Colección de lecturas
 

PDF Historia del pueblo cristiano

La fe en la periferia de la historia
por Juan Driver
Copyright © 1997 Ediciones SEMILLA (Guatemala) y CLARA (Colombia)
Reproducido aquí con permiso.



Capítulo 1
.
La historia del pueblo cristiano

Hace veintidós años, en 1961 en Nazaret de Galilea, cuando trabajaba en el Shikum árabe junto a Paul Gauthier, y le relataba la historia de América latina, al emocionarme por el hecho de que un pequeño grupo de conquistadores habían vencido con Pizarro al imperio inca, aquel sacer­dote obrero francés me preguntó: «¿Te emocionas por el dominador? ¿Es ésta una interpretación cristiana? ¿No es acaso el indio el pobre?» Con vergüenza comprendí que toda la historia aprendida era una inversión anticristiana, y, le escribí una carta a un amigo historiador: «¡Algún día deberíamos escribir una historia al revés, desde los pobres, desde los oprimidos!» Los sábados, en la sinagoga de Nazaret, leíamos y releíamos Isaías 61,1 Y Lucas 4,14: «El Espíritu del Señor me ha ungido para evangelizar a los pobres ... » Lo que hace veintidós años fue una conversión, un sueño, hoy comienza a ser realidad. Algo de paciencia, mucho de re­sistencia para soportar la incomprensión [1].

Introducción

¿Cómo debe escribirse una historia del pueblo cristiano que incluya el período desde sus comienzos en Palestina, en la cuarta y quinta décadas del siglo 1, hasta nuestros tiempos en los últimos años del siglo XX? Debemos reconocer, de entrada, que nuestro repaso de ésta historia no será objetivo, ya que la absoluta objetividad histórica es imposible. Desde el momento en que los acontecimientos históricos comienzan a ser experimentados, observados, interpretados, evaluados, y relatados por personas, ya han dejado de ser hechos objetivos. Han pasado a ser subjetivos.

Formas tradicionales de enfocar la historia del cristianismo

  1. Un enfoque muy común toma como punto de partida la Iglesia cristiana como institución establecida. Desde esta perspectiva, se toma nota de las ins­tituciones producidas por la Iglesia. Generalmente, este ha sido el enfoque de la Iglesia oficial, o establecida, sea católica o protestante. Esta visión de la historia de la Iglesia cristiana tiende a ser positiva en su evaluación y conservadora en su interpretación, pues observa e interpreta desde la perspectiva de las capas sociales que ejercen el poder en la sociedad.

Esta forma de interpretar la historia de la Iglesia trae consigo sus criterios particulares para determinar lo que es de importancia entre los acontecimientos en el plano de la vida eclesial. Otorga mucha importancia a la institución empírica. Por ejemplo, para el catolicismo tradicional, la época cumbre de su historia se situaría en los siglos XII y XIII. Allí se nota, muy especialmente, en el apogeo del poder papal y en la extensión del Sacro Imperio Romano. Bajo el papado de Inocencio III (1198-1216) se realizó más plenamente la visión agustiniana de la Iglesia como «La ciudad de Dios».

Desde luego, también las interpretaciones protestantes oficialistas destacan el uso de criterios similares para determinar lo que se considera más importante en la historia de la Iglesia. Los momentos cumbres de su historia tien­den a ser las épocas en que ejercen mucha influencia social y política. Se destacan, por ejemplo, los siglos XVI y XIX, el primero por la reforma protestante y el segundo debido a la expansión global de la influencia protestante.

  1. Otra forma de enfocar la historia de la Iglesia destaca el desarrollo de los dogmas y las doctrinas con que los cristianos han formulado y definido intelectualmente su fe. Desde luego, esta orientación surgió en una época cuando ya los cristianos se distinguían de los no cristianos, más por su credo que por los valores éticos reflejados en su estilo de vida.

En el catolicismo tradicional este enfoque ha conducido a que se diera mucha importancia al desarrollo de las definiciones dogmáticas que llegaron a incorporarse en el Credo Apostólico en el siglo II, para dar un ejemplo. Posteriormente, se destaca también en la definición de las doctrinas trinitaria, en los Concilios de Nicea (325) y Constantinopla (381), y cristológica, en el Concilio de Calcedonia (451).

La preocupación por la unidad de la Iglesia ha conducido a la elaboración de ciertos parámetros doctrinales para determinar la ortodoxia de los cristianos. Con el correr del tiempo la definición de un buen cristiano católico llegó a ser, uno que cree «lo que ha sido creído en todas partes, siempre y por todos» [2]. Los cristianos ortodoxos eran aquellos cuyas ideas concordaban con los principales obispos y sus congregaciones. Los disidentes en sus formulaciones ideológicas y doctrinales fueron estigmatizados como heterodoxos (los de otra forma de pensar), o herejes [3].

Pero esta forma de enfocar la historia de la Iglesia ha sido también muy común entre los protestantes. El protestantismo clásico tradicionalmente se ha preocupado mucho por la sana doctrina. En realidad la reforma luterana fue fundamentalmente una reforma de la doctrina [4]. Y este énfasis llegó a destacarse todavía más en el escolasticismo protestante posterior. Por eso, los siglos XVI y XVII se consideran momentos cumbres en la historia debido a la reforma de la doctrina que se dio en ellos [5].

  1. Otra manera de enfocar la historia del cristianismo centra su atención en la expansión geográfica, el crecimiento numérico e institucional y la influen­cia del cristianismo como criterios para determinar lo que es esencial en su desarrollo. Por lo tanto, se tiende a considerar las épocas de expansión misionera y de creciente influencia política como los momentos históricos más importantes. Estos incluyen los siglos III y IV cuando la Iglesia llega a ser la fuerza dominante en el imperio romano. Eusebio, el historiador cristiano, describió esta era como una «edad de oro».

Para los católicos, los siglos XVI y XVII fueron de gran importancia, pues la llamada «cristianización» de buena parte del mundo, incluyendo el hemisferio occidental, ocurrió durante este período de conquista española y portuguesa. La reciente «celebración» del quinto centenario del «descubrimiento» de las Américas ha servido para destacar de nuevo estas realidades en nuestra memoria histórica.

Algunos historiadores protestantes también han encontrado útil este crite­rio para determinar lo que es importante en la historia del cristianismo. Hallamos un ejemplo de esto en las obras del distinguido historiador estadounidense, Kenneth Scott Latourette, de la pasada generación.

En el prefacio a su Historia del cristianismo, Latourette cree poder distinguir las «épocas mayores» como «pulsaciones de la vida del cristianismo reflejada con todo su vigor y su influencia sobre la historia progresiva de la raza». Los criterios que él cree válidos para discernir estas pulsaciones son principalmente tres: «la expansión o reducción del territorio en el cual han de hallarse cristianos; los movimientos nuevos originados por el cristianismo; y el efecto del cristianismo según el punto de vista de la humanidad como un todo» [6].

Entre los protestantes, se tiende a ver el siglo XIX como uno de los momentos cumbres en la historia del cristianismo, debido a la gran expansión de influencia de los países predominantemente protestantes. El profesor bautista, Latourette, nos ofrece un ejemplo de esta apreciación histórica. Se refiere al período comprendido entre los años 1815 y 1914 como «el gran siglo» aludiendo a la «expansión sin precedentes» de la influencia protestante. «El siglo comprendido entre los años 1815 y 1914 presentó notables contrastes. La civilización estaba entrando a una nueva era. Muchas de las fuerzas que estaban moldeando aquella civilización eran abierta o tácitamente hostiles al cristianismo. … Pero una nueva vida se inició para el cristianismo aumentando como una marejada. Esto aconteció especialmente en la forma de cristianismo, conocida con el nombre de protestantismo. … El cristianismo continuó ejerciendo su poderosa influencia en la civilización y entre los pueblos occidentales. … Especialmente por la parte que le correspondió en modelar los Estados Unidos de América, el cristianismo ganó la victoria en la total arena mundial» [7].

Sobre el uso de estos criterios para discernir lo importante en la historia del cristianismo, notamos que en los tres ejemplos de expansión ofrecidos, el cre­cimiento extraordinario del cristianismo estuvo acompañado de un proceso secular de expansión imperialista. Los siglos IV y V marcaron una época en la expansión y el afianzamiento del imperio romano en el mundo de entonces.

Los siglos XVI y XVII fueron la época de la expansión de los imperios ibéricos y de otras naciones europeas. Las conquistas españolas y portuguesas fueron llevadas a cabo invocando una justificación cristiana: la «evangelización» de los infieles. Los conquistadores estuvieron acompañados por los frailes de las grandes órdenes misioneras.

El siglo XIX marcó la culminación en la creación de nuevos imperios de parte de los países del Atlántico del Norte, predominantemente protestantes, en que los imperios británico y estadounidense han jugado los papeles centrales. La gran influencia del protestantismo durante este siglo se debe en buena parte a la intervención política, militar y comercial de estos poderes imperiales protestantes.

  1. Otro enfoque en la narración e interpretación de la historia de la Iglesia ha sido el uso de la biografía. Se describe la vida de los cristianos más destacados a través de los siglos y, de esta manera, se va hilando una historia del cristianismo. Sin duda, las tendencias modernas hacia el individualismo han contribuido a la popularidad de este enfoque. Aunque esta forma de «escribir la historia» puede ser atractiva, no hace justicia al carácter fundamentalmente colectivo del movimiento cristiano. Su condición de pueblo es lo que más destaca al pueblo de Dios en ambos Testamentos. Aunque la intervención de muchos individuos ha sido clave para nuestra comprensión de algunos aspectos de la historia de la Iglesia, las biografías, por sí solas, no nos proporcionan elementos suficientes para hilar nuestras memorias del pueblo de Dios.

  2. Otra manera de enfocar la historia del cristianismo consiste en trazar el desarrollo de su culto, tanto corporativo como particular. Hay una convicción ampliamente difundida entre los cristianos de que la finalidad principal de los seres humanos es conocer a Dios y rendirle culto. Por lo tanto, se tiende a hallar en la espiritualidad cristiana la clave para la elaboración de una historia de la Iglesia. Aunque la espiritualidad (bien entendida) sea un aspecto muy importante para la elaboración de una historia del pueblo de Dios, puede prestarse a malentendidos muy fácilmente, resultando en un enfoque parcial.

Filosofías tradicionales de la historia

Todo historiador que observa, evalúa e interpreta los acontecimientos en la vivencia de un pueblo procede bajo algunas presuposiciones, o con cierta «filosofía» que influye sobre sus conclusiones. A través de los siglos se han observado ciertas presuposiciones, o «filosofías de la historia», que han resultado determinantes en la observación, evaluación e interpretación históricas. A continuación mencionamos algunas [8].

  1. El agnosticismo. Los que asumen esta postura alegan que si hay sentido en la historia, o si no lo hay, no podemos saberlo. Si hay pautas, o pistas, que nos permiten encontrar un hilo orientador para comprender la historia de un pueblo, las ignoramos. El agnóstico tiende a proceder bajo la ilusión de ser más observador imparcial, que participante interesado en el proceso histórico. Aunque parezca manifestar cierta modestia en cuanto a sus posibilidades de saber, el agnóstico que insiste en la imposibilidad de saber también puede pecar de presumido.

  2. La concepción cíclica. Según esta visión, la historia consiste en una serie de repeticiones continuas. Este concepto era popular entre los antiguos filóso­fos griegos y se contrasta con la antigua visión hebrea que concibe la historia en términos lineales, es decir, que la historia procede hacia una meta final. Aunque a veces sea posible observar ciertas semejanzas entre las experiencias de un pueblo en el presente, con vivencias anteriores en su historia, resulta difícil aceptar una teoría que trata de ubicar todo acontecer histórico dentro de una visión cíclica.

  3. La visión del progreso. Este concepto pretende ver cierto progreso en el proceso histórico. Concibe la historia como una evolución. Cuando se combina con el concepto cíclico resulta en una filosofía de la historia como espiral, un círculo que va en ascenso. La teoría propuesta por Hegel, el filósofo alemán, de «tesis, antítesis y síntesis» también condujo a una filosofía de la historia que resultó ser una combinación de los conceptos de ciclo y progreso. En este proceso confrontacional, o dialéctico, la historia va evolucionando hacia la verdad. Esta filosofía de la historia refleja una mentalidad fundamentalmente moderna y optimista.

  4. El concepto de ilusión. Este concepto, de origen principalmente oriental, entiende que los acontecimientos son ilusorios, que sólo tienen apariencia de la verdad. Guarda relación con ciertas tendencias espiritualistas que ven la verdad como realidad fundamentalmente espiritual y subyacente en relación con los acontecimientos objetivos e históricos. Según esta filosofía, los hechos históricos o carecen de sentido real, o su sentido es relativo, pues la verdadera salvación se da en una esfera puramente espiritual.

  5. Filosofía providencialista. Concibe a Dios actuando salvíficamente en la historia humana. Según esta visión, la historia se entiende en la medida en que nos sometemos al Dios que ha actuado, y sigue actuando, en forma definitiva en la encarnación de Jesús de Nazaret. La historia humana es la esfera concreta en que la salvación divina se realiza y se experimenta. Y esto llena de sentido y otorga gran importancia a los acontecimientos históricos. Ahora bien, la observación, evaluación e interpretación del proceso histórico en esta perspectiva requiere modestia, pues no es fácil liberamos de todos nuestros prejuicios a fin de ver la realidad a través de la óptica de la «mente de Cristo».

Hacia una visión bíblica de la historia

La tesis de este libro, anticipada ya en la cita de Enrique Dussel al comienzo de este capítulo, sostiene la posición de que en la Biblia hay una visión particular de la historia de salvación que también debe ser tomada en cuenta para una elaboración de la historia posbíblica del pueblo de Dios.

La historia bíblica del pueblo de Dios encuentra su punto de partida en la vocación de Abraham. Tanto Israel, como la Iglesia cristiana, señalan la vocación de Abraham como elemento clave para delinear su vida y su misión y para determinar su identidad (Génesis 12:1-3; Hebreos 11:8-19).

Aunque muchas veces se señala el éxodo como el punto de partida para la identidad de Israel como pueblo, sin embargo, según el testimonio bíblico, el pacto de Dios con Abraham era concebido como el punto de partida para la liberación de Israel en el éxodo (Éxodo 2:24, 25; 6:2-8). En su confesión de fe, el Israel antiguo reconocía que su existencia como pueblo de Dios estaba enraizada en la vocación de Abraham (Josué 24:2ss). Y aunque otra versión del credo israelita recuerda que su padre fue «un arameo a punto de perecer ... [que] descendió a Egipto y habitó allí con pocos hombres, allí creció y llegó a ser una nación grande», la visión básica de la identidad de Israel es la misma (Deuteronomio 26:5-9). Israel debía su existencia, como pueblo de Dios, a la iniciativa misericordiosa de Dios hacia los patriarcas, Abraham y sus descendientes.

En su contexto bíblico, la vocación de Abraham parecería ser la respuesta de Dios al proyecto fallido de Babel (Génesis 11:1-12:13). Esa sociedad que pretendía asegurarse un futuro (hacer para sí un nombre y construir una torre) terminó en la confusión y en el olvido. Esta comunidad abrahámica de fe aparece como la alternativa divina a esas empresas humanas, seculares y religiosas, que pretenden asegurar su supervivencia y proyección históricas con base en el ejercicio de la fuerza coercitiva. Esta aparente precariedad que caracteriza la vida de la comunidad de fe se destaca en una de las confesiones de fe más antiguas del pueblo de Dios (Deuteronomio 26:5-10).

Y aun en este pueblo, tan insignificante entre los poderes seculares de la época, (Caldea, Babilonia, Egipto, etc.) no fueron sus instituciones políticas, ni religiosas, las que finalmente resultaron determinantes para la supervivencia nacional de Israel. El verdadero significado de su historia no se hallaba en ellas, sino en movimientos minoritarios de carácter profético y renovador. Su proyección histórica se hallaría en un «siervo sufriente de Yahveh», en una persona ungida por Dios y en un pueblo escogido para cumplir los propósitos salvíficos de Dios, en un remanente fiel, más bien que en la monarquía, o en su jerarquía sacerdotal.

El movimiento mesiánico en Israel fue esencialmente un movimiento de restauración radical de la intención salvífica de Dios, tal como ésta había sido expresada en los antiguos pactos y las grandes iniciativas liberadoras de Dios. Significativamente, al igual que los profetas auténticos, el Mesías y la comunidad mesiánica sufrieron la persecución a manos de los poderes establecidos, fueran éstos políticos o religiosos. La postura fundamental de la comunidad mesiánica en el mundo es la de la disconformidad. El pueblo cristiano se describe en el Nuevo Testamento como la alternativa a las sociedades humanas con sus sistemas de valores (Mateo 5-7; Romanos 12; y otros).

La creación de una comunidad mesiánica era el elemento fundamental en la misión de Jesús. Como lo señala tan elocuentemente el biblista español, Juan Mateos, «Jesús no propone ideologías, por eso no predicaba este mensaje a todo el mundo; a la gente le habla en parábolas, para despertar la inquietud y hacerla reflexionar. A lo que él se pone es a formar un grupo donde ese ideal se viva. Mientras no existan comunidades así, no hay salvación, el objetivo de Jesús está anulado y su doctrina y ejemplo se convierten en una ideología más. Por supuesto, para fundar esas comunidades no se puede usar la violencia: si el ser persona libre es esencial al grupo, la adhesión tiene que darse por convicción propia. … De ahí el empeño que deben poner los que creen en Jesús por formar comunidades que vivan plenamente el mensaje» [9].

La confesión de la Iglesia neotestamentaria, tanto en su culto y su doctrina, como en su vida, es que los verdaderos designios de Dios corren a través de la comunidad del «Cordero inmolado» (Filipenses 2:5-11; Apocalipsis 5:9-10). La imagen del «libro sellado» en Apocalipsis 5 parece referirse al misterioso sentido de la historia. Y sólo el Cordero inmolado es digno «de tomar el libro y de abrir sus sellos». La manera en que Dios redime y forma un nuevo pueblo mesiánico en, y por medio de, su Mesías resulta ser, entonces, una declara­ción clara sobre el sentido verdadero de la historia.

Desde luego, juntamente con esta visión de la historia del pueblo de Dios existía otro concepto de la historia en el antiguo Israel. Luego de encontrarse establecido en Canaán, Israel reclamó para sí «un rey como las naciones» (l Samuel 8), y la trayectoria de Israel, tristemente, llegó a ser determinada, en gran parte, por una sucesión de monarcas. Aun así, persistió, desde el principio, una corriente profética que llamaba a Israel a la fidelidad, ante su verdadera razón de ser: servir de bendición a todos los pueblos de la tierra (Génesis 12:3). Y aun cuando hubiera reyes en Israel, éstos deberían ser radicalmente diferentes (Deuteronomio 17: 14-20).

También en el Nuevo Testamento hallamos rasgos de esta visión incluso dentro de la comunidad mesiánica. Entre los seguidores más allegados a Jesús hubo deseos de posiciones de poder en un reino mesiánico concebido según el modelo de otros reinos terrestres (Mate o 20:20-28; y otros). Aunque en el Nuevo Testamento esta visión no pasa de ser una tentación en medio de la comunidad reunida en torno al Mesías, mediante un creciente espíritu de contemporización, dentro de pocos siglos la Iglesia cristiana llegó a ser establecida por el poder civil del imperio romano, y no faltaron apologistas e historiadores cristianos que aceptaron y defendieron esta tergiversación de la antigua visión bíblica de la historia del pueblo de Dios.

La reforma radical

En nuestra reflexión sobre la historia del pueblo cristiano, seguiremos las pistas y pautas que hemos notado ya en la historia bíblica para determinar lo que es de verdadera importancia histórica. Así pues, concentraremos la atención principalmente en esos movimientos de restauración radical que, al estilo de la minoría abrahámica en el Antiguo Testamento y del movimiento mesiánico en el Nuevo, han demostrado una capacidad singular para discernir la intención salvífica y restauradora de Dios y se han atrevido a vivir esa alternativa redentora, sirviendo como fuente de auténtica bendición para sus respectivas sociedades.

Históricamente, algunos de estos movimientos se han identificado con el título técnico de «reforma radical» [10]. Nosotros usaremos los términos en for­ma menos técnica y más general. Por lo tanto, conviene ofrecer ciertas definiciones provisorias para estos términos, a fin de aclarar el sentido en que los usaremos a continuación.

A.  Reforma

Hemos usado los términos «reforma» y «restauración» como sinónimos. Restaurar conlleva el sentido de recuperar o restablecer su condición anterior. Significa volver a poner una cosa en aquel estado o estimación que antes tenía. De modo que la condición original de lo que se propone restaurar proporciona el modelo para su restablecimiento.

Reformar también denota el sentido de restaurar o restablecer. Aplicado a la iglesia, el término implica que la forma concreta de la iglesia importa. Se entiende «forma» no en un sentido abstracto, sino como «forma social» o «forma comunitaria en la arena concreta de la historia». De hecho, quedan excluidos los dos conceptos de reforma que se mencionan a continuación.

  1. Espiritualista. De acuerdo con esta visión las formas concretas no son de fundamental importancia. Lo que importa recuperar es la autenticidad interior, o espiritual. Esta ha sido una opción reformista muy atractiva a través de la historia de la Iglesia.
    Con esto no negamos las dimensiones espirituales de la fe y vida del pueblo de Dios. Sencillamente destacamos que lo opuesto de lo espiritual, en su sentido bíblico, no es lo material, como diría la filosofía griega. Bíblicamente, lo espiritual se inspira en el Espíritu de Dios, o de Cristo, en contraste con la inspiración de otros espíritus. Se ha dicho, no sin cierta razón, que la fe bíblica es la más materialista de todas. El concepto de reforma que usaremos aquí implica que la mera revitalización, o ciertos tipos de renovación espiritual, no son suficientes para una auténtica restauración de la vida del pueblo de Dios y que hace falta reformar.

  2. lntelectualista. Según este concepto, las ideas adecuadas o correctas son lo más importante. Es necesario pensar en la forma correcta. Se destaca la importancia de la ortodoxia (pensar correctamente) en contraste con la heterodoxia (pensar de otra manera). Se preocupa más por una hermenéutica ade­cuada (¿cómo se interpreta?) que por una ética consecuente (¿cómo se obedece?). Aquí debe notarse que en la tradición de la reforma radical no se establece esta distinción entre la hermenéutica y la obediencia. Por el contrario, su hermenéutica ha sido tradicionalmente una hermenéutica de obediencia, es decir, obedeciendo se conoce.

Los reformadores radicales no niegan que las ideas sean importantes. En su insistencia en la autoridad bíblica, reconocen que la fe que se confiesa es importante. Pero se insiste que lo que se hace y las formas concretas que toma la vida particular del pueblo de Dios, también importan. Con esto otorgan al vocablo bíblico «creer», un sentido más pleno, incluyendo también el hacer.

La tentación intelectualista ha estado presente en la Iglesia a lo largo de su historia. Se nota en su gran preocupación por la ortodoxia, o conformidad dogmática, mientras que su interés en la ortopraxis (término que aún no aparece en los diccionarios de la lengua española) es considerablemente menor.

B.  Radical

Usamos el término radical en su sentido literal, aquello que pertenece a la raíz, en lugar del sentido político muchas veces asignado al término, denotando cambios o actividades extremistas. Radical viene del latín radix, o raíz.

Algunas reformas resultan ser superficiales porque su punto de referencia se encuentra en la desastrosa situación actual. La reforma radical es realmente fundamental, pues se basa y se orienta en el fundamento mismo, en la radix, es decir, en la raíz.

Entre otras cosas, esto significa que los debates en torno a los cambios en la iglesia no se pueden limitar sólo a dos alternativas. Tanto los conservadores, como aquellos que promueven el cambio, muchas veces proceden bajo este error, es decir, que hay sólo dos posibilidades, una correcta y la otra equivocada. En realidad, es posible identificar, por lo menos, cuatro opciones:

  1. Un conservadurismo que ni es reformista ni es radical, que asume que las estructuras básicamente son justas.
  2. Un reformismo no radical que propone cambios sin exigir que sean fundamentales, o de raíz.
  3. Un radicalismo no reformista que se limita a criticar la situación existente sin asumir los compromisos que implicarían cambios concretos.
  4. Un reformismo radical que asume el desafío de iniciar cambios fundamentales que sean consecuentes con sus mismas raíces.

Una visión no constantiniana de la historia del pueblo cristiano

Los historiadores de la Iglesia generalmente han aceptado las presuposiciones constantinianas en sus descripciones e interpretaciones de la historia del cristianismo. Constantinianismo es el nombre que se aplica al proceso que ocurrió en el siglo IV, mediante el cual la Iglesia cristiana dejó de ser un movimiento minoritario y marginado, misionero en su relación con el mundo y perseguido por los poderes establecidos, y llegó a ser reconocido y protegido por el poder secular. A partir de las obras de Eusebio de Cesarea, «padre de la historia eclesiástica», esta «síntesis constantiniana» ha ejercido una vasta (y nefasta) influencia sobre la forma en que la historia del pueblo de Dios se concibe generalmente [11].

Mediante un ultraje de violencia indescriptible, la Iglesia, la comunidad ungida por Dios para continuar la misión de su Mesías en el mundo, ha sido prostituida, convirtiéndose en la cortesana del imperio. La historia de salvación toma forma significativa precisamente en esos puntos donde el pueblo de Dios, participando fielmente con Él en su misión en el mundo, lucha contra el mal. El verdadero sentido de vocación misionera fue sacrificado en la síntesis constantiniana. En la medida en que la Iglesia ha descubierto de nuevo su memoria auténtica, también ha encontrado de nuevo su vocación esencialmente misionera como comunidad mesiánica. La historia del pueblo cristiano es esencialmente una historia de fidelidad misionera. En todos los movimientos de restauración radical, que trataremos a continuación, la imagen del testigo-mártir, tan importante en la historia bíblica, vuelve a inspirar a la Iglesia con su poder.

Constantino, emperador romano entre los años 306-337, fue el principal protagonista secular en este proceso constantinianizante. Aunque el emperador no se dejó bautizar hasta el año 337, cuando se encontraba ya en su lecho de muerte, Eusebio no dudó en llamado «líder» de la Iglesia. A continuación ofrecemos algunos de los elementos formales en este proceso de la constantinianización de la Iglesia cristiana.

En el año 311 un edicto, firmado por Galerio (que se encontraba enfermo de muerte) Licinio y Constantino, otorgaba oficialmente la tolerancia al movimiento cristiano, hasta entonces duramente perseguido. «Otorgamos indulgencia ... permitiendo a los cristianos a existir de nuevo y constituir sus propios lugares de culto, siempre que no ofendan el orden público.  … A la luz de esta indulgencia nuestra, será el deber de los cristianos orar a Dios por nues­tra salud y por el bien público, al igual que por el suyo propio, a fin de que el Estado sea preservado de todo peligro, y que ellos mismos puedan vivir seguros» [12].

En 313, otro edicto imperial otorgaba la libertad religiosa y la devolución de propiedades confiscadas a los cristianos durante las persecuciones recientes. «A los cristianos … que eligen esa religión, se les permitirá continuar en ella sin impedimento. … Aquellos que han adquirido lugares destinados al culto cristiano han de devolvérselos a los cristianos, sin demandar remuneración» [13].

Otros edictos imperiales en el año 313 otorgaban al clero subsidios económicos de los fondos públicos y eximían al clero cristiano de sus deberes civiles a fin de poder dedicarse enteramente a sus tareas religiosas y contribuir así al bien común. «Subsidios para sus gastos deben ser otorgados a ciertos ministros específicos de … la más santa religión católica.» «Los miembros del clero deben ser eximidos de los deberes públicos.  … Pues, parece que cuanto mayor es el culto que rinden a su Dios, tanto mayores son los beneficios que recibe el Estado» [14].

En el año 321 la Iglesia cristiana recibió cierto reconocimiento jurídico que le permitía recibir y poseer legados, convirtiéndola así en propietaria. También en este año, «el venerable día del Sol» fue declarado oficialmente día de descanso en la ciudad. Mientras tanto, se permitió una excepción en el campo para facilitar las cosechas [15].

En 380, un edicto de Teodosio estableció oficialmente el cristianismo como religión imperial. De modo que este movimiento cristiano, marginado y perseguido, llegó a ser un poder establecido y perseguidor. «Es nuestro deseo que todas las naciones sometidas a nuestra clemencia … continúen en la profesión de esa religión que fue entregada a los romanos por el divino apóstol Pedro, tal como ha sido preservada por la tradición fiel; profesada por el pontífice Dámaso y por Pedro, obispo de Alejandría, hombre de santidad apostólica. … Autorizamos a los seguidores de esta ley a asumir el título de cristianos católicos. … Pero los demás … serán llamados herejes … y sufrirán el castigo que … nuestra autoridad decidirá infligir» [16].

Cuatro siglos después de Cristo, para el año 438, la presencia de no cristianos quedaba prohibida en las fuerzas armadas del imperio. De allí en adelante las legiones romanas serían compuestas exclusivamente de cristianos.

En este proceso, el poder civil se había colocado al servicio de la Iglesia. Pero aún más trágico era el hecho de que la Iglesia se encontraba al servicio del poder civil. En palabras del historiador inglés, Lord Acton: «Todo poder corrompe, pero el poder absoluto corrompe absolutamente».

Gracias a estos cambios constantinianos, una buena parte de la historia de la Iglesia ha resultado ser, según las palabras de Enrique Dussel con las que iniciamos este capítulo, «una inversión anticristiana». La memoria histórica de la Iglesia ha sido fatalmente deformada y esta memoria ha servido más a los intereses de los poderes establecidos, y sus instituciones, que al pueblo cristiano como tal.

En nuestro estudio proponemos una breve relectura de la historia de] pueblo de Dios a partir del libro por excelencia, la Biblia. Y luego, a la luz de esta lectura, proponemos elaborar «una historia al revés». Haremos un repaso de los siglos siguientes buscando, entre las memorias históricas de la Iglesia, la memoria de esos movimientos de restauración radical que aparecen y reaparecen siglo tras siglo en sus páginas.

 


1. Enrique D. Dussel: Historia general de la Iglesia en América Latina, tomo I/1: Introducción general a la historia de la Iglesia en América Latina, Salamanca, CEHILA-Sígueme, 1983, p. 12.

2. Esta definición fue articulada en su forma clásica por Vicente de Lerins en el siglo V. Citado en Justo L. González: Historia del pensamiento cristiano, 3 L, Miami, Caribe, 19922, t. 1, p. 23.

3. Esta preocupación por la sana doctrina llevó a Ireneo, obispo de la Iglesia en Lyon, por ejemplo, a escribir su obra principal, Contra las herejías, en el siglo II, y a Marcelino Menéndez Pelayo a escribir en tres voluminosos tomos su obra: Historia de los heterodoxos españoles, en el siglo XIX. Otro ejemplo de este enfoque se halla en la obra clásica de Enrique Denzinger: El magisterio de la Iglesia. Manual de los símbolos, definiciones y declaraciones de la Iglesia en materia de fe y costumbres, Barcelona, Herder, 1955.

4. George Huntston Williams: La reforma radical, México, Fondo de Cultura Económica, 1983, p. 939.

5. Ejemplos de este enfoque de la historia, entre los protestantes, se hallan en las obras de Reinhold Seeberg: Manual de historia de las doctrinas, 2 L, El Paso, Casa Bautista de Publicaciones, 1964; y Justo L. González: Historia del pensa­miento cristiano, 3 t., Miami, Caribe, 19922 (ed. rev.).

6. Kenneth Scott Latourette: Historia del cristianismo, 2 t., El Paso, Casa Bautista de Publicaciones, 19837 (1.ª ed., 1958), t. 1, p. 22.

7. Ibíd., t. 1, pp. 24-25.

8. Véase Latourette, op. cit., t. 1, pp. 19-20.

9. Juan Mateos y Luis Alonso Schokel, trads.: Nuevo Testamento (versión adaptada por Virgilio P. Elizondo para el mundo hispanoamericano), Madrid, Cristiandad, 1975, pp. 28, 44.

10. Este es el título de la obra clásica del profesor George Huntston Williams: La reforma radical, México, Fondo de Cultura Económica, 1983. En este libro se trata la historia de toda una serie de movimientos europeos de reforma radical que surgieron durante el siglo XVI.

11. «El programa expuesto por Eusebio … se distancia de lo que debe ser una histo­ria de la Iglesia al servicio de la memoria del pueblo cristiano, ya que no sigue la línea de la historia de Israel, sustituyéndola por la tradición de la historiografía dinástica. La tradición de la Ley, los profetas, de la liberación de los humildes y marginados queda abandonada en beneficio de la tradición de los instrumentos propios de rememoración de una Iglesia imperial, que ve en el emperador el tipo de Moisés y de David, un hombre escogido por Dios para preparar el camino del Señor y liberar a su pueblo. Los enemigos, para Eusebio, son los montanistas, los donatistas, los novacianos, así como los judíos o los «gentiles»; no las estructuras del imperio, ni el poderío de los ricos que explotan a los campesinos con sus pesados tributos y a los esclavos urbanos que trabajan a la fuerza. La Iglesia se identifica así con un grupo solamente dentro de ella: el grupo de los organizadores. No se dice nada sobre los «organizados», a no ser en los relatos de martirio. El programa de Eusebio sirve ciertamente como disciplina eclesiástica en los cursos que preparan a los que tienen que organizar la estructura de la Iglesia; pero no como ejercicio eclesial de arraigo, de rememoración de la alianza de Dios con nosotros, que va pasando por Abraham, Moisés, los profetas, Jesús, los apóstoles, los santos. La memoria de las luchas y esperanzas del pueblo cristiano, que intenta resolver problemas urgentes de supervivencia, de salud, de derechos humanos fundamentales, no encuentra espacio alguno en las páginas de la Historia eclesiástica de Eusebio de Cesarea, ni se repite en ella continuamente que es posible en cada momento y lugar cambiar el rumbo de las cosas, orientar la vida hacia el éxodo, salir del Egipto del Faraón y entrar en la «tierra santa», romper la triste concatenación de dominaciones y humillaciones en la historia de la humanidad. El éxito del programa de Eusebio de Cesarea en la larga tradición de la historia de la Iglesia como disciplina eclesiástica no debe buscarse en la originalidad o en la profundidad de su pensamiento —ya que resulta fácil discutir su teología imperial a partir de los más elementales conceptos de una teología bíblica—, sino simplemente en el hecho de que vino a confirmar por escrito y mediante una tesis un camino práctico que empezaba a trillar un sector importante de los líderes de la Iglesia—que más tarde llegaría a ser hegemónico—, el camino de la alianza entre el estado eclesiástico y la sociedad política del imperio romano. El nuevo modelo de Iglesia, basado en esta alianza, encontró en la Historiade Eusebio una confirmación teórica de su práctica.» (Eduardo Hoornaert: La memoria del pueblo cristiano. Una historia de la Iglesia en los tres primeros siglos, Madrid, Paulinas, 1986, pp. 27-29.)

12. Henry Bettenson, ed.: Documents 01 the Christian Church, Oxford, Oxford University, 19673, p. 15. (Hay trad. portuguesa, Henry Bettenson, ed.: Documen­tos da Igreja Crista, Sao Paulo, Asocia~ao de Seminarios Teológicos Evangéli­cos (ASTE), 1967.)

13. Ibíd., p. 16.

14. Ibíd., pp. 17-18.

15. Ibíd., pp. 18-19

16. lbíd. , p. 22.