La persecución. Realidad y mito

4 de marzo de 2019    •    Lectura: 9 min.
Imagen: El anabaptista Anton Ijsbaerts en la hoguera en Amberes, 1573. Grabado de Jan Luyken (1685)

El 4 de febrero (2019) la publicación norteamericana Mennonite World Review publicaba en internet un artículo sobre un museo de historia anabautista y menonita en EEUU, que acaba de añadir a su colección una exposición sobre la reconciliación en Cristo que han experimentado nuestras comunidades con las confesiones católica, luterana y reformada(( From persecution to reconciliation, MQR Feb 4, 2019. )). En el siglo XVI eran sus antepasados los que perseguían a nuestros antepasados anabaptistas. No es que ahora nos hayamos fusionado con ellos, ni que ya no existan diferencias importantes entre nuestras diversas tradiciones eclesiales. Es que ahora en el siglo XXI nos han pedido perdón por la persecución hace medio milenio, y hemos tomado nota de la disculpa, y expresado perdón.

Perdonar no es solamente lo que nos exige el ejemplo de Jesús. Es lo que ya expresaron en su día un buen número de los mártires anabaptistas que morían por su fe, a manos de cristianos con otras ideas. Eran los mártires, después de todo, cristianos sinceros, que se sabían seguidores coherentes del Señor Jesús que mandó amar hasta al enemigo y perdonar y bendecir a los que nos persiguen y maldicen.

Sobre la nueva exposición en ese museo menonita, comenta André Gingerich Stoner: «Las experiencias de persecución traumatizaron a la comunidad anabaptista. Quinientos años después, muchos seguimos cargando con un sentido de victimación, por la que nos creemos más justos que otros cristianos. Esto no es bonito ni sano. Entorpece nuestra vida de comunidad y nuestro testimonio en el mundo. Aceptar de todo corazón las disculpas y brindar perdón, nos puede transformar y liberar para ser más plenamente el pueblo que Dios pretende que seamos».

Yo añadiría, tal vez, la advertencia de que este ejercicio de perdonar puede encerrar también una trampa. ¡Ay, qué santos y justos y superiores nos podemos sentir, sabiéndonos perdonadores de agravios terribles sufridos! Me parece que si el perdón deriva en una actitud así, está viciado. Aunque seguramente será bueno para la persona (o la tradición eclesial) perdonada, nos privaría de la sanación y liberación que pretende conseguir en nosotros el Espíritu Santo.

Perdonar no es lo mismo que olvidar, bien es cierto. Hay realidades históricas que son terriblemente aleccionadoras; y no conviene olvidar la saña diabólica con que se yergue muchas veces la oposición al purísimo evangelio de Cristo. No conviene olvidar, tampoco, que podemos ser los propios cristianos los que acabemos actuando diabólicamente persiguiendo al prójimo mientras nos creemos estar agradando a Dios.

En relaciones personales puede que no sea prudente a veces bajar del todo la guardia por mucho que se perdone, porque los individuos humanos solemos recaer en nuestros pecados y violencia habituales. El maltratador, aunque perdonado, puede volver fácilmente a maltratar. Pero en este caso histórico, pasados ya siglos, unos y otros hemos evolucionado tanto que aunque nos sentimos herederos de nuestros antepasados espirituales, ya no somos lo mismo. Ni nosotros solemos tratar ya al Papa y al catolicismo de Anticristo y Babilonia la gran ramera, ni ellos persiguen ya hasta la muerte a los cristianos de otras confesiones.

En un mundo incrédulo que en muchos países ha dado la espalda al cristianismo, nos podemos sentir hermanados en muchos particulares con otros cristianos de otras tradiciones. No es que nos entren ganas de someternos al Papa, ni a ellos les entren ganas de hacerse anabautistas. No es que aspiremos a tener todos unas mismas ideas, liturgias y doctrinas. Pero sí que existe un reconocimiento de que hoy día, todo aquel que predica a Cristo y fomenta la lectura de la Biblia, es en muchos sentidos aliado nuestro.

Y entonces, el resentimiento por persecuciones pasadas es justo que desaparezca. Y desde luego, cualquier sentimiento de superioridad moral por descender espiritualmente de quienes hace medio milenio fueron perseguidos, sería un sentimiento de superioridad falsa. Como todo sentimiento de superioridad, tal vez sencillamente esconda un complejo de inferioridad.

El sentimiento de victimación cristiana

Todo aquello es agua pasada.

Pero hoy día se ha extendido ampliamente en el mundo cristiano —sospecho que con fuerza parecida entre católicos y evangélicos— la noción de que el cristianismo está padeciendo terribles e injustas persecuciones.

Esto hay que tomarlo por partes.

Es cierto que en algunos lugares del mundo hay cristianos que padecen persecución por vivir y predicar su fe. En los países islámicos, por ejemplo, así como en aquellas partes de la India donde el hinduismo se ha vuelto más militante, es cierto que hay cristianos que padecen persecución por vivir y predicar el evangelio. En particular en todas aquellas partes del mundo que padecieron colonización europea, y de la mano de esa colonización la presencia agresiva de misiones cristianas, el nacionalismo anticolonialista encierra casi inevitablemente un rechazo agresivo de la influencia imperialista de la religión cristiana. La liberación del poder colonialista se expresa inevitablemente, entre otros aspectos, como fanatismo por recuperar rancias tradiciones religiosas anteriores al imperialismo europeo.

Si el evangelio en aquellas regiones hubiese tenido orígenes desde abajo, desde la marginalidad social que vemos en el libro de Hechos y en general en el Nuevo Testamento, otro gallo cantaría.

Los romanos seguramente sentían que el cristianismo era una influencia extranjerizante judía que enseñaba el ateísmo (respecto a los dioses paganos de Roma). Es cierto que hubo algo de persecución, según dónde y cuándo y por diferentes motivos políticos locales, en aquellos primeros siglos del cristianismo. Los que ostentaban poder e influencia social y económica, política y militar, seguramente veían el auge del cristianismo como una superstición descerebrada que engañaba a esclavos y al vulgo pobre y embrutecido.

De lo que el paganismo no podía acusar a aquellos primeros cristianos, era de haber entrado de la mano de un imperialismo y colonialismo extranjero, ganándose el respeto de las masas por la clara superioridad de los ejércitos dominantes que practicaban su religión.

Entonces hay que reconocer que en aquellas latitudes donde hay cristianos que padecen persecución —persecución de verdad, aquella que priva de derechos civiles, mete en la cárcel y hasta desemboca en torturas y ejecución— los cristianos bien pueden estar sufriendo por asociación con el odiado imperialismo y colonialismo de otras generaciones. El privilegio y la violencia con que se aliaron los misioneros para llegar a estas regiones, rebota ahora en intolerancia y persecución. Lo que antes se consiguió con medios ilegítimos, ahora se quita con igual moneda.

Esto no es sufrir propiamente por el evangelio, aunque de lo que se les acusa sea precisamente de ceñirse al evangelio. Es sufrir porque la religión que profesan se estableció ilegítimamente, desde arriba, desde el poder militar, económico y político, y no como es propio del evangelio: desde el «no poder» y la «no sabiduría» de este mundo, que es como evangelizaba Pablo.

Dios en su infinita sabiduría puede estar permitiendo ahora en esas latitudes alguna medida de desprestigio intelectual, marginación social y, sí, hasta persecución de los cristianos, enmendando tristemente ahora lo que empezó mal. Tarde o temprano cambiará la percepción social de los cristianos en esos lugares. Se dejará de verlos como representantes de intereses occidentales y se empezarán a ver como pobres gentes marginadas y perseguidas —pero sin embargo constantes en el amor al prójimo y la capacidad de perdonar como Cristo en la cruz—. Entonces de las cenizas de esta presente persecución nacerán movimientos de avivamiento espiritual.

Si esta es la dinámica que está impulsando o permitiendo el Espíritu, hay que medir bien cómo reaccionamos los cristianos de otras partes. Si lo que hacemos, instintivamente, es hacer todo lo posible para que nuestros gobernantes occidentales intervengan, el resultado será que se demore el cambio de percepción de los cristianos. Estaremos confirmando que el cristianismo es un extranjerismo que se sostiene por el poder de las potencias occidentales.

Pero si lo que hacemos es —todo lo contrario— interceder ante el Cielo para que fortalezca a nuestros hermanos perseguidos, haga resplandecer entre sus vecinos su amor al prójimo y su dedicación a las buenas obras, les dé palabras de sabiduría y gracia y mansedumbre para convencer a sus enemigos, los consuele y reafirme en el poder del Espíritu, entonces seguramente se acortarán los días de su persecución.

Una impresión falsa de ser perseguidos

Otra parte del tema de la persecución de cristianos hoy día es la impresión falsa de que la resistencia social frente a algunas formas de dominación que ha ejercido el cristianismo aquí mismo en occidente, constituye persecución.

Es cierto que en muchos sectores de nuestra sociedad hay un rechazo frontal del cristianismo. Muchos han vivido el cristianismo como opresión psicológica, manipulación, machacar a la gente para que adopte un conformismo social y moral que no sienten, hipocresía, y un largo etcétera de negativismo. Atacan con argumentos, con manifestaciones en la calle y de otras muchas maneras, no la fe cristiana en sí —aunque nos lo pueda parecer— sino esos abusos que les parece observar en la religión cristiana.

La percepción generalizada de hipocresía que existe en el mundo hoy día acerca de la religión cristiana, es algo que nos hemos ganado a pulso.

Es típico entre los evangélicos presumir de que como no tenemos un clero célibe, tampoco está plagado nuestro clero de abusos sexuales. Pues bien: hace poco se publicó un testimonio de lo que pasa en los Bautistas del Sur (de EEUU). Cuenta de más de 200 pastores y líderes bautistas condenados por la justicia en ese país por crímenes sexuales en los últimos 20 años(( Linda Kay Kline, Pure: Inside the Evangelical Movement that Shamed a Generation of Young Women and How I Broke Free (New York: Simon & Schuster, 2018). )). Por cuanto es raro atreverse a denunciar (¿Quién te va a creer si acusas a un pastor evangélico?), la cifra de abusos tiene que ser muchísimo mayor.

Mirando más cerca, la Iglesia Menonita de EEUU, hace ya una generación, empezó a escudriñar la cuestión de abusos sexuales en su seno, y las historias que salieron a la luz nos horrorizaron a todos(( Carolyn Holderread Heggen, Sexual Abuse in Christian Homes and Churches (Scottdale & Waterloo: Herald Press, 1993). )). Lea, si le interesa pensar en prevención, los librillos para fomentar prácticas seguras en la iglesia, emitidos por el Comité Central Menonita, disponibles online.

Existen también en las iglesias cristianas abusos psíquicos, prácticas económicas opacas, la dominación del prójimo hasta la subyugación de su identidad personal, el rechazo sistemático de ciertos tipos de persona, y otras muchas formas de maldad. No hace falta que suceda mucho, para desacreditarnos a todos y que se nos tache en general de hipócritas.

El rechazo social, la burla de los humoristas, el desprecio que podamos padecer, no es en este caso persecución por el evangelio. Es sencillamente una reacción normal de parte de gente que nos quiere bajar un poco el copete, nos quiere hacer tragar un poco de humildad para que dejemos de pensar que somos quién para decirle a todo el mundo cómo tienen que vivir.

El evangelio tiene, por supuesto, inmensas exigencias para quienes lo reciben. A la mujer pillada en adulterio Jesús no solo le dijo «Yo tampoco te condeno», sino también, al final, «Ve y no peques más». Pero cada cosa a su tiempo. Lo primero, primero; y lo segundo, cuando se ha establecido la necesaria confianza. La mala reputación de los cristianos viene de querer imponer por la fuerza a la sociedad en general, incluso demandar que las autoridades cívicas impongan, conductas que son propiamente cristianas y requieren primero una sanación interior por parte del Espíritu Santo.

Cuando algunos colectivos nos atacan y consiguen que nuestros gobiernos legislen para que dejemos de maltratar y machacar al prójimo, en lugar de lloriquear «¡Persecución!» deberíamos preguntarnos por qué la sociedad piensa tener que defenderse así de nosotros.

Hay persecución que de verdad lo es. Y la suelen padecer en general muchos colectivos minoritarios o marginados, que no solamente los cristianos. Es grave, es triste y produce perjuicios a veces insuperables para los afectados, tanto si son cristianos como si son de otras religiones o colectivos sociales.

En el cristianismo la persecución nos brinda la honorable y gloriosa lista de los mártires que devolvían bien por mal y murieron bendiciendo a quienes los maldecían, y perdonando a quienes los mataban. Es fácil conocer la persecución de cristianos hoy día que de verdad lo es. Suma nombres a esa lista de los mártires en la gloria del Señor.

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