Reflexión al terminar de leer 2 Reyes

14 de mayo de 2021  •  Lectura: 6 min.
Foto: Connie Bentson

Veo que no he escrito ningún comentario sobre mis lecturas diarias de la Biblia desde octubre, cuando escribí algo al leer el primer capítulo de Josué. Como acabo de concluir mi lectura de 2 Reyes, quizá sea un momento apropiado para volver a escribir sobre estos textos que voy leyendo por enésima vez.

Lo que se ha dado en llamar «la historia deuteronomista» por la inmensa afinidad de su mensaje con el del quinto libro de la Biblia, se conoce en la Biblia Hebrea como Los profetas anteriores. Consistía en cuatro títulos: Josué, Jueces, Samuel (en dos partes) y Reyes (en dos partes). Los profetas posteriores serían también cuatro: Isaías, Jeremías y Ezequiel, y el rollo que contenía los otros doce profetas, «menores» en extensión, que no en importancia.

La historia deuteronomista contiene material muy diverso.

Empieza con la guerra de exterminio genocida de las tribus de Israel contra los habitantes del territorio que entendían que el Señor quería darles a ellos. Sigue, en Jueces, donde narra los altibajos a lo largo de varias generaciones, cuando las tribus de Israel luchan por sobrevivir y existir como minoría étnica y religiosa entre vecinos de diferente identidad. El libro cierra con un crimen espantoso y guerra civil, lo cual da lugar a justificar la necesidad de regirse por una monarquía.

De ahí pasamos a las dos partes del libro de Samuel. Samuel mismo es el protagonista al principio. Empieza como uno más en la sucesión de jueces, pero a pesar de sus victorias militares el pueblo se cansa de él y quiere establecer una monarquía al estilo de las de los pueblos vecinos. Samuel unge como rey a Saúl y a continuación tenemos un tira y afloja entre los dos por el poder, que culmina cuando Samuel se desentiende de Saúl y unge como rey a David.

La extensa historia de David, que ocupa el grueso de los libros de Samuel y los primeros capítulos de Reyes, se configura como una gran novela trágica. Alcanza una profundidad narrativa y riqueza psicológica que no tiene parangón en toda la Biblia. No sé… tal vez hubiera que esperar a grandes novelistas del siglo XIX como Víctor Hugo o Tolstoi o Dostoievski, para leer algo comparable. David empieza como adolescente «conforme al corazón de Dios», pero una vida de criminalidad y guerra —y los asesinatos oportunos cometidos por su sobrino Joab— lo afianzan en el poder y convierten en un tirano odiado por el pueblo y por sus propios hijos. Al final sus recomendaciones sanguinarias para Salomón cuando se ve obligado a abdicar, muestran un alma atrofiada y marchita.

Como contrapunto a todo ello, David es sin embargo encumbrado hasta los cielos como rey ideal porque, de todas manera y a pesar de todo, nunca se desvió de adorar solamente al Señor Dios de Israel.

Esto encaja con la explicación del libro de Jueces sobre los vaivenes de la fortuna de las tribus primitivas de Israel. Viene a explicar también todo lo que sucederá a continuación en los libros de Reyes. Hay allí un único rasero por el que medir el bien y el mal en los reyes de Israel y Judá. Si el rey promueve el culto al Señor Dios de Israel en exclusividad como Dios único, cuya «casa» es el templo en Jerusalén, cualquier tiranía y atrocidad es perdonable. Si pretende o permite servir también a otros dioses, sin embargo —o adorar al Dios único, pero en otro lugar— un reinado de paz y éxito no dejará de ser abominación terrible, digno de condenación y castigo.

Si he descrito como tragedia la historia novelesca central de la historia deuteronomista, la vida de David, lo mismo se podría decir sobre estos seis libros leídos como un todo. Aquí el protagonista no sería un personaje en particular, sino el pueblo de Israel entero:

  • desde su «infancia» como doce tribus conquistadoras de un territorio donde hacerse nación,
  • pasando por las turbulencias y pecados y rebeldías de la «adolescencia» cuando los jueces,
  • pasando también por su etapa como «adulto joven» al establecerse la monarquía,
  • después el «divorcio» que desemboca en disgregarse en dos reinos rivales,
  • y por fin el declive lento pero seguro de la «vejez»,
  • que culmina en la muerte de ambos reinos.

Es una historia contada magníficamente, de una amplitud impresionante para abarcar cinco o seis siglos turbulentos, con personajes inolvidables. Una historia que a la postre dejaría su huella en la imaginación de una proporción inmensa de la humanidad hasta el día de hoy.

Esto es especialmente sorprendente si consideramos que cuando la dinastía «eterna» de David desaparece apenas cuatro siglos después de arrancar, aparte de los pocos miles de habitantes de Jerusalén, nadie en todo el mundo mundial, desde la China hasta España o Australia, ni se enteraron ni lo hubieran considerado digno de interés. ¡Cuántas ciudades y dinastías han caído a lo largo de los milenios, y qué poco ha importado con el paso del tiempo!

Pero si esta historia se recuerda y conoce a lo ancho del mundo hoy, miles de años después, es en gran medida porque estos seis libros la han inmortalizado tan magníficamente.

Es una historia que solo se comprende cabalmente leyéndola entera, de principio a fin.

La moraleja, como he explicado en mi librito de 2015, Entre Josué y Jesús. El sentido de la historia del Antiguo Testamento((Si te interesa, puedes comprar este libro AQUÍ.)), es que lo que mal empieza mal acaba. Nada bueno puede resultar cuando empezamos con crímenes de lesa humanidad, la atrocidad genocida del exterminio de gentes por motivos de pureza religiosa.

Ningún dios capaz de inspirar ese tipo de criminalidad espantosa es digno de consideración. Y en efecto, vemos posteriormente en la Biblia que el Dios verdadero, el que inspiraría esperanza y fe y un nuevo empezar al pueblo judío en los siglos siguientes, se acabó desentendiendo del proyecto nacionalista empezado por Josué.

Es, sin lugar a dudas, el mismo Dios que creían servir aquellas tribus de Israel. El mismo que a la postre se manifestaría como el Dios y Padre de Jesús y nuestro. Pero ellos le servían y adoraban en ignorancia y por eso erraban de todas las maneras que sea posible errar. La historia entera, de principio a fin, es una historia de no entenderse Dios y su pueblo.

Y al final el pueblo que aspiró a establecerse en el territorio con exterminio genocida, acabó expulsado del territorio, en el exilio, sin esperanza ni nación ni soberanía ni rey. Como es justo que sucediera si es que Dios existe.

Y la dinastía que se estableció sobre una biografía personal de crímenes, terrorismo, traiciones, asesinatos y guerras expansionistas, tampoco podía durar. Bastante es ya que durara cuatro siglos; desde luego que eso «eterno» no podía ser, no si existe Dios.

Pero la Biblia no concluye con las lecciones morales y éticas a aprender de esta triste y sórdida historia nacional y su desenlace inevitable.

A partir de ahí, gracias a los profetas, con la lección más o menos aprendida, los judíos empezarían a forjar otra historia. Y de esa debacle nacería una nueva religión, el judaísmo, una luz entre las naciones. Y seis siglos después el judaísmo daría un brote nuevo, el mesianismo en torno a Jesús de Nazaret. Pero con esto hemos dejado ya muy atrás la historia deuteronomista.

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