincero. ¿Por qué nosotros no hemos hecho lo mismo?

Aún no entendemos que el arte, en todas sus manifestaciones, no es incompatible con el mensaje del Evangelio y que lo comunica de manera magnífica en sintonía con la estética divina. Lamentablemente, cinco siglos de Reforma Protestante no han sido suficientes para que los evangélicos demos con un estilo que nos defina como pueblo que se alegra en su Dios, que se relaciona con Él prescindiendo de boatos e intermediarios, y que celebra existencialmente la Redención efectuada a su favor por Cristo.

Pese al elevado número de artistas nacidos en el seno del protestantismo desde el siglo XVI, principalmente músicos y pintores, nuestros lugares de culto dejan en general mucho que desear desde el punto de vista estético o, lo que es peor, transmiten un mensaje de austeridad y sequedad visual que asusta. «¡Oiga, que no somos Salomón!», y es verdad, pero no debemos confundir limitación de medios con pobreza de ideas o mal gusto, y ejemplo de ello nos lo dan aquellas personas de condición humilde pero enormemente dignas en su porte. Lo sencillo no es sinónimo de feo, ni lo funcional tiene por qué ser triste o burdo.

El minimalismo, esa corriente artística que considera que «menos es más», nos sirve también de ejemplo: prescindiendo al máximo de los objetos decorativos, utiliza solo aquello que realza la pureza de líneas y la armonía del lugar. La minimalista sencillez de los lirios del campo, ensalzada por el Señor Jesús, contiene más alegría y elegancia que los vestidos del propio Salomón (Mt 6,28-29), y nos recuerda que lo magnífico y lo majestuoso no siempre se corresponde con lo caro. Es más, la sobrecarga estética y la ostentosidad pueden ser tan desagradables a la vista y estar tan alejadas de la virtud como el mayor de los vicios.

Ventana
  En iglesias evangélicas sin vidrieras de color, las ventanas suelen permitir admirar las copas de los árboles.

Como señalábamos al principio, la iconoclasia de la pura subjetividad, el énfasis en la interioridad, nos ha alejado históricamente a los protestantes del contacto con la esfera del arte como forma de expresar nuestra fe y esperanza. En consecuencia, nuestros lugares de culto no comunican ni la mínima parte de lo que somos ni lo que tenemos por la gracia de Dios, es más, muchos de ellos evidencian más el poco atractivo de una condición humana alejada naturalmente de Dios que la belleza de la nueva vida en Cristo.

Resulta paradójico proclamar la presencia de Dios entre nosotros, enfatizar una relación personal con Él, desatendiendo al mismo tiempo el lenguaje estético con el que nos comunicamos con los demás. Podemos entender la reacción pendular en los inicios de la Reforma contra el abuso de la Iglesia de Roma en este sentido, o el énfasis en que la virtud moral está por encima de los adornos externos, pero prescindir de toda licencia estética en aras de una pretendida sobriedad evangélica y para dejar claro que rechazamos lo vano, no parece ajustarse a la exultante realidad espiritual en la que vivimos.

Somos lo que parecemos, lo que nos debería preocupar como evangélicos. Nuestra renuencia a utilizar el lenguaje visual no se reduce únicamente a lo arquitectónico o lo decorativo de nuestros templos. Las otras áreas de nuestro vivir diario, aquellas tan enfatizadas como «el testimonio del creyente», discurren a menudo por estos mismos parámetros de pobreza gestual, descortesía y mal gusto aun entre hermanos en la fe, una dureza de formas totalmente contraria a la ternura y la exquisitez del corazón de Cristo, pero acorde con la escenografía en la que nos envolvemos. Por tal motivo, muchos creyentes dudan seriamente a la hora de invitar a alguien con un mínimo de sensibilidad a acudir a su iglesia.

Renunciar a izar la bandera del arte supone crear entornos eclesiales poco inspiradores, por decirlo de manera suave. A veces son estéticas heredadas de situaciones pretéritas difíciles, pero por lo general siguen lo que marca el mejorable gusto de la organización a la que pertenece la iglesia, del pastor y su señora, etc. Tristemente, cuando algún templo evangélico llama la atención, lo hace por lo recargado y estridente, una estética absurda en consonancia con la megalomanía de sus pastores. Este panorama nada alentador traduce un desequilibrio interno, un alma empobrecida, alejada pavorosamente de una de las facetas más atractivas y asombrosas de nuestro Padre: la belleza de las cosas. Eras perfecta a causa de mi hermosura que yo puse sobre ti, dice Jehová el Señor (Ez 16,14).

Esta estética evangélica,llamémosla así, por demás anodina, no hace justicia a un pueblo en cuyo corazón hay un tesoro colosal, una fuente inagotable de vida que transforma cuanto toca y embellece todo el abanico de la existencia. El hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca lo bueno (Lu 6,45). Somos imagen de Dios y templo del Espíritu Santo, por lo que la presencia del Eterno se halla por partida doble en el alma del creyente, una realidad que, sin embargo, es desdeñada visualmente entre nosotros.

En resumen, y volviendo a las preguntas del inicio, podríamos decir que:

  1. La estética habla de ética, las formas del fondo, un lenguaje que los evangélicos deberíamos saber manejar.
  2. La Iglesia posee una realidad espiritual única, un mensaje extraordinario incompatible con lo burdo, lo seco, lo triste y lo displicente que transmiten nuestros templos o nuestra forma de ser y de relacionarnos.
  3. Nunca hay una segunda oportunidad para causar una primera impresión. Nuestros entornos eclesiales son escaparates que confirman o contradicen lo que tenemos en Cristo. Plasmar en ellos las verdades que proclamamos exige utilizar un lenguaje visual que nos haga justicia como pueblo de Dios.

¡Cuán grande es su bondad! ¡Cuánta su hermosura! (Zac 9,17).

¿Y estética anabautista?

Me encanta que Félix haya decidido compartir las reflexiones a que le inspira la lectura de este libro sobre estética cristiana.

La tradición anabautista ha resultado muy diversa en cuanto al tipo de lugares de culto. Empezando como movimiento clandestino, en muchos lugares, y a veces durante siglos, no pudieron tener edificios propios para el culto. Se reunían en casas particulares o en edificios propios pero disimulados.

La tradición evangélica siempre dio protagonismo a la predicación de la Palabra, por lo que el púlpito desde donde se predicaba se ha encontrado habitualmente al frente y centro de las iglesias. Ha sido también habitual, al frente, un «altar» o mesa donde desplegar los elementos de la Cena del Señor. Y en algunas iglesias, detrás del púlpito, ha habido dos o tres filas de bancos donde se sentaba el coro, de frente a la congregación reunida.

Muchos de estos elementos han sido imitados en iglesias menonitas, pero con una particularidad: la disposición de las sillas o bancos ha sido muchas veces semicircular o en «U». Se conseguía así que todos los asistentes pudiesen ver las caras del máximo posible de los hermanos y las hermanas. «La iglesia» se entendía ser la comunidad humana. Hallarse de frente unos a otros, entonces, resultaba tan interesante y atractivo, que nadie echaba a faltar otros puntos de interés visual o «estético» que la propia belleza de las personas presentes. [Dionisio]


1. Citado por JL López Aranguren en Catolicismo y protestantismo como formas de existencia. Biblioteca Nueva (Madrid, 1998), pág. 176.

2. Erich Fromm, El arte de amar. Ediciones Paidós (Barcelona, 1980), pág. 13 (cap. I: ¿Es el amor un arte?).

3. Wittgenstein, lingüista y matemático austríaco (1889-1951).

4. Werner Jaeger, op. cit. de JL López Aranguren, pág. 174.