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  Nº 113
Julio-Agosto 2012
 
  Dios, el sol y nosotros
por Julián Mellado

Hubo un tiempo en que se creía que el Sol era un ser divino. Muchas culturas así lo pensaban y le dedicaron un verdadero culto. Construyeron templos y elaboraron incluso diversas teologías. Aunque parezca absurdo, mucho de lo que decían y hacían era fruto de la observación y del sentido común. No hay más que leer el himno a Atón (el disco solar) escrito por el faraón Akhenatón. Está lleno de sensibilidad y de una profunda espiritualidad.

Así es como los antiguos entendían a ese «ser» que se escondía cada noche y reaparecía cada nuevo amanecer para llenarlo todo de luz y vida. Nosotros podríamos pensar que todo esto es idolatría y  necedad, por culpa de la ignorancia de aquellos pueblos. Y así pensaron —efectivamente— los antiguos hebreos. En el libro de Génesis, tenemos un relato donde el Sol no es más que un astro creado —digamos que es «una cosa». No es un ser divino. No hay que rendirle culto. Forma parte de la creación de Dios ( Gn 1,14-19).  Se produce una verdadera desacralización, ya que ni siquiera es creado hasta el cuarto día. O sea que no ocupa un lugar central en el relato. No es divino.

A partir de ahí, a lo largo de siglos, se pensó que el Sol giraba al rededor de la Tierra ya que ésta sí ocupaba el lugar central del relato. Y también se elaboraron filosofías y teologías que respaldaban esta idea. Hasta que las cosas empezaron a complicarse. Con el desarrollo de la astronomía y sobre todo, gracias a la invención del telescopio, se pudo observar que era la Tierra la que giraba alrededor del Sol. Esto supuso una conmoción a muchos niveles. ¿Se equivocaba entonces la Biblia?

Galileo dejó claro que la Biblia no era un tratado de ciencia. Las Escrituras se ocupaban de otras cosas. Por lo tanto no había problema en aceptar los nuevos descubrimientos. El error había sido el querer convertir la Biblia en algo que no era.

Hoy día nadie tiene ya problemas en aceptar la teoría heliocéntrica del Sistema solar.

¿A dónde quiero ir?

Que la humanidad ha sufrido lo que se llama cambios de paradigmas. Un paradigma son las referencias culturales para entender la realidad. El Sol fue divino, luego se desacralizó.  De ser el centro del universo, «se desplazó» a un lugar importante pero secundario.

Y ahora viene la pregunta:

Si ya no creemos en ese dios Atón, si no pensamos que es divino, ¿significa que no hay Sol?

Si sabemos hoy que es sencillamente el astro alrededor del cual gira la Tierra, ¿significa que este Sol según lo entendemos nosotros no existía en la antigüedad?
Diríamos que no. El Sol sigue siendo el mismo. Los que hemos cambiado somos nosotros.  Ha cambiado nuestra manera de percibirlo. Vivimos en otro paradigma.

¿Y Dios qué tiene que ver con todo esto?

Pues que partiendo de esa analogía quizás nos pase algo parecido con la idea de Dios y habría que pensarla de otra manera, más de acorde a nuestro paradigma cultural. Que nadie se alarme. En la Biblia misma se ven esos cambios.

Cuando se decía que Dios estaba en el «cielo», se entendía de una manera bastante literal.  Dios estaba, digamos, «ubicado». Pero Pablo nos dice otra cosa. En Dios vivimos, nos movemos y existimos (Hch 17,28). En este caso, entonces, son los hombres los que están «ubicados» en Dios. No vamos a él; ya estamos en él.

Los autores bíblicos no describieron a Dios, sino que relataron sus experiencias con él, utilizando lo que tenían a mano. Sus referencias lingüísticas y culturales.

Deberíamos aprender a discernir esa «experiencia fundante», que desvela lo que permanece a lo largo del tiempo, y que fue expresada en esos lenguajes antiguos. Nuestra tarea consiste pues en traducirla a nuestro contexto.

Se trata de dar cuenta de ese Misterio que nos habita, de esa Presencia enigmática que vivifica, de esa Voz que interpela al ser humano y le llena de vida, de amor y esperanza.

A veces los ateos atacan imágenes de Dios que resultan inverosímiles para los tiempos de hoy. Y hay creyentes que defienden esas imágenes como sagradas e intocables, dándoles argumentos para sus ateísmos. Pero Pablo mismo nos mostró el camino a seguir. Debemos actualizar, reinterpretar e incluso volver a decir, esa «experiencia fundante», para que tenga sentido al hombre y a la mujer de hoy. Al menos en nuestro contexto occidental.

Por lo tanto, si una imagen de Dios queda obsoleta ¿significa acaso que no hay Dios? ¿No será más bien que deberíamos repensar nuestras representaciones y nuestro discurso?

Quizás no todos hablaremos de la misma manera. Es imposible encerrar lo divino en un único discurso humano. Pero al menos podemos identificarlo con algo o con alguien que nos sirva de referencia.  Y los cristianos creemos que también tenemos «un telescopio» que nos ayuda a mejorar nuestra visión. Y ese «instrumento» es Jesús de Nazaret.

Porque sea cual sea la representación que nos hagamos de Dios, él nos ha enseñado que debemos identificarlo con la Bondad. ¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino solamente Dios (Mr 10,18).

Quizás no tengamos «un saber» sobre Dios, pero podemos «vivirlo». Porque la Bondad no es una cosa que flota en el aire y de la cual nos apropiamos o especulamos sobre su esencia.

Bondad, es tener una actitud compasiva.   Como dijo José Antonio Marina, «Dios es Acción compasiva». Así que el que ama al hermano, al otro, al diferente, experimenta lo divino. Y si hacemos del Dios-Bondad nuestro centro existencial, podemos estar seguros que siempre será nuestro contemporáneo, aunque cambien los paradigmas.

 
Sol

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