Diccionario


sacerdocio, sacerdote
— El sacerdocio actúa en representación del pueblo o de la humanidad ante Dios, así como el profeta representa la voz de Dios dirigida al pueblo. Son dos funciones perfectamente diferenciadas, de sentido contrario, ambas necesarias para la religión.

En la Biblia pero también en todos los tiempos y religiones, los sacerdotes han sido profesionales de la religión. Había que recurrir a ellos para funciones como —típicamente— la presentación de sacrificios a los dioses (o al Dios único de la Biblia). Para estas funciones el clero sacerdotal era consagrado como personas especiales, apartadas del resto de la sociedad por su carácter de intermediarios ante la deidad.

Desde muy temprano en la Biblia, sin embargo, aparece la idea de que Dios aspira a tener «un reino de sacerdotes, una nación consagrada» (Ex 9,6). Es una noción que reaparece en diferentes textos en ambos Testamentos, expresada de diferentes maneras. La forma típica de expresar esto en la teología cristiana es referirnos al «sacerdocio de todos los creyentes». Fue una noción muy defendida por la Reforma protestante; pero no es ajena al catolicismo, que también la acepta sin renunciar por ello a un clero de sacerdotes especialmente ordenados.

El sacerdocio de todos los creyentes (o reino o nación de sacerdotes) no significa que ya no necesitamos sacerdotes, que cada persona se vale por su propia cuenta para representarse a sí misma delante de Dios. La idea de que ahora cada cual se representa a sí mismo es una distorsión comprensible, pero de todas maneras una distorsión. Lo que significa «el sacerdocio de todos los creyentes», es que la función sacerdotal se desprofesionaliza y generaliza en todo el pueblo. Todos somos quién para interceder ante Dios por cualquier otro ser humano y por la humanidad entera. Todos somos quién para acercarnos a Dios en nombre de otra persona cualquiera, para pedir que Dios perdone sus pecados y tenga a bien tratarlo con misericordia y bondad.

El resultado no es que yo ya no necesito a nadie, que entre Dios y yo nos entendemos solos y nadie tiene por qué meter sus narices en mi espiritualidad. El resultado es que en lugar de un único profesional que intercede por toda la comunidad, esta función está ahora delegada en todos nosotros y vosotras, dependemos todos unos de otros, somos sacerdotes mutuos para interceder ante Dios unos por otros y por el mundo entero.

En el Antiguo Testamento tenemos muchos ejemplos de personas importantes, particularmente reyes de Israel o gobernadores en Jerusalén por cuenta del rey persa, que elevaban oraciones de alabanza y adoración a Dios en representación del pueblo. Pero si somos todos sacerdotes, ya no hace falta que las oraciones de alabanza a Dios en representación del pueblo sean pronunciadas por una persona de rango social descollante. Cualquiera de nosotros y vosotras es quién para levantar su voz en nuestras asambleas y hacer oír sus alabanzas que nos representan a todos.

Jesús, en su ejercicio particular de esta función sacerdotal —la de representar al prójimo y defender su causa ante Dios— acabó perdiendo la vida ejecutado por las fuerzas del orden y la religión. (Jesús fue también profeta, por supuesto, y su ejecución puede explicarse asimismo como consecuencia de declarar sin pelos en la lengua la proximidad del Reinado de Dios.)

Esas fuerzas del orden y la religión que ejecutaron a Jesús y perseguían a los apóstoles, se conocen en el Nuevo Testamento como «principados y potestades». «Principados y potestades» es una expresión que aunque clara y netamente política, indica también una dimensión espiritual o inmaterial de resistencia contra la soberanía última de Dios. Aunque se hacen presentes en cada instante histórico en personas en particular que ejercen esa función, la función en sí es algo más grande y más imperecedero que la persona. El príncipe o el potentado puede morir o ser destituido, pero su principado o potestad sigue ahí, encarnado en la persona que le haya sustituido. Por eso nuestra intervención sacerdotal no puede ser nunca «contra carne y sangre», sino que tiene que ser consciente de esa dimensión invisible que tienen «en las esferas espirituales».

Representar fielmente ante Dios a sus amigos y seguidores, a las multitudes que acudían a ellos buscando liberación y salud, costó a Jesús la crucifixión y a los apóstoles persecución y martirio. Penetrando en las esferas espirituales en nuestra actividad intercesora y para dar voz a la adoración del pueblo de Dios, molestamos inevitablemente a todos aquellos poderes que se han endiosado. Se sienten cuestionados por los anhelos de liberación, salvación y salud que expresamos a favor del prójimo, y por nuestras alabanzas de devoción única al Señor.

En esta dimensión sacerdotal, entonces, como en otras dimensiones de nuestra vida como cristianos, tenemos una vocación y un privilegio inconmensurable: padecer juntamente con Cristo, para asemejarnos también a Cristo en gloria.