Colección de lecturas
 

PDF Lo que se espera de los miembros

Corrientes anabaptistas
La historia en conversación con el presente


Anabaptist Currents: History in Conversation with the Present
Carl F. Bowman and Stephen L. Longenecker, eds.
Copyright © 1995 Forum for Religious Studies
Bridgewater College — Bridgewater, Virginia (USA)
Traducción: Dionisio Byler, 2008, para www.menonitas.org


Conversación VIII — Membresía (2)

Lo que se espera de los miembros
por John David Bowmam

¿Cómo podrían los anabaptistas recuperar para el futuro sus tradiciones sobre membresía en la iglesia? El cometido es formidable. En primer lugar, el presente artículo ha de abordar cuatro interrogantes a la luz de las tradiciones según las ha definido Durnbaugh. Las interrogantes son:

  1. ¿Pueden los anabaptistas conservar sus tradiciones de lo que se espera de los miembros —incluso la disciplina de la comunidad— y a la vez ser tolerantes, democráticos y ecuménicos?

  2. ¿Pueden los anabaptistas reconciliar el individualismo de la sociedad moderna con el énfasis comunitario del anabaptismo tradicional?

  3. ¿Hasta qué punto las clases para preadolescentes de preparación para la membresía, y otros métodos comúnmente empleados para incorporar miembros nuevos a la comunión, conservan —o debieran conservar— un legado específicamente anabaptista?

  4. ¿Cómo puede la comunidad de fe validar la vinculación de niños preadolescentes y a la vez conservar su énfasis en un bautismo y una membresía de creyentes adultos?

Lo más razonable parecería ser que abordáramos estas interrogantes una a la vez, aunque reconociendo que habrá cierto solapamiento.

I.

¿Podemos conservar lo que se espera para los miembros anabaptistas —incluso la disciplina de la comunidad— y a la vez ser tolerantes, democráticos y ecuménicos?

Ésta, como las otras interrogantes, abre muchas vías que reclaman ser exploradas antes de poder elaborar una respuesta satisfactoria. Tal vez lo más ajustado sea centrarnos en algunas cuestiones preliminares a manera de aclaración. Algunas de ellas serían:

¿Cuál será la tradición anabaptista a la que nos referimos en este estudio? ¿Debemos tomar como metro para tomarnos la medida, el anabaptismo del siglo XVI, el del siglo XVIII, el de hace cincuenta años? No parecería muy razonable, ni sociológica ni históricamente, suponer que se trata de una tradición estática. Sin embargo, los parecidos y las diferencias con el paso de los siglos podría, tal vez, informarnos acerca de los principios en que se cimientan las formas que se evidencian hoy día. Puede que esos principios cimentadores, suponiendo que sea posible hallarlos, resulten más esenciales para el estudio que emprendemos, que las propias tradiciones —que al fin de cuentas han ido sufriendo cambios.

Una pregunta relacionada con ésta sería: ¿Cuáles serán nuestras guías para identificar y definir lo que constituía la tradición anabaptista? Nuestra respuesta nos podría conducir por algunas sendas sorprendentes de descubrimiento. Por ejemplo: ¿Tomaremos como guía las diversas acciones de los anabaptistas? En caso afirmativo, cómo hemos de distinguir entre lo que pudo ser una forma habitual para la cultura del lugar y la época, y lo que era expresamente propio de la perspectiva anabaptista? El uso de vino y pan sin leudar en la Comunión nos dice menos sobre el anabaptismo que sobre el cristianismo en general puesto que fue —y sigue siendo— una expresión de las tradiciones católica romana, ortodoxa oriental, luterana y reformada.

Tal vez deberíamos sugerir que la guía para nuestra definición sea aquello que era propio solamente de los anabaptistas. En tal caso, tendríamos que cuestionar la idea de que la disciplina en la iglesia, incluso la exclusión, fuera una tradición propia de los anabaptistas. La exclusión fue una práctica no sólo de los anabaptistas sino también de católicos, calvinistas y luteranos. Esto me lleva a preguntarme por qué Alexander Mack defendió tan enérgicamente la exclusión. ¿Se trataba de su respuesta ante aquellos pocos en su círculo de influencia que querían dejar de practicar la exclusión? ¿Empezaba a mermar la disciplina en general y fue por consiguiente el suyo un esfuerzo entre otros por conservar sus efectos?

Al decidir cuáles serán nuestras guías para esa definición, ¿estamos poniendo suficiente atención en la diferencia entre tradiciones que venían dictadas por las costumbres del lugar y la época, y las que están fundamentadas en consideraciones teológicas? ¿Es justo defender una tradición costumbrista con el mismo ahínco que una tradición sustentada teológicamente? Consideremos, por ejemplo, la forma precientífica de considerar la Escritura, que fue habitual entre los primeros líderes de los anabaptistas. ¿Fue esa una convicción que venía determinada por su momento histórico o fue el resultado de una reflexión cuidadosa, sustentada teológicamente? Cuando se intenta aplicar aquella tradición a las proyecciones de futuro, podemos esperar —sin pecar de ingenuos— que nuestras iglesias vayan a poder asumir una manera precientífica de entender las cosas en nombre de una tradición?

¿Cuánto de lo que consideramos que es tradición anabaptista habría sido diferente si aquellos líderes hubieran surgido en otra época? ¡Cuántas cosas han sucedido desde el siglo XVI! Incluso las mismas palabras y frases tienen significados diferentes y descansan sobre presuposiciones conceptuales diferentes. Considérese, por ejemplo, lo que puede significar la palabra cierto [1]. Menno Simons y Alexander Mack vivieron en épocas cuando las tradiciones prevalecientes en las iglesias se limitaban a lo católico, luterano y reformado, más algunos pocos movimientos marginales. Hoy día no sólo tenemos la realidad de más de doscientas denominaciones y miles de megaiglesias no denominacionales, sino que existen a la vez subrgupos dentro de las propias denominaciones, por ejemplo los compuestos por diferentes grupos étnicos. Vivimos en una sociedad que es dramáticamente más plural que las de aquellos precursores.

Hace poco en un bautismo de Antigua Orden, un ministro levantó la vista desde el río donde se encontraba y contempló a los fieles en la ribera y le llamó la atención lo parecidos que eran todos los que observaban el bautismo. «¡Qué uniformidad! —exclamó—. Es una Señal de nuestra unidad como miembros de un mismo cuerpo». Todos los rostros eran de raza blanca, todos vestían la misma indumentaria. ¿Es ésta también, entonces, una tradición anabaptista de membresía en la iglesia? Y si no lo es, ¿qué entenderemos ser señales de unidad entre los anabaptistas hoy día?

¿Es posible conservar las tradiciones anabaptistas sobre lo que se espera de los miembros —incluso la disciplina de la iglesia local— y a la vez ser tolerantes, democráticos y ecuménicos?

Esa pregunta me hace plantearme: ¿Por qué se encuentra amenazado el anabaptismo por el ecumenismo del siglo XX? Las tradiciones que lo separaban de otras agrupaciones eclesiales son menos claras hoy día. El testimonio pacifista ha sido abrazado hoy día por los presbiterianos y por la United Church of Christ, amén de muchos subgrupos en una amplia gama de denominaciones. El bautismo de adultos es defendido por una multitud de grupos bautistas. En 1969, oí al presbiteriano William Barclay declarar ante una congregación escocesa que el bautismo infantil era imposible de defender. Los católicos romanos empiezan a ponderar si la autoridad papal no debiera descansar sobre la sabiduría colectiva de los cardenales más que en la persona individual del papa. Otros grupos empiezan a despertar al poder de ordenanzas como la de ungir con aceite para la curación y el lavamiento de pies, que siempre se ha considerado que eran propias de la tradición anabaptista. Hasta la pasión por una hermenéutica comunitaria empieza a descubrirse en círculos no anabaptistas, de lo que un ejemplo serían los Serendipity Groups de Lyman Coleman, eventos de Faith at Work y movimientos como Cursillo [2], que están pisando fuerte en la vida de muchas denominaciones.

Es cada vez más difícil para los anabaptistas, descubrir cuál sea su razón de existir. A medida que las virtudes que vienen amando desde siempre están siendo abrazadas por números cada vez mayores de personas que comulgan en otras tradiciones y a medida que otras tradiciones van siendo asimiladas a la experiencia eclesial de las propias comunidades anabaptistas, puede que si escuchan con atención, acaso oigan al Señor decir: «Bien hecho, buen siervo y fiel. Entra ahora a la comunión de la iglesia más amplia que Dios ha forjado, en parte, por vuestros esfuerzos». ¿O es que —al contrario— nos encontramos en una hora cuando toca reevaluar lo que todavía nos queda por contribuir al mundo y a la Iglesia de nuestro Señor? Tal vez los anabaptistas debieran reagruparse a la manera de un nuevo movimiento sectario.

Con todas estas interrogantes en la mente, permítaseme intentar abordar la primera pregunta más directamente. Si utilizamos las tradiciones que ha enfatizado Durnbaugh, podremos ofrecer una respuesta preliminar. Yo me quedo, de su artículo, con dos tradiciones del anabaptismo en relación con la membresía en la iglesia:

  • La membresía en la iglesia se basa en una conversión que exige una enmienda sustanciosa en primer lugar de conducta, aunque también de creencias.

  • La disciplina es una herramienta de la iglesia para fomentar la adherencia a esa conducta cristiana que nace del corazón renacido.

La primera de estas tradiciones presupone un bautismo de adultos, un tema que dejaremos para más adelante. La segunda nos invita a reflexionar sobre qué herramientas podríamos desplegar hoy día para fomentar vidas cuya conducta nace de corazones renacidos. Si bien una de esas herramientas, el recurso a la exclusión, será abordada más adelante al tratar la segunda interrogante, podemos afirmar aquí que merced a las complejidades psicosociales de nuestra era, la iglesia deberá desplegar una diversidad de herramientas para fomentar conductas que nacen de corazones renacidos. En principio, esa diversidad de herramientas no debería ni descartar ni insistir en el recurso a medidas extremas tales como la excomunión. El propósito de estas herramientas debe ser lo que ocupa nuestra atención, más que ninguna herramienta en particular. No se trata de las formas sino del Espíritu que forma al pueblo de Dios. Al empezar a reflexionar sobre la relación entre el grupo y el individuo en la disciplina, desembocamos en la segunda de las interrogantes a considerar.

II.

¿Es posible reconciliar el individualismo de la sociedad moderna con el énfasis comunitario del anabaptismo tradicional?

No se puede hablar de membresía aparte de una comprensión de cómo los anabaptistas concebían de la iglesia. Y puesto que Durnbaugh invita al diálogo a los pietistas radicales, habrá que tener en cuenta también la manera que éstos conciben de la iglesia, desde que su influencia en las diversas agrupaciones tanto de menonitas como de Hermanos es tan notoria.

El pietismo alemán nació en el último cuarto del siglo XVII como resultado de influencias recibidas del puritanismo inglés y del pietismo reformado neerlandés. Sus collegia pietatis o «escuelas de piedad» eran reuniones con el propósito de orar y estudiar la Biblia. Por lo general, estos grupos intentaron reformar las iglesias estatales desde dentro. Algunos de aquellos pietistas, sin embargo, llegaron a convencerse de que debían separarse de la corrupción que veían en la iglesia y en el clero. Este grupo acabó por conocerse como los pietistas radicales [3]. Citando a Christian Burkholder, Durnbaugh aclara que el pietismo ha sido «un componente principal del menonitismo norteamericano» [4].

En otro lugar Durnbaugh afirma: «La mejor manera de entender a los primeros Hermanos es verlos como un grupo de pietistas radicales que hizo suya la manera anabaptista de entender la iglesia» [5]. Tanto la Iglesia de los Hermanos como los diversos grupos menonitas en Estados Unidos, entonces, han recibido una fuerte influencia del anabaptismo así como del pietismo.

Sin olvidar la advertencia de Carl Bowman —de la que hace eco la ponencia de Durnbaugh— de que no debemos exagerar la polarización entre los movimientos anabaptista y pietista, pasemos ahora a considerar cómo estos dos movimientos entendieron la iglesia.

Si he leído correctamente lo que escribió Dale Stoffer, el ideal de la iglesia mantenido por el filadelfianismo alemán prevaleció como la forma normativa de entender la iglesia en el movimiento pietista radical. «Entendían que la iglesia es una hermandad invisible de creyentes verdaderos que trascendía las fronteras confesionales y nacionales, unido por el vínculo de un amor fraternal, que aguardaba anhelante la infusión del Espíritu de Cristo» [6]. Esta idea de una iglesia invisible derivaba de su disgusto con la corrupción que observaban, respecto al ideal del Nuevo Testamento para la iglesia. Jacob Boehme «distinguía entre la Iglesia de Abel, esa iglesia invisible y universal que está compuesta por los que han experimentado la verdadera unión con Dios, tanto los vivos como los muertos, y la Iglesia de Caín, que es la iglesia visible en la historia» [7]. El papel de Abel en este esquema, es el de advertir proféticamente e intentar reformar a Caín.

Menno Simons y los anabaptistas en general, sin embargo, insistieron en la naturaleza visible y pragmática de la iglesia. Menno declaró que «la comunidad de Dios, o la iglesia de Cristo, es una asamblea de los piadosos, y una comunidad de los santos» que son discípulos de Cristo [8]. El proceso hermenéutico anabaptista estaba vinculado estrechamente a su manera de entender la iglesia. Los diversos grupos de Hermanos y de menonitas abrazan una hermenéutica de la comunidad: confían que el Espíritu Santo actuará con especial efectividad y autoridad por medio de la comunidad cuando ésta procura discernir rectamente el sentido de la Escritura o, como lo expresarían los Hermanos: discernir «la Mente de Cristo».

A la luz de la dialéctica entre una iglesia visible o invisible, tengo que preguntarme acerca de la conexión que puede haber entre la desconfianza pietista radical de la iglesia organizada y las formas modernas de rechazo de la iglesia. Aunque la asistencia a los cultos va decreciendo, muchos estadounidenses se consideran ser cristianos. ¿Supone esto el resurgir de un pietismo radical o tan solamente un shelahismo, por usar el término de Robert Bellah, en su libro Habits of the Heart? Sospecho que se trata más bien de lo segundo; pero ¿en qué consistiría la diferencia? Puede que el número creciente de iglesias «independientes» se aproximen más a la perspectiva pietista pero ¿cómo saberlo?

Y en cuanto a los anabaptistas: ¿Su manera de entender la iglesia fue realmente comunitaria o más bien una alianza? ¿El vínculo de la comunidad fue realmente lo que tenían en común o al contrario, fue la fuerza de su alianza lo que los condujo a una manera común de entender las cosas y acabó produciendo su interpretación de lo que constituye la fidelidad?

Es posible que el individualismo moderno no tenga que suponer la destrucción de comunidad. Nuestra sociedad está en un proceso de explorar los límites del individualismo. Esto se ve en la popularidad de autores como Scott Peck, Robert Bellows y otros más recientes. Tal vez hasta la serie de narraciones radiofónicas de Lake Wobegon sean una indicación de la necesidad de comunidad más allá de la orientación individualista. A pesar de los baby boomers [la generación nacida en EE. UU. en las décadas de 1940 y 1950], el individualismo está llegando al final de su reinado aunque no desaparecerá del todo. ¿Cómo aprovechar una mezcla de individualismo y comunidad que fomente la fidelidad? ¿Es posible tal cosa?

La interacción entre el individuo y la comunidad está al centro de la disciplina de la iglesia como la hemos venido entendiendo. ¿Hasta qué punto estamos dispuestos a permitir que la comunidad se inmiscuya en nuestra fe y vida? Si viviésemos en la cultura de relaciones personales estrechas del siglo I [9], la exclusión sería la herramienta más eficaz para hacer que el individuo vuelva a acoplarse plenamente a las normas del grupo.

La nuestra, sin embargo, es una cultura que dista mucho de basarse en relaciones estrechas. Nuestra identidad ya no deviene del grupo al que pertenecemos. ¿Cuánta interferencia estaríamos dispuestos tú o yo a tolerar en nuestro camino de la fe? Y si mi iglesia local insiste en exhibir una bandera de EE. UU. en el local —lo cual yo considero ser una violación idólatra del segundo mandamiento— ¿cómo he de responder con fidelidad?

Vivimos en un mundo orientado hacia la competitividad que, nos guste o no, está dando forma a nuestra vida de iglesia. Las iglesias temen quedarse en números rojos en cuanto a asistencia y en cuanto al presupuesto anual. «Si esta iglesia no me trata bien —dice el creyente hoy día—, me iré a otra que sea más de mi agrado». La iglesia que no se pliega al paradigma del mercado libre, puede esperar un aumento de conflictividad a la par que un declive de asistencia. Ser una iglesia grande o pequeña no indica necesariamente nada acerca de la fidelidad, lo cual no quita que nos preocupemos cuando vemos una merma de los que apoyan.

¿Cómo, entonces, hemos de reconciliar la manera presente de entender la interacción entre los individuos y los grupos a los que pueden pertenecer, con un modelo de disciplina que se basa en el paradigma de interacción que hallamos en Mateo 18,15-22 y 1 Corintios 5,1-5, de tan alta estima en nuestra tradición? Parecería ser una meta imposible, a no ser que alteremos nuestra manera de entender la naturaleza y las fronteras de la comunidad eclesial. Lo cual nos trae a la tercera interrogante.

III.

¿Hasta qué punto las clases de membresía para preadolescentes y otros métodos corrientes de incorporar miembros nuevos a la comunidad son (o deberían ser) coherentes con el legado anabaptista?

Los métodos corrientes empleados para incorporar gente a la iglesia han sido mayormente una imitación de lo usual en las iglesias evangélicas protestantes. El evangelicismo protestante moderno está reñido con la manera anabaptista de entender la vida de la iglesia. La mayoría de esos cuerpos eclesiales ven el mundo y la iglesia desde una perspectiva radicalmente diferente. A su manera de entender, el mundo está lleno de gente que son cristianos sin saberlo. La tarea de la iglesia es ayudar a esas personas a activar su cristianismo. Los modelos de crecimiento que están en auge hoy día en la Iglesia de los Hermanos parecen conformarse a ese modelo. A sonreír, a invitar a los que no son miembros a participar en nuestros cultos, a asignarles «responsabilidades» como la de hacer circular la cesta para la ofrenda, y así hemos «evangelizado» a la persona. Una vez que está integrada en la iglesia, acabará por crecer hacia un grado cada vez mayor de madurez espiritual.

La tendencia habitual de los anabaptistas ha sido de suponer que hay que afrontar una decisión principalísima acerca de un discipulado radical que transformará la totalidad de la vida. Sigue siendo posible invitar a personas que no son miembros de la iglesia a nuestros cultos o incluso asignarles determinadas tareas, pero no corre la misma prisa por concederles el derecho al ósculo santo de la hermandad —en tanto que no hayan afrontado todavía esa decisión transformadora de toda la vida, de seguir al Señor en el ministerio de la alianza. Esto supone un contraste decidido con el manual más corriente para los líderes de la Iglesia de los Hermanos, que declara que: «El bautismo es tan sólo el principio. No se entiende como algo completo sino como el comienzo de la peregrinación cristiana de la fe» [10].

Los anabaptistas podrían decir que el bautismo y la membresía en la iglesia son el comienzo del ministerio. El anabaptista puede aceptar que esto constituya el comienzo del discipulado, pero en absoluto aceptará que sea el comienzo de la fe. Esa sería una idea que acabaría por borrar la frontera entre la iglesia y la sociedad, lo cual fue siempre emblemático para el concepto anabaptista de una iglesia visible.

Si la aceptáramos, esta doctrina nueva nos lo pondría cada día más difícil para afirmar que el bautismo es un acto de decisión radical como respuesta arrepentida ante el amor de Dios. Desembocaríamos en una tendencia a bautizar a niños cada vez más jóvenes conforme vamos descubriendo que los pequeños también son capaces de sentir fe. ¿Quién, hoy día, está seriamente interesado en reclamar un bautismo exclusivamente de adultos? Con raras excepciones, esa es una noción moribunda. Nuestra última interrogante, sin embargo, presupone que seguimos convencidos sobre el bautismo de adultos y que queremos conservarlo.

IV.

¿Cómo podemos mantener la pertenencia de preadolescentes a la comunidad y a la vez conservar el énfasis en un bautismo y membresía de adultos?

La mayoría de las congregaciones de la tradición de la Iglesia de los Hermanos tienen una clase de membresía que se da a los chicos de unos 10-12 años con la suposición, expresa o implícita, de que al cabo de esa clase los que la han cursado se incorporarán a la iglesia. He sido testigo presencial y también me han contado de las tácticas de presión psicológica que se emplean para manipular a estos chicos a pasar por el agua aunque no se sientan preparados. Las presiones vienen de pastores, padres, compañeros y maestros de la escuela dominical. Cualquier intento de postergar el bautismo para una edad posterior halla frecuentemente una oposición decidida y es fácil de socavar.

Como pastor de una congregación hace algunos años, traté la cuestión de membresía con chicos de 11-12 años de edad, como parte de mi tarea de supervisión de la congregación. Estaba claro que esos niños no se sentían preparados para el bautismo. Después de numerosas conversaciones con padres, comités, incluso en una asamblea de miembros de la iglesia, llegamos a acordar que sería posible elevar la edad para el bautismo. A partir de ese año continué mi labor de seguimiento con la congregación. La consecuencia directa fue que aparte de adultos y adolescentes mayores, fueron pocos los que se bautizaron. Muchos de los líderes de la iglesia se sintieron bastante nerviosos con el cambio hacia un bautismo de adultos, pero parecía estarse ganando aceptación. Algunos años más tarde sin embargo, al volver a visitar esa iglesia, descubrí que el pastor que me sucedió había vuelto a instituir el bautismo de niños de 10-12 años.

La cuestión de la preparación para la membresía en la iglesia se ve complicada por la secularización creciente de la sociedad y el legado de esa transformación social que reciben los miembros noveles. La mayoría de las clases de membresía son extraordinariamente inadecuadas para su cometido, porque se basan en una presuposición que ya no es válida, de que las personas saben en general lo que significa ser cristianos.

Hace poco entrevisté a algunos miembros nuevos, adultos que venían traspasados de otra iglesia donde habían sido bautizados. Me informaron que habían completado la clase de membresía en aquella iglesia, pero sin alcanzar a comprender los rudimentos básicos de la fe y seguían desconociendo los elementos rudimentarios sobre la Biblia.

¿Debemos suponer que los niños crecen en un entorno cristiano, o en una sociedad secular? La cuestión tiene que ver menos con si es aceptable la oración en los colegios, que con las oraciones, conversaciones y el estudio de la Biblia en casa y en la iglesia. Algunos profesores de educación secundaria me informan que sus alumnos ya no son capaces de entender muchas de las grandes obras literarias de Occidente, porque ignoran totalmente las alusiones bíblicas que figuran por todas partes en nuestra literatura clásica. La cultura en que vivimos está sufriendo cambios y ya no es posible suponer que los chicos acudirán a las clases de membresía conociendo de antemano los rudimentos de la fe. Tampoco es que vaya a ser bastante brindarles un par de horas de café y conversación —ni siquiera un cursillo de trece semanas— sobre el legado de los Hermanos o de los menonitas. Tal vez deberíamos adoptar un período de espera como la Ecclyesiyar ‘Yan’uwa a Nigeria [11], donde los que aspiran a ser miembros tienen que «Esperar junto a la puerta» hasta estar plenamente preparados para la membresía.

Llegados hasta aquí, ¿cómo podríamos tomarnos con la debida seriedad el despertar espiritual de los niños preadolescentes, sin que haya que recurrir a bautizarlos? Esto es algo que ya se está haciendo. Estoy documentado sobre un caso concreto. En la Iglesia de los Hermanos de Manchester Norte, se invita a los niños de 12 años a escoger un guía adulto que los acompañará durante un año de formación espiritual.

Cuando queda claro que un joven ya se siente dispuesto a responder a un despertar espiritual, él o ella puede solicitar una experiencia semejante a lo que creemos que fue la experiencia del niño Jesús en el templo. Los Hermanos de Manchester Norte lo llaman «El culto del octavo día» [12], por las alusiones anabaptistas al octavo día de la creación y en imitación de cómo Alexander Mack entendía la circuncisión, que se hacía al octavo día de vida, como metáfora del despertar a la fe. Este es un culto de alianza donde el chico es reconocido formalmente por la iglesia como alguien que ahora se está integrando a su vida de una manera nueva. El chico puede a partir de ahora participar en la Comunión aunque no puede votar en las decisiones de la asamblea de la comunidad. Durante los años posteriores al Culto del octavo día, los chicos se comprometen a trabajar con seriedad las cuestiones de su fe, preparándose así para asumir el yugo pleno del pacto de ministerio y discipulado, que es lo que indica el bautismo y la vida posterior al bautismo. Los niños preadolescentes, así como los adolescentes —sin menoscabo de su estado con respecto a membresía— reciben una visita anual de los líderes de la iglesia para hacer un inventario espiritual. Cada año se les pide reevaluar su progreso —los éxitos y fracasos de su fe— desde la conversación anterior. Cada año se invita a estos chicos a fijarse metas para fomentar su crecimiento y maduración.

Este modelo ha estado funcionando sólo unos cuatro o cinco años, pero su continuidad tras una transición pastoral pareciera indicar que conserva su valor para la vida de la congregación y a la vez para la vida de los chicos que solicitan experimentarlo. ¿Será ésta la respuesta que buscamos? Probablemente no.

La «Experiencia del octavo día» primero se propuso en un manual sobre membresía en la iglesia adoptado en una Conferencia anual de la Iglesia de los Hermanos. Desde entonces, sin embargo, el manual más reciente para pastores omite mencionar dicho programa, aunque trae otro culto diferente para preadolescentes cuya forma muy difícilmente nos conduciría hacia la adopción de un bautismo de adultos. Es importante la resistencia con que choca cualquier intento de vincular la madurez personal y el bautismo.

Entonces, habiendo visto las interrogantes principales que forman el contorno del debate, ¿cómo podrían los anabaptistas volver a reafirmarse en sus tradiciones sobre la membresía en la iglesia?

Aunque fuera posible en el futuro crear un proyecto con una adaptación de las tradiciones anabaptistas acerca de la membresía, el presente autor opina que quedan todavía en el aire demasiadas cuestiones preliminares sin resolver. Puede que algunas congregaciones, a manera individual, asuman el reto respecto a algún elemento que otro de las tradiciones, pero poder adoptar juntos un camino a seguir es poco probable hoy por hoy, habida cuenta de lo que todavía hace falta: Dar marcha atrás al impulso de irse apartando durante décadas de las formas anabaptistas, sobreponerse a la inercia de los que están contentos con las cosas como están o carecen de energías para intentar cambiarlas, llegar a ponernos de acuerdo sobre cuáles de las tradiciones sobre membresía son auténticamente anabaptistas, y desarrollar una claridad meridiana acerca de cuáles tradiciones son dignas de conservar.

Tal vez en el próximo siglo el debate sobre estas cuestiones acabe dando mejor fruto, en una claridad mayor acerca de cómo Dios desea que procedan los anabaptistas.

 


1. Esta alusión se trata más a fondo en el artículo por Willard Swartley, «Uses and Authority of Scripture: Contemporary Applications and Prospects» en el presente libro. Swartley sugiere que antes de la Ilustración, lo que es «cierto» se entendía ser lo que era fiel con las relaciones además de ser fiel a lo que indican los cinco sentidos; y que sólo fue más tarde que la palabra empezó a entenderse como se entiende hoy.

2. Cursillo de cristiandad es un movimiento activo desde la década de 1940 y que se conoce con nombres muy diversos: los episcopales lo conocen como Tres días, los metodistas lo llaman El camino de Emaús, para los luteranos es Vía de Cristo. Un grupo compuesto por miembros de la Iglesia de los Hermanos y de los Hermanos en Cristo están desarrollando una versión anabaptista que se conocerá como El Camino de Cristo.

3. C. David Ensign, «Radical German Pietism», ed. Donald F. Durnbaugh, Brethren Encyclopedia 3 vols. (Philadelphia: Brethren Encyclopedia Inc., 1983), II, p. 1079.

4. Durnbaugh, «Membership», p. 14.

5. Donald F. Durnbaugh, ed., «Early History», The Church of the Brethren: Past and Present (Elgin, Ill.: The Brethren Press, 1971, p. 11.

6. Dale R. Stoffer, Backgrownd and Development of Brethren Doctrines: 1650-1987 (Atlanta: John Knox Press, 1981), pp. 21-2.

7. Ibíd., p. 20.

8. Menno Simons, «Reply to Gellius Faber», p. 734, ibíd. p. 54.

9. Bruce J. Malina, New Testament World: Insights from Cultural Anthropology (Atlanta: John Knox Press, 1981), pp. 53ss.

10. Earle W. Fike, Jr., For All Who Minister (Elgin, Ill.: Brethren Press, 1993), p. 130.

11. «Iglesia de los Hermanos en Nigeria» es la traducción. En realidad, ‘Yan’uwa significa exactamente «Hijos de una misma madre», un término sin género masculino ni femenino.

12. John David Bowman, Invitation to the Journey (Elgin, Ill.: The Brethren Press, 1990), p. 54.