El Mensajero
  Diccionario de términos bíblicos y teológicos


Ley — En la Biblia, las instrucciones de sabiduría para una vida feliz y próspera, que agrada a Dios y conduce a la armonía entre las personas.  Se refiere, por excelencia, a los primeros cinco libros de la Biblia: Génesis a Deuteronomio.

Inevitablemente, a los modernos el concepto de «ley» nos sugiere dos cosas que eran inimaginables en la antigüedad remota desde la que nos llega la Ley bíblica:

En primer lugar, tenemos el concepto de que todas las personas son —o al menos deberían ser— iguales ante la ley; que ninguna persona puede estar por encima de la ley.  Una reflexión momentánea nos hace caer en la cuenta de que esta es una idea muy moderna.  Lo tradicional en las sociedades humanas ha sido precisamente lo contrario: las personas —ciertas personas— estaban «naturalmente» por encima de las leyes:  El rey y toda su familia y parentela, por supuesto.  Luego también los diversos estamentos de la nobleza: la nobleza terrateniente, la nobleza guerrera y la nobleza sacerdotal o clerical.

Las relaciones entre los diversos nobles se regían por pactos entre señores y vasallos en algunos casos, o acuerdos de no agresión cuando las fuerzas eran demasiado iguales o no interesaba forzar la cuestión de la supremacía de uno sobre otro.  Estos acuerdos seguramente se entendían tener una especie de fuerza de «ley», donde cada parte tenía estipulado exactamente cuales eran sus deberes.  Sin embargo, como se comprenderá, todo dependía siempre de la relación de fuerza real entre las partes.  Es decir que siempre que tuviera suficiente poder, ese poder bruto que se defiende con las armas, «la persona» estaba siempre por encima de «la ley».

Las instrucciones bíblicas de sabiduría para la vida tampoco debían interpretarse jamás estar «por encima de» las personas.  En tiempos del Nuevo Testamento (algunos de) los fariseos pretendían dar esa clase de supremacía a la Ley.  Pero Jesús nunca aceptó —ni los profetas de Israel tampoco habrían aceptado— que «el hombre fue creado para guardar el sábado» y no al revés.  Al contrario, en las instrucciones bíblicas de sabiduría para la vida, siempre prima la persona, el individuo, las circunstancias especiales y excepcionales de la vida.  Especialmente cuando esa persona es pobre y padece indefensión ante la crueldad o indiferencia de los poderosos.  Es de sabios —es de gente sabiamente instruida en los valores bíblicos— el saber discernir cuando hay que ser flexibles.  No hemos entendido nada de «la Ley» bíblica si no hemos entendido esto: que las personas importan más que las reglas.  Especialmente las personas que quedan desprotegidas ante la avaricia, inflexibilidad o crueldad de sus «superiores».

En segundo lugar, tenemos el concepto de que toda legislación es —o debería ser— el producto de un consenso racional, procesos más o menos dilatados en el tiempo que posibilitan el que se pueda oír a todas las partes afectadas.  Hoy en día el concepto de «ley» goza de una cierta presuposición de legitimidad democrática, donde quienes legislan han sido elegidos por los afectados y tienen (o al menos simulan tener) en cuenta el bien común.

Otra vez, una reflexión momentánea basta para darnos cuenta de que esto no podía en absoluto ser el concepto de «ley» corriente en la antigüedad.

Al contrario, las leyes eran sencillamente la imposición de la voluntad del fuerte sobre el débil.  Naturalmente, los fuertes tenían, entre sus muchos otros elementos de fuerza con que hacer valer su «ley», todo el aparato propagandístico que les prestaba la religión.  Todas las leyes de todos los pueblos se entendían dimanar directamente de los dioses.  Y los dioses se entendían ser exactamente igual de caprichosos que los señores de la guerra y los reyes de la tierra.  Jamás era necesario justificar una ley como de beneficio ulterior para los que debían obedecerla.  Tener que dar explicaciones sería admitir no tener la clase de poder real y eficaz —poder bruto— necesario para el propio acto de legislar.

Hay disposiciones legales bíblicas con esas mismas presuposiciones de un origen divino que no es en absoluto necesario justificar.  Las cosas se mandan como se mandan porque así lo ha querido el Señor, que para eso es Dios.  ¡Ay del infeliz mortal que pida explicaciones al Cielo!

Pero —y aquí está el quid de la cuestión— «la Ley» bíblica trae muchas explicaciones de beneficios.  Procura convencer, no domeñar la voluntad humana.  Su lugar natural no es la corte imperial donde mandan a capricho, un día una cosa y otro día la contraria.  Su lugar natural es los debates de los sabios y profetas de Israel sobre los misterios de la voluntad de Dios y qué es lo que hace que nuestras vidas puedan llegar a ser enteramente humanas y saludables.

Decíamos que «la Ley» es en la Biblia especialmente los libros «de Moisés», Génesis a Deuteronomio.  Pero esos libros traen más historias que legislación.  Porque lo que pretenden inculcar es decisiones inteligentes, desde el conocimiento personal de Dios —que no obediencia bruta sin entendimiento.

(D.B.)

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Publicado en
El Mensajero Nº 83


 

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