Colección de lecturas
 

PDF El don de la reconciliación

Vino a predicar la paz
por John H. Yoder


He Came Preaching Peace
Copyright © 1985 Herald Press (Scottdale, EEUU)
Traducción: Dionisio Byler, 2006
Reproducido aquí con permiso de Herald Press, que conserva todos los derechos.


Capítulo 10.
El don de la reconciliación [1]

Según la Biblia, el propósito de Dios siempre ha tenido una forma social. El propósito de Dios es que haya paz, como realidad compartida en la experiencia humana. En este texto, Jesús nos instruye muy concretamente cómo ponerla por obra. Explica un procedimiento para la superación de conflictos.

Si tu hermano peca,
ve y repréndele
estando tú y él solos.
Si te escucha,
has ganado a tu hermano.
Si no te escucha,
lleva a uno o dos otros contigo.
El testimonio de dos o tres testigos
es necesario para sostener cualquier acusación…
Ciertamente, lo que atáis en la tierra
quedará atado en el cielo.
Lo que desatáis en la tierra
quedará desatado en el cielo.

Mateo 18,15-18 [2]

La resolución de conflictos ha llegado a ser un término bastante conocido hoy día [3]. Es una de las ciencias sociales —una subdisciplina de la psicología— y es una destreza de servicio social. Tomo nota de ello, no como apoyo a la enseñanza de Jesús sino como un término moderno de uso corriente, que expresa más o menos lo que Jesús ofrece aquí.

Esta enseñanza puede que sea tan de sentido común y tan funcional, incluso tan familiar dentro de tu tradición eclesial, que te puedes estar preguntando si merecerá la pena hablar de ella. Sin embargo para otros puede que sea una novedad, les resulte poco familiar o incluso, en principio, de dudosa utilidad. El caso es que es contraria a algunos de los patrones de buenos modales en nuestra sociedad, donde una parte importante de la madurez social consiste en aprender a no meterse en los asuntos de los demás.

Hablaba hace poco con un psicólogo que es miembro de una comuna cristiana. Él comentaba que las personas que observan la vida en comunidad desde afuera piensan que tiene que ser muy difícil dejar a otros el control del dinero de uno. De hecho, observaba él, no es así. Por otra parte, mirándolo desde fuera se suele pensar que no deberá costar mucho amoldarse a vivir conforme a la idea de la amonestación fraternal, afrontando con honestidad las ofensas. Pero decía que eso siempre resulta muy difícil, incluso después de años de experiencia de vida en comunidad.

A la luz de que este texto es tan sencillo y su mandamiento tan evidente, lo que yo pueda decir aquí no puede ser de tan largo alcance como mis comentarios sobre otros pasajes bíblicos. Tengo que empezar con las realidades concretas de lo que indican estas palabras.

Una cuestión importante, aunque parezca trivial, viene del sentido de dos palabras (que abarcan sólo cinco letras en el texto griego), que las traducciones más antiguas conservan pero que algunas de las traducciones más modernas hacen bien en omitir. Las traducciones más antiguas ponen: «Si tu hermanos peca contra ti…» Es un cambio comprensible pero mal encaminado. Da la impresión de que el motivo por el que dirigirse al hermano es mi necesidad y no la de quien ha cometido la ofensa —que lo que hace falta hacer es darme la oportunidad de expresar mi enfado, no que la parte culpable necesita recibir corrección y perdón.

Este cambio puede dar la impresión de que si la ofensa no va directamente conmigo, puedo desentenderme de ella. Puede dar la impresión de que si no me ofendo con facilidad o suelo pasar por alto las ofensas —que en el fondo tampoco es que me duelan; o si soy una persona de talante muy perdonador y magnánimo, entonces no tengo por qué llamar la atención al que ofendió. Estas cinco letras nos pueden desviar de todas estas maneras. No se encuentran en los mejores manuscritos griegos ni en las mejores traducciones modernas. No se encuentran en los pasajes paralelos, en Lucas 17 y Levítico 19. Esa era una cuestión pequeña por donde empezar, aunque no carente de peso. Ahora vayamos al marco más amplio.

El capítulo 18 del Evangelio según Mateo versa sobre el perdón. Antes de nuestro pasaje venía una advertencia contra causar ofensa al que es pequeño. Había un llamamiento a sacrificarse, incluso a deshacerse de un ojo o de una mano antes que ofender. Luego teníamos la parábola de la oveja perdida. Después de nuestro pasaje vendrá la pregunta de Pedro: «¿Cuántas veces tengo que perdonar?» Luego tenemos el caso del deudor que no perdona, que concluye con las palabras: «Dios no os perdonará a no ser que perdonéis también cada uno a su hermano».

De manera que el propósito que nos lleva a ir donde el hermano o la hermana es el de perdonarle. La razón que me lleva a perdonar a mi hermano o hermana es que Dios me ha perdonado. Por eso no importa que la ofensa haya sido o no contra mí. No importa que el perjuicio real haya sido grande o pequeño.

Para algunos, el propósito de lo que se da en llamar «disciplina» en la iglesia es conservar la buena reputación de la iglesia. Para otros el propósito es «enseñar» los valores de la comunidad, para que la gente aprenda lo grave que es el pecado. Para otros, se trata sencillamente de un castigo.

No así para Jesús. Para él, el único objetivo era perdonar. Si te escucha, has vuelto a ganar un hermano. Nada más. No hay exigencias previas, no hay seguimiento posterior.

Hay algo especial en este único deber cristiano, que no se dice con la misma sencillez con relación a ningún otro deber, precisamente porque aquí tenemos más que solamente un deber moral. Casi siempre, las afirmaciones del Nuevo Testamento sobre lo que Dios nos pide son que debemos creer y obedecer, pero rara vez es nuestra obediencia una condición previa. Aquí nos informamos mucho más precisamente, que nuestro perdonar es una parte de nuestro ser perdonados. Esto lo dice también el resto de Mateo 18, como también el Padrenuestro, los comentarios de Jesús sobre el Padrenuestro, y también lo dice —en dos oportunidades—Pablo.

Tal vez haya algunos que se puedan «perdonar a sí mismos» en el sentido de una sencilla operación mental por la que se dicen a sí mismos: «Estoy perdonado» o incluso: «Soy aceptable». O tal vez se digan a sí mismos: «Nadie debería sentirse ofendido con lo que hice», o: «No fue culpa mía». Pero si pueden hacer eso, entonces el significado del perdón queda muy rebajado. La mayoría de las personas, si solamente se dijesen a sí mismas que están perdonadas, no se lo creerían —y con razón.

Tal vez haya otros que pueden perdonar a otra persona sin decírselo (son capaces de dejar de tenerles en cuenta a los demás, lo que les han hecho); pero eso también es rebajar el sentido de estar en relación, porque calla la buena noticia.

Nuestro estudio sobre la ciudad sobre un monte (capítulo 8) suscitó la pregunta: «¿Cómo podemos relacionar el evangelio que vino a Jerusalén, con todos los otros pueblos de la tierra?» Nos preguntábamos que será lo que haga venir a las naciones. El estudio sobre la muralla derribada (capítulo 9) nos hizo preguntarnos cuál es la naturaleza de la relación con los otros pueblos, si los gentiles pueden acercarse para ser parte de una nueva humanidad sin convertirse a judíos. ¿Es posible trabajar para la paz sin ser primero cristianos? Algunos dirían: «¡Desde luego!» Otros se preguntarían: «¿Pero cómo es eso posible?» ¿Acaso no dejaría eso a un lado la importancia vertebral (para la persona que necesita ser salvada) de la cuestión de la fe, o la importancia vertebral (para el creyente) del deber de evangelizar? Todos estos textos nos dicen que hay un vínculo en ambas direcciones, entre nuestro trabajo por la paz y el perdón divino.

Un mandamiento no expresado en la instrucción de Jesús es casi tan importante como el mandamiento expreso. cuando Jesús dice: «Vete con él, estando tú y él solos», lo que significa es «No vayas a contárselo a terceros». No divulgues las malas noticias. No pongas en acción la red de cotilleo. No te pongas a buscar alianzas que apoyan tu versión de los hechos sin haberte enfrentado primero con tu hermano o tu hermana. No agrandes tu versión de los hechos. No aísles al que ha ofendido, aumentando las distancias, reconfirmando tu ira, si es cierto que tu propósito es hacerle extensivo el perdón que has recibido y sigues recibiendo continuamente de parte de Dios.

El esfuerzo por la reconciliación se amplía con más de un intento. La mención de «dos o tres testigos» no es algo que Jesús se inventara. Es parte del procedimiento establecido en la ley del Antiguo Testamento. Conociendo que la denuncia de la ofensa puede que no sea toda la verdad o sólo sea una verdad parcial, los «dos o tres testigos» establecidos por Moisés sirven para confirmar que mi testimonio sea exacto, no sólo para aumentar mis presiones sobre el que ha ofendido. Hacen de mediadores más que de refuerzos; y si de verdad quiero perdonar, lo que quiero es que hagan intermediación. Su entrada a la conversación nos da a ambos la oportunidad de reconsiderar la situación y tal vez retraernos.

Pero puede que todos estos esfuerzos fracasen. Las tres fases sucesivas del diálogo, en círculos cada vez más amplios —fases que normalmente serán de más que una sola reunión cada una— puede que concluyan que en este asunto no tenemos ningún valor en común, ningún compromiso que nos vincula: que el perdón no es lo que se desea. Entonces nos encontramos frente a una situación con que la iglesia primitiva y las sinagogas probablemente tenían menos escrúpulos que nosotros: «Trátale como a un extranjero». Admite que, de hecho, se ha excluido a sí mismo: que no le interesa reconciliarse contigo.

En nuestra era de pluralismo, cuando estamos más inseguros que nunca cuáles son nuestras normas; en nuestra era de individualismo, cuando decimos que cada cual tiene que seguir su propia conciencia, nos causa sofoco tomarnos las cosas con esa seriedad. Es fácil equivocar el sentido de esta frase en la instrucción de Jesús, si no recordamos primero cómo es que trataba Jesús a los cobradores de impuestos. No les echaba en cara que su colaboracionismo con el régimen romano era perjudicial. Se relacionaba con ellos como personas. Entró en sus casas. Dijo que en algunos aspectos eran incluso mejores que los fariseos —a la vez que los invitaba a arrepentirse.

En nuestro pluralismo moderno nos parece violento decirle a nadie que nuestra comunión con ellos tiene límites. Pero por eso mismo, limitamos la posibilidad de profundizar la solidaridad entre los que somos de un mismo parecer, y sacrificamos la posibilidad de motivar a quien ofende, a que procure una reconciliación auténtica —porque no nos atrevemos a decir claramente: «Te has apartado de nosotros. Has dado la espalda a tu comunión con nosotros. Quieres pertenecer, pero no te podemos permitir pertenecer en tanto que sigas…»
Esa debilidad de nuestra parte tiene algunas explicaciones muy buenas. No son explicaciones que vengan en el texto sino que vienen de nuestra historia. Algunos abusos del pasado han destruido la credibilidad de los esfuerzos de la iglesia por perdonar. Esos abusos siguen escociendo hoy cuando utilizamos el término «disciplina» en la iglesia. En nuestras diversas tradiciones eclesiales, el proceso podía tener un cierto parecido a lo que Jesús dijo, pero resultaba sutilmente diferente, aplicado por otros motivos. Se han aplicado normativas de cuya justicia el ofensor no estaba convencido, o a las que el ofensor nunca se había adherido. Se ha querido aplicar normativas a fuerza de autoridad eclesiástica en lugar de que tome la iniciativa la persona más próxima a la ofensa. Se han querido aplicar pero por motivos equivocados: para castigar, para defender la autoridad, para impedir cambios. Se han aplicado injustamente, tratando con más severidad los pecados de los débiles y con más comprensión los de los fuertes. La lista de los abusos se podría extender mucho más.

Pero no deberíamos permitir que los abusos del pasado nos impidan seguir el proceso correcto que enseña el evangelio. Al abandonar ese proceso no negamos nuestros propios intereses sino los del Señor. Es él quien quiere que se extienda el perdón.

Lo que atáis en la tierra,
quedará atado en el cielo.

«Atar» y «desatar» viene del vocabulario de los rabinos. La acción de «atar» es una acción que se mantiene firme. El acto de perdonar en representación de Dios es tan firme que se describe como el de un apoderado legal o como las credenciales de un embajador. El paralelo en Juan 20 pone: «Aquellos cuyos pecados perdonáis, les son perdonados». ¿Cómo podemos hacer eso nosotros? La respuesta es que no podemos. Es Dios quien lo hace, por medio nuestro.

Los siguientes versículos: «Donde dos o tres se pongan de acuerdo en mi nombre, allí estoy yo con ellos», no tienen que ver con el valor en general de grupos pequeños o de la oración compartida. Los «dos o tres» aquí son los testigos del versículo 16. El acuerdo al que llegan (el término griego aquí es « sinfonía») es su decisión unánime sobre el caso entre manos. La presencia de Cristo es lo que apodera sus conversaciones y convalida sus conclusiones. Lo que ellos deciden es válido en el cielo porque él estaba aquí con ellos cuando lo decidieron.

En Juan 20 leemos:

Sopló sobre ellos y dijo:
«Recibid el aliento sagrado.
Aquellos cuyos pecados perdonáis, les son perdonados».

Hasta aquí las palabras del texto. Nos ha sido encomendado un procedimiento concreto para la pacificación, un modelo para la práctica y entrenamiento en acciones que generan paz.

Al concluir sólo me queda identificar algunas direcciones en las que una investigación más a fondo podría llevar fruto:

  1. Atar y desatar, en la jerga de los rabinos, significaba no sólo perdonar sino todo un proceso de discernimiento moral. Existe un vínculo directo entre cómo perdonar y cómo abordar decisiones de contenido ético.

  2. Este es un pasaje de importancia estratégica dentro del Nuevo Testamento como un todo. Es el único lugar donde se nos dice que Jesús mismo haya pronunciado la palabra «iglesia». El peso de esta instrucción queda subrayado con la observación de que Pablo exigió a los cristianos de Corinto recurrir a este procedimiento en lugar de acudir a los tribunales de los gentiles (1 Corintios 6,1-8), y con el mandamiento expreso con que cierra la carta de Santiago (5,19-20).

  3. Este tema halla especial peso en la Reforma del siglo XVI. Tanto Martín Lutero y Martín Bucero, como también los anabaptistas, se referían a este proceso con la expresión «la regla de Cristo». Los anabaptistas entendían que este procedimiento es la alternativa cristiana a la espada. Es el instrumento de la Reforma, la forma de llevar a cabo la purificación de la Iglesia. Entre los anabaptistas se consideraba que era una de las tres «ordenanzas» del Señor (junto con el bautismo y la Santa Cena), como mandamiento expreso de Cristo.

  4. Hay un reconocimiento creciente hoy día de la importancia estratégica de este tipo de conversación que «ata» y reconcilia, para conservar la comunidad y para la resolución de problemas sociales. Como dije, la resolución de conflictos ha llegado a ser una de las ciencias sociales. La intermediación y el arbitraje son hoy día destrezas profesionales. El mundo sabe, aunque la iglesia dude si reconocerlo, que este modelo de hacer paz no sólo es posible sino que es indispensable.

1. Presentado en el congreso New Call to Peacemaking, Elizabethtown, Pennsylvania (USA) el 20 de junio de 1982. Publicado como He Came Preaching Peace, (Scottdale: Herald, 1985), capítulo 10, la presente traducción (por Dionisio Byler) y difusión por internet es con permiso de Herald Press, que conserva todos los derechos.

2. Traducimos aquí la cita bíblica directamente del texto inglés de Yoder, considerando que si así lo desean, los lectores pueden cotejar el resultado con las versiones impresas de la Biblia a su disposición. —D.B.

3. Sé que el término preferido hoy día es «transformación de conflictos» —pero para evitar el anacronismo, he preferido traducir exactamente la expresión utilizada por Yoder en 1982. —D.B.