El Mensajero
  Diccionario de términos bíblicos y teológicos


samaritano, -a (adj. y sust.).  Natural de Samaria, capital del antiguo  Rei­no de Israel.  Por extensión, se aplicó a la postre a los habitantes del territorio de aquel reino.  En el Nuevo Testamento, designa a los adeptos a una de las facciones israelitas cuya forma de entender y practicar la religión no era aceptada por los judíos de Jerusalén y Babilonia.

Cuando accede al trono el nieto del rey David, las diez tribus del norte —el reino de Israel— no aceptan la sucesión.  A partir de entonces Jerusalén gobernaría el reino relativamente insignificante de Judá.  La única dinastía más o menos estable de Israel sería la de Omri, quien compró tierras cananeas y fundó en ellas su ciudad real: Samaria.  En las décadas siguientes, Samaria y el reino de Israel prosperaron y medraron, mientras Jerusalén seguía siendo una ciudad insignificante.  El grueso del territorio gobernado por Samaria era de población cananea, conquistada por el rey David.  Israel era, por consiguiente, un reino dividido en cuanto a religión.  La mayoría de la población, de etnia cananea, seguía adorando al dios fenicio Baal.  Una minoría importante, sin embargo, adoraba al Dios tradicional de Israel, Yahveh (Yahvé, Jehová).

Más adelante, el general Jehú encabeza un golpe de estado, imponiendo por la fuerza el culto a Yahveh en Samaria.  Sin embargo, el expansionismo asirio acabó por tragarse el rei­no de Israel.  Los asirios realizaban intercambios de partes importantes de la población de los reinos que conquistaban, asentando las gentes en lugares nuevos, para evitar que organizaran movimientos independentistas.  En Israel, entonces, el panorama religioso que ya de por sí venía siendo de una tensa convivencia entre baalistas y yahvistas, se volvió a complicar con la llegada de adoradores de otras deidades.

En Jerusalén, entre tanto, se había ido desarrollando la teología de la elección divina de su ciudad y templo como única sede legítima del culto a Yahveh.  Curiosamente, este exclusivismo fue apoyado por los propios israelitas practicantes de ese culto, que tendieron a emigrar hacia Judá tras la caída de Samaria.

Con el paso del tiempo, los neobabilonios, que a la sazón habían conquistado Asiria, conquistaron también Judá.  Saquearon Jerusalén, incendiaron el templo y se llevaron a las élites judías —la nobleza militar y sacerdotal— a exilio en Babilonia.  Otros muchos judíos se refugiaron en Egipto.  A la postre, cuando los persas tomaron Babilonia, permitieron que los que quisieran, volviesen a sus tierras ancestrales.  Esto hizo una minoría de los judíos.  La mayoría prefirieron quedarse en Babilonia y en Egipto.

En Babilonia, la religión de los judíos había dado los primeros pasos hacia una evolución notable.  En particular, el gremio de los escribas avanzó la confección de escritos que fomentaban la identidad nacional judía —lo que con el tiempo acabaría constituyendo el grueso de nuestro Antiguo Testamento.  Los que volvieron a Jerusalén eran —natural­mente— los más convencidos acerca de la necesidad de reimplantar el ritual templario, como ciudad escogida en exclusividad para esos fines por Yahveh.  La pequeña provincia persa de Yehud, sin embargo, probablemente nunca pasó de 30.000 habitantes, de los que tal vez 10% vivían en Jerusalén.  Samaria seguía siendo una ciudad mucho más importante.  Naturalmente, el reclamo judío de superioridad y exclusividad para el templo de Jerusalén, seguía sin hallar apoyos entre los israelitas (es decir, samaritanos).

Sintiéndose marginados por este exclusivismo, ninguneados y sin permiso para acceder al templo por ser considerados una raza mezclada e impura, los samaritanos optaron por construir en el siglo V su propio templo a Yahveh en el monte Gerizim, muy próximo a la antigua sede yahvista de Siquem.  No fueron los únicos.  En Elefantina, en Egipto, existía una importante población judía que también tenía su propio templo —se­guramente con la misma desaprobación furibunda de parte de los jerosolimitanos.

Aunque los judíos destruyeron el templo de Gerizim en el siglo II a.C., la relación con los samaritanos no siempre fue de enemistad.  Sin embargo en el siglo I de nuestra era, el cisma entre judíos y samaritanos ya es aceptado como total e irreversible.

Los samaritanos estaban convencidos de ser israelitas de hecho y derecho.  Aceptaban los cinco libros de Moisés, aunque no los escritos judíos posteriores.  Sin embargo para los judíos, los samaritanos eran peores que paganos.  Porque un pagano es pagano y se sabe pagano; pero los samaritanos, pretendiendo ser israelitas, no aceptaban la forma «ortodoxa» que había ido adquiriendo el culto a Yahveh en Babilonia y en Jerusalén.

Hoy pervive todavía una pequeña comunidad de samaritanos en su tierra ancestral de Israel.

(D.B.)

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Publicado en
El Mensajero Nº 81


 

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