Colección de lecturas
 

PDF ¡Volveos! ¡Volveos!

Vino a predicar la paz
por John H. Yoder


He Came Preaching Peace
Copyright © 1985 Herald Press (Scottdale, EEUU)
Traducción: Dionisio Byler, 2006
Reproducido aquí con permiso de Herald Press, que conserva todos los derechos.


Capítulo 12.
¡Volveos! ¡Volveos! [1]

Érase una vez un grupo minoritario religioso y étnico que se hallaba amenazado por la superioridad económica y política de la cultura a su alrededor.  Viviendo bajo el dominio de una nación cuyo poderío económico y militar gobernaba todo el mundo, este pequeño pueblo se sentía gravemente desmoralizado.  Gracias a sus instituciones para educar y distraer, el poder cultural dominante de la religión del soberano empezaba a lavar el cerebro a la generación más joven del grupo minoritario, distanciándola de la lengua y del estilo de vida que sus antepasados habían traído consigo al llegar al país y que habían logrado conservar intactos por siglos.

Esta tensión entre el mundo cosmopolita exterior y el pequeño reducto de fe heredada se fortalecía con otra polaridad: la tensión entre los jóvenes y los ancianos.  Los jóvenes con su inclinación normal a cuestionar todo lo que les dicen que han de creer, hallaban un mayor estímulo a sus dudas en el hecho de que la sociedad que los rodeaba tenía en muy poca estima la fe de sus padres, concediéndoles el respeto que se granjea cualquier convicción mantenida tozudamente, pero en absoluto convencidos de lo que ellos alegaban ser la verdad.

Sus mayores, sin embargo, comprometidos como suelen estarlo los ancianos con la defensa de lo que siempre se ha creído, sentían confirmarse sus convicciones de que todo el mundo exterior, aquella cultura cosmopolita, era cosa perversa, al observar las tentaciones, las dudas y el distanciamiento a que sus hijos e hijas empezaban a ceder.  Parecía una deducción lógica, ¿no es así?, que la defensa de esa fe heredada valía el precio a pagar, si fuese necesario, incluso el precio del aislamiento cultural y las privaciones materiales, con tal de que fuese posible salvaguardar la herencia replegándose y atrincherándose.  En la tensión entre el acomodo de los jóvenes y el separatismo a la defensiva de los ancianos, cualquier observador sagaz tenía razones de sobra para dudar que la fe de esta minoría heroica sobreviviese mucho más.  Era real el peligro de que el eslabón entre generación y generación saltara por los aires y que lo que sobreviviese —suponiendo que algo sobreviviera— ya no sería la misma religión.

Ese «érase una vez» al que me refiero sucedió en el siglo V antes de Cristo, justo antes del tiempo de Nehemías.  Bajo el gobierno persa, habiendo perdido toda esperanza de una restauración de un tipo de desarrollo político independiente, la nación judía tuvo que hacer frente a lo que hoy llamaríamos una crisis de identidad.  Es a esa situación que dirigió sus prédicas el profeta cuyo libro conocemos como Malaquías.  Las últimas palabras de aquel libro permanecen en nuestra memoria más que los mensajes de la mayoría de los profetas, en parte por el azar de su situación a lo último del Antiguo Testamento, en parte por el papel que las esperanzas de los contemporáneos de Jesús asignaban a Elías y en parte, tal vez, porque quedaron inmortalizadas en el Mesías de Händel.

Mirad, yo envío mi mensajero
para prepararme el camino,
y el Señor a quien buscáis
aparecerá de repente en su templo;

el mensajero del pacto
con quien os entusiasmáis,
mirad, que viene,
dice el Señor de los ejércitos

Pero ¿quién podrá aguantar el día de su llegada
y quién podrá mantenerse de pie cuando aparezca?
Porque es como fogón de fundidor
y como jabón de batanero;

se sentará como fundidor
y purificador de plata,
y purificará a los hijos de Leví
y los refinará como oro y plata,
hasta que presenten ofrendas rectas al Señor.

Entonces la ofrenda de Judá y Jerusalén
será agradable al Señor
como en los días de antaño
y en los años pasados…

Porque, mirad, el día llega,
ardiendo como un horno,
cuando todos los arrogantes y perversos serán rastrojo;
el día que se avecina
los consumirá en llamas,
dice el Señor de los ejércitos,
hasta no dejarles
ni raíz ni rama.

Pero para los que teméis mi nombre,
se alzará el Hijo de Justicia,
con medicina en sus alas…

Mirad, os enviaré a Elías el profeta
antes del día grande y terrible del Señor…
Y hará volver los corazones de los padres hacia sus hijos
y los corazones de los hijos hacia sus padres,
no sea que venga Yo y castigue la tierra con una maldición.

Malaquías 3,1-4; 4,1s., 5s. [2]

Hallamos dos cuadros del futuro en estos capítulos de Malaquías: (1) está la venida del Señor al templo, quien purificará a su pueblo para que lo puedan adorar como es digno; y (2) está la venida de un profeta que hará volver los corazones de su pueblo para que la tierra no sea castigada con una maldición.  Las dos promesas están dirigidas a una sociedad enferma y dividida.  ¿Qué es exactamente lo que vienen a decir?

Empecemos con la última promesa, las últimas palabras del Antiguo Testamento.

Padres e hijos

Para el pueblo judío de aquella era, la diferencia entre los padres y los hijos estaba más que clara.  Los padres representaban a las generaciones que venían conservando con vida la identidad judía a lo largo de más de un siglo de derrota y exilio.  Ahora se encontraban en Palestina, reconstruyendo, sólo para ver que sus propios hijos se sentían atraídos por la cultura de sus vecinos y empezaban a salir con la juventud samaritana.  Era muy real el peligro de que el pueblo se desintegrara —o por volver a las palabras del profeta, que «la tierra fuera castigada con una maldición».

Algo así pasa también hoy.  Más que dos milenios antes de que Freud lo explicara en términos modernos, el profeta observó algo acerca de la naturaleza del conflicto y las rupturas en la sociedad, en la familia, incluso en el interior de las personas.  El término «padre» identifica no sólo una posición social sino también una mentalidad.  El padre se identifica, para sí mismo así como para los demás, con las cosas tal cual son, con el orden.  Cuando ese orden se cuestiona, él se pone a la defensiva.  Y se defiende a sí mismo defendiendo ese orden.  Para ello recurre a lo que tiene a su disposición: el poder, el control, la autoridad.

El término «hijo» también indica una mentalidad.  Para sentirse seguro de su propia identidad, tiene que probar para sí y para los demás su independencia, puesto que él también considera que el padre es lo mismo que el orden que ahora impera.  Cualquiera cuestionamiento de ese orden es una conquista.  Cualquier ataque a ese orden le complace.  Cualquier cambio será siempre para mejor.  Él también recurre a lo que tiene a su disposición: el insulto, el poner en duda, la desobediencia.

Es así como se define la cuestión entre los «padres» y los «hijos»: el orden antiguo contra el cambio, el control contra la libertad.  Si en algo están ambos de acuerdo, es que esa es la naturaleza del problema.

Y en eso ambos se equivocan.

La perspectiva desde la que ambos ven esa tensión les impide verla de cara.  El caso es que el poder no está de la parte del padre, porque los padres saben que el futuro se les escapa.  Su control rígido es una expresión de sus temores, no de su fuerza.  Ni tampoco es cierto que la innovación, la creatividad, es característica exclusiva de los hijos.  Al fin de cuentas, la mayoría de las rebeldías resultan estériles y absolutamente carentes de imaginación.  Lo único que hacen es poner patas arriba lo que estaba antes.  En lugar de inventar, los hijos muchas veces sólo invierten: empiezan con lo que ahora es e intentan ponerlo al revés.  Así que los padres y los hijos son iguales en su oposición recíproca: ambos están impulsados por sus temores; cada cual ve al otro como poderoso; cada cual es inconsciente de la barrera que levanta su propio poder.  Y como no se fían, como no pueden colaborar con confianza, como no pueden hacer suyas en una generación —sin sobresaltos— los mejores logros de la generación anterior… la tierra va a sufrir.

En la época de Malaquías, esta «maldición de la tierra» probablemente indicaba algo así como una plaga de saltamontes o una sequía.  Nosotros vivimos en un mundo donde nos resulta muy difícil ver una conexión directa, de causa y efecto, entre las diferencias generacionales y los saltamontes.  A la vez, el alcance mundial de nuestra cultura hace que sea muy posible que lleguemos a ver el día cuando nuestro aire y nuestra agua están malditas porque una generación ha malgastado la naturaleza sin pensar en los que vienen después.  Es así como esta idea de una maldición sobre la tierra vuelve a cobrar un sentido urgente hoy día.  Cuando en lugar de oxígeno haya dióxido de carbono y el agua esté saturada de toxinas y detergentes, no tenemos un planeta al que volver a refugiarnos, como lo hacen los astronautas al agotar las reservas en su naves.

Aquel que viene

Esta es, entonces, la situación donde se pronuncia el profeta.  Otro profeta —él lo llama «Elías» —vendrá.  Él sanará la separación y evitará la maldición.  No negociará un acuerdo de transigencias.  No se impondrá por la fuerza.  No controlará cómo haya de responder cada uno; y sin embargo dice que «hará volver sus corazones».  Conseguirá que se «conviertan» tanto los padres como los hijos.  A este conflicto traerá una nueva mentalidad, una nueva actitud —no una nueva ley ni un nuevo contrato, sino una nueva apertura, una comunidad.

Ahora bien, está claro que la distancia entre la juventud y la ancianidad no es la única tensión que soporta nuestra sociedad.  Es fácil exagerar el tema de las diferencias intergeneracionales, pero también es cierto que muchos de los otros focos de tensión se parecen mucho a este y a veces se solapan con este.  Y si no hay curación, una sociedad puede acabar saltando por los aires.  Si las fuerzas de conservación y de innovación no hallan forma de reconciliarse, una civilización puede acabar rasgada en dos, cada fragmento reaccionando a la defensiva, impulsado por sus temores ante el otro, sin cabida para la confianza ni la creatividad, sin ninguna salida nueva a no ser que llegue un «volvernos» de nuestros caminos.

El profeta no dice que las diferencias vayan a desaparecer.  Los hijos seguirán siendo hijos con todos sus impulsos a poner las cosas patas arriba y los padres seguirán siendo padres con sus ansias de ponerlas como estaban antes.  Pero la hostilidad habrá sido curada por esa «conversión».  Pero, ¿ cómo?

Tampoco dice el profeta que vayan a acabarse los debates.  Ni que Dios o Elías vayan a mostrar a los padres que los hijos llevan la razón (o lo contrario), ni —puestos al caso— que Dios vaya a tomar una postura correcta equidistante entre ambos.  En lugar de ello, sucederá algo nuevo.  Pero, ¿qué?

Algo de nuestra respuesta puede hallarse en la otra parte de nuestro texto, ese otro cuadro: el Señor que viene a sus templo.  En lugar de arbitrar entre los israelitas, los juzgará.  Los purificará.  Esta pureza tiene un sentido muy concreto, puesto que el pasaje prosigue a identificar el divorcio, los matrimonios mixtos, el fraude y el perjurio, la explotación económica y la negación a diezmar, como los pecados que se interponen entre Dios y su pueblo.  Antes que nada, hay que quemar esto con el fuego de fundición, hasta que las personas puedan una vez más acercarse a Dios —para que puedan adorar dignamente.

Puede que Jesús tuviese este mismo cuadro en mente cuando, según lo narran Mateo y Lucas, estuvo siendo tentado por Satanás, que lo invitó a aparecer milagrosamente en el templo.  Es probable que lo tuviera presente cuando, pocos meses después, encabezó su marcha sobre la capital y la multitud le siguió por la Avenida Pennsylvania [3] de su día y de su ciudad, y entró hasta el templo.

Durante siglos, los cristianos han pensado que la procesión del Domingo de Ramos hasta el templo fue una evento ceremonial religioso.  Cuanto mucho, han observado que, al empezar la Semana Santa, Jesús gozaba de cierto grado de apoyo popular.  Pero ahora, después de toda una generación de marchas, sentadas, manifestaciones de enseñanza e incluso manifestaciones de predicación, quizá tengamos nociones más exactas del tipo de ofensa pública causada por el activismo de Jesús —como podía, y de hecho consiguió, ofender tanto a los romanos como a los judíos y conducir directamente a su muerte.  Jesús estaba inaugurando un nuevo tipo de movilización para poner fin a la guerra que divide a la raza humana.  La expresión de uso en ese momento para describir esto, fue «rey de los judíos».

Jesús nos enseñó algo acerca de cómo poner fin a las guerras, que la mayoría de nuestros contemporáneos siguen sin aprender.  Algunos de nuestros amigos bien intencionados piensan que se puede cerrar una guerra como se cierra un grifo—lo único que hace falta es asir el control y ser honesto.  Otros piensan que es útil invertir los papeles—declarar que los vietcong o los Black Panthers [4], los sandinistas o los palestinos, son los buenos; y Washington siempre los malos.  Esta inversión de los papeles puede que tenga algún mérito, pero no aporta nada a poner fin al conflicto.  La única manera de acabar con la guerra es hacer la paz; y para eso, alguien tiene que morir.  Alguien tiene que ceder.  Alguien tiene que sufrir humillación.  Alguien tiene que sugerir una alternativa, una visión de un nuevo orden por el cual haya quien esté dispuesto a sacrificar su futuro, su popularidad e incluso su vida.

Jesús hizo lo que Malaquías había predicho.  Limpió el templo.  Interfirió con las actividades de aquellos que estaban ganándose la vida legítimamente haciendo negocio con los clientes del templo.  Empezó a juzgar su conducta a la luz de una justicia que estaban obligados a aceptar —o bien marcharse.

El otro camino

Ya hemos visto que el joven rebelde no suele ser muy creativo.  El rebelde es esencialmente un conformista al reaccionar casi automáticamente contra no importa qué sea lo que hacen los ancianos.  Y el rebelde también suele ser conformista en su forma de reaccionar, que es igual que la de todos.  También podríamos haber añadido que el «padre» que se siente amenazado, suele ponerse a la defensiva sobre cuestiones que no merecen la pena defender o cosas que son imposibles de salvaguardar poniéndose a la defensiva.  Jesús va más allá de los temores y la santurronería de ambas partes al aportar una nueva opción, una nueva vara de medir, una nueva exigencia.  Su postura es más crítica del «sistema» actual que lo que jamás sea posible desde la simple rebeldía juvenil, porque propone una alternativa, que no sólo una negación.  Contra el orden antiguo propone un orden nuevo —que él llama un «reino», el reinado de Dios— una nueva manera de relacionarse, donde el poder no se emplea para defender ni para atacar sino para servir, un orden que no es ni de dependencia ni de independencia sino de interdependencia.  No viene ni a conservar ni a destruir sino a crear.

Aquellos que aceptan este orden nuevo serán purificados.  En lugar de acaparar dinero, lo compartirán.  En lugar de estar centrados en sí mismos, encarnarán valores que van más allá de sí.  En lugar de antagonismo, fomentarán la comunicación.

Este orden nuevo es lo que los cristianos nos hemos comprometido a buscar y vivir.  Pero no lo podemos hacer naturalmente.  Para que esto sucede tiene que haber un cambio, un «volverse», una conversión.  Jesús dijo que sus oidores, para poder seguirle, primero tendrían que «arrepentirse».  Ahora bien, el arrepentimiento no es lo mismo que sentirse triste; es una transformación.  El arrepentimiento no es sentir remordimiento; es una nueva conducta que fluye a la par con una nueva actitud.  Es porque exige este cambio de todos, sean «padres», sean «hijos», que Jesús puede aunar a todo tipo de personas.  La división no puede ser curada por la tolerancia, ni por la comunicación (que algunos piensan que es lo único que de verdad hace falta), ni por la negociación.  La cura tiene que suponer un nuevo empezar.

No importa cuál sea vuestra opinión sobre cuestiones de política, coincidiréis conmigo, al leer los periódicos, en que uno de los motivos del estado en que se encuentra nuestra sociedad hoy día es que aquellos que influyen en la vida pública no pueden o no están dispuestos a admitir:  «Me equivoqué».  Se habla mucho de volver a empezar pero hay poca admisión de culpa por el pasado.  En general solemos respetar la honestidad y el valor de los individuos que son capaces de pedir disculpas y de admitir su responsabilidad por los errores cometidos y que prometen tomar pasos para corregir aquellos errores.  ¿Por qué, entonces, es tan impensable que un estadista o un gobierno o una sociedad hagan lo mismo?

Si podemos admitir, por ejemplo, que fue necesario sacar las tropas americanas de Vietnam en 1975 o de Beirut en 1983, por qué es imposible admitir que fue un error haberlos enviado?  ¿Por qué es que los estadistas no se pueden permitir el gesto de promover la paz sin sentirse obligados a añadir que esa paz tiene que ser «con honor»?  Sea lo que sea que quiera decir esa frase, lo que está claro es que no suena a arrepentimiento.  ¿Por qué tiene que condicionarse, quizá incluso anularse nuestra disposición a poner fin a la guerra, a la exigencia de aparentar haberla ganado?  ¿Acaso no es porque las personas se han cerrado en banda a la gracia del arrepentimiento?

Si el arrepentimiento es la cara sombría de un nuevo comenzar, su cara soleada es la reconciliación.  Las personas pueden reconciliarse con Dios y ser capacitadas para volverse uno hacia el otro, no porque Dios ignore su pasado, su orgullo y culpa, ni porque Dios lo pase por alto a la ligera como si fuese una insignificancia, sino porque él lo toma todo sobre sí —porque él mismo pagó el precio que cuesta restaurar relaciones.

Por la manera que se nos ha predicado en el pasado, cualquiera diría que «convertirse» es una cosa negativa.  Significa dar la espalda, abandonar, volverse de la diversión y frivolidad o del pecado y falta de dirección, o de las malas compañías.  Y no es que eso no sea cierto.  Toda decisión acertada, toda maduración personal, toda educación incluye cierta medida de rechazo de aquello que era inadecuado, indigno o falso.

Sin embargo el llamamiento de este Elías prometido no tiene esa forma.  Aquí tenemos la invitación a volver nuestros corazones unos hacia otros.  Cualquier nota de renuncia que haya aquí, se ve ahogada por el hecho de la reconciliación.  La muerte al «yo», ya no se nota ante el nacimiento de comunidad.  Así que ya no nos limitamos a preguntar: «¿Quién tenía razón?», y: «¿Quién no tenía razón?»; ni siquiera: «¿Porqué tenía razón quienquiera?», y: «¿Hasta qué punto no tenía razón quienquiera?».  Abandonamos todo eso y volvemos a empezar.

Los «hijos» no tienen razón

Lo que hace falta no es que los jóvenes se salgan con la suya.  El arrastre cultural hacia el conformismo, que a ellos les resulta tan naturalmente atractivo, por el solo hecho de ser lo nuevo, porque lo ven desde una perspectiva diferente, resultará carente de sustancia.  Esto también es opresivo.  Esto también depende de un conformismo irreflexivo.  Es menos personal y hay allí menos amor que en los vínculos estrechos de la comunidad del grupo minoritario; y el año que viene, cuando lo necesites, quizá las tendencias hayan vuelto a cambiar y descubras que estás solo.

Ayer era posible unirse a las manifestaciones multitudinarias para poner fin a la guerra.  La guerra sigue pero las multitudes se han aburrido y ahora se dedican a otra cosa.  Si unos meses más tarde quieres manifestarse con la multitud, tendrá que ser a favor del aire sin contaminación o por el fin del aumento de la población del planeta.

Los hijos no tienen razón.  Es sólo cuando se hereda un legado que se es plenamente humano.  Es sólo desde el legado de Abraham y Moisés que se puede aportar a la humanidad un orden realmente nuevo y liberador.  Lo que necesitan los hijos es que sus corazones se vuelvan, que acaban por entender que lo esencial del compromiso de sus padres no es un montón de reglas y rituales distantes, opresores y carentes de sentido, sino un pacto que ellos también pueden asumir libremente como suyo propio y como la misma forma de la libertad —esa es la esencia de lo que enseñan Abraham y Moisés.  El sentido del término Torah, la «ley» —el sentido del pacto que se ofrece a todo aquel que esté dispuesto a abandonarlo todo por recibirlo— es liberación.

El propósito a largo plazo de Dios para la cultura judía no era que acabase dejándose arrastrar por la corriente casi irresistible de la cultura mesopotámica o la helénica, sino que sucediese todo lo contrario.  La intención de Dios fue que la esencia de lo que significa ser judío fuese abierta y amplificada precisamente por un judío joven, Jesús, y que sus primeros discípulos helenizados como el joven judío, Pablo, diesen acogida a los gentiles.  Este es, visto con amplitud, el sentido de la educación, como lo es de la misión: el descubrimiento de una dirección de futuro, desde la que abrir la esencia del pasado y transformarla en un futuro plenamente propio, de uno mismo.  El único futuro posible es uno que sea la prolongación del pasado con que escogemos identificarnos.

Los que se autodefinen como revolucionarios pero niegan esta realidad, suelen ser los que la confirman con mayor claridad.  Durante los días febriles de la «cultura juvenil» de los años 70, el lenguaje más radical resultaba ser el de los discípulos de Herbert Marcuse, un viejo que mantenía ideas más viejas que él mismo.  Y los jóvenes patriotas que se sentían llamados a contrarrestar la retórica marxista de Marcuse defendiendo una sana y encarnizada lealtad a los valores americanos, solían apelar a las palabras de otro viejo, el californiano Eric Hoffer.

De manera que el llamamiento a los hijos es: «¡Volveos!».  Liberaos del reaccionismo adolescente lo bastante como para poder escuchar lo que haya de sabiduría en las inquietudes de vuestros padres.  Quién sabe, si la visión de aquel orden nuevo que empezó Jesús inspira vuestra lealtad, tal vez seáis capaces de escucharles sin temor a perder vuestra independencia.

Los «padres» no tienen razón

Pero esa es sólo la mitad del llamamiento del profeta.  Lo que hace falta es que los ancianos tampoco se salgan con la suya.  Esa preocupación a la defensiva que mira siempre hacia atrás y que les resulta tan obviamente reconfortante, es un callejón sin salida.

Por muy familiar que resulten frases tomo «avivamiento a la antigua» o «volver a la Biblia», el caso es que tales opciones no existen.  ¡Un avivamiento a la antigua es una contradicción!  Y no se puede llegar a la Biblia yendo hacia atrás.

Para la época de Zacarías y Malaquías, la lengua madre de la Biblia, el hebreo, ya estaba en vías de ser una lengua muerta.  Y toda la devoción y el empeño del mundo, en las sinagogas y en el mantenimiento del ritual tradicional, sería incapaz de mantenerla viva, salvo entre los rabinos profesionales.  La Biblia Hebrea se escribió en medio de un esfuerzo por tomar la fe de un Abraham o de un Moisés y hacer de ella la religión cultural de un terruño particular, un estado particular… y ese esfuerzo resultó fallido.  Fracasó externamente en sus enfrentamientos sucesivamente con Asiria, Babilonia, Alejandro Magno y por último Roma.  Pero también fracasó internamente, al endurecer los corazones de los padres contra los hijos.

No se puede llegar a Abraham yendo hacia atrás.  La vida entera de Abraham fue una de dejar atrás las cosas seguras del pasado y avanzar hacia una promesa.  Esa es la esencia, el significado de la fe y fidelidad.  Jesús, nos informa la carta a los Hebreos, es nuestro modelo; él es el que fue fiel por excelencia.  Jesús aguantó el oprobio y aceptó la cruz «por causa del gozo que tenía por delante».

Tampoco es posible llegar a Moisés yendo hacia atrás.  Moisés miraba siempre hacia delante, desde Egipto hacia el desierto, desde la costa del Mar Rojo tierra adentro, desde Sinaí hacia el desierto otra vez.  Su mira estaba puesta siempre en aquella tierra que tenía por delante, una tierra a la que nunca conseguiría entrar, viendo desde lejos una era (que Josué tampoco hallaría una vez cruzado el río Jordán) cuando todo el pueblo de Dios serviría a Dios como real sacerdocio y cuando todo el pueblo de Dios profetizaría.  Los padres no se salvarán por investigar la historia con mayor detalle, ni por una defensa más habilidosa de los valores de la tradición, ni por un control más eficaz de la escuela.  Pero, ¿y si hubiera alguna manera de volver los corazones de los padres hacia sus hijos?

Si hay algo que hayamos conseguido aprender de las luchas de las últimas décadas, debería ser que es imposible conservar un legado, si es que ese legado vaya a ser uno que está dedicado a las alabanzas de Dios y al seguimiento de Jesús.  Los mismo cercos que se levantan para defender el legado, lo acaban por ahogar.

Es sólo si el grano de trigo muere que su fertilidad se renovará en una nueva generación.  Es sólo cuando brota de nuevo en una nueva síntesis creativa, donde el pasado haya demostrado su poder para absorber el presente y así renovarse, que el pasado pueda sobrevivir.

De manera que el llamamiento a los padres es el mismo: «¡Volveos!»  Permitíos la libertad para recibir como hermanos y hermanas más jóvenes a los que se niegan a nunca ser más que hijos.  Permitidles, quizá por primera vez, compartir vuestros valores por su propia libre elección.  Concederles libertad para tomar esa decisión, puede que incluso llegue a agudizar vuestro compromiso también, en la medida que os haga menos obsesionados con el deber de mantener ante ellos una imagen de perfección inalcanzable.  Puede que eso incluso os capacite para uniros a ese gran volver que los antepasados llamaban Sublime Gracia, que los hijos e hijas llaman La Revolución, y que Jesús llamaba el reino de Dios.

Quizá sea posible…

No repararemos una sociedad agrietada «cortando por lo sano».  No detendremos los movimientos de protesta pidiendo a la gente que baje la voz, ni tampoco conseguiremos mejorar la suerte del prójimo dedicándonos a denunciar «el sistema».  Sin embargo quizá sea posible:

  • si empezáramos a creer que hace falta un orden nuevo,
  • si permitiésemos que el juicio de Jesús penetrara nuestra manera de hacer las cosas y administrar nuestro dinero,
  • si admitiésemos que nos digan que Dios ama a sus enemigos y por consiguiente nosotros podemos permitirnos amar a los nuestros,
  • si admitiésemos que se nos proclame que eso tiene que incluir aquellas personas del bando contrario que más nos incomodan —no importa cual sea el bando que defendamos;
  • si creyésemos que es parte de la intención de Dios y entra dentro de su capacidad de acción volver a crear tal comunicación que la gente sea capaz de abrirse para ser instrumentos de su amor, entonces quizá sea posible que los corazones se vuelvan una vez más y la maldición sea evitada.

Ya hemos dicho que un corazón que se vuelve no es, en la intención el profeta, una emoción interior, blanda.  Él entiende que supone un estilo de vida nuevo y un compromiso moral nuevo.  Si fuésemos a escuchar así y así ser transformados, entonces podría suceder que la humanidad evite su destrucción.  ¿Pero es que hay alguien que desea ese arrepentimiento?  ¿Hay alguien dispuesto a pagar el precio por esa clase de reconciliación?

¿Hay alguien aquí que quiera eso?

Es habitual en los discursos de fin de carrera anunciar a los que han concluido sus estudios, que el mundo está esperando que ellos lo salven.  Eso no es verdad y vosotros sabéis que no es verdad.  También es habitual en este tipo de ceremonia en las universidades cristianas, felicitarnos de nuestra capacidad de comprender el sentido de la cultura cristiana.  Pero eso tampoco nos engaña.

Sin embargo, ¿es demasiado esperar que sepamos lo bastante como para oír en las palabras de nuestra propia cultura el llamamiento de aquel Elías que vino para hacer que nos volviésemos?

Ha sido para vosotros un privilegio estudiar en una escuela con la orientación internacional que tiene Goshen College.  Entráis al mundo laboral o proseguís vuestros estudios con la ventaja recibida de un plan de estudios y un cuerpo docente entregado a luchar contra los reflejos tribales que nos instruye nuestra cultura monolingüe y nacionalista.  Eso es bueno y sabéis que es bueno.  Podría decir cosas parecidas acerca del énfasis en el servicio o el carácter voluntario de la estructura eclesial que habéis hallado en esta facultad, así como las virtudes personales de vuestros profesores o de los estudios que acabáis de completar… pero eso también ya lo sabéis.

Pero ninguno de estos méritos habrá merecido la pena —y algunos habrán resultado ser un auténtico desperdicio— si no tienen como resultado ahora un ataque contra los perímetros hostiles de este mundo, si no tienen como resultado ahora un cumplimiento de la promesa de Malaquías de que, mediante la irrupción en medio de ellos de un nuevo tipo de disposición al servicio, los corazones de los chicanos se vuelvan hacia los anglos y aun viceversa, los corazones de los negros se vuelvan hacia los blancos y aun viceversa, que entre varones y mujeres, entre la ciudad y la universidad, entre los padres y los hijos, pueda darse esa transformación justa de las voluntades, esa particular clase de revolución que llamamos «reconciliación», que sólo Dios puede otorgarnos y que sólo nosotros podemos permitir que nos suceda.


1. Discurso de ceremonia de fin de carrera, presentado en la facultad menonita de Goshen College, Goshen, Indiana (U.S.A.), el 19 de abril de 1970.  Publicado posteriormente como He Came Preaching Peace (Scottdale: Herald, 1985), Capítulo 12, la presente traducción (por Dionisio Byler) y difusión por internet es con permiso de Herald Press, que conserva todos los derechos.

[De todos los capítulos de este libro, éste es probablemente el que resulta más estrechamente vinculado a su momento particular en la historia de Estados Unidos.  Sin embargo el lector y la lectora hallarán que los principios que inspiran este discurso de fin de carrera, son sin duda alguna —a pesar de ello— de aplicación universal. —D.B.]

2. Hemos traducido directamente del texto inglés de Yoder, sabiendo que quien quiera, podrá cotejar el resultado en castellano, con la Biblia impresa de su preferencia.  —D.B.

3. La vía principal que discurre, en la ciudad de Wash­ington, entre el Capitolio y la Casa Blanca.  —D.B.

4. Movimiento más o menos revolucionario pro defensa de la identidad y los derechos de los estadounidenses de raza africana, durante la década de los 60.