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PDF ¿Apóstoles?

¿Apóstoles?
por Dionisio Byler, noviembre de 2003

En los últimos meses se me ha preguntado desde distintos países y desde contextos eclesiales muy diversos, mi opinión sobre la propuesta de que una clave para el correcto funcionamiento de la iglesia hoy día, sería el reconocimiento de aquellas personas que Dios ha llamado a un ministerio apostólico. Alguien incluso llegó a pedirme que escribiese un libro sobre el particular.

Tiendo a tomarme con cierta seriedad esas «coincidencias» en mi vida, donde, por ejemplo en este caso, empiezo a sospechar que tal vez Dios quiera que comparta las ideas que yo pueda tener sobre el particular. No es que esté persuadido de que lo que yo vaya a escribir pueda valer a nadie de «última palabra». Pero quizá pueda contribuir, eso sí, a enriquecer el necesario diálogo, fraternal y respetuoso, sobre esta cuestión.

Soy consciente de que cuando se me pide una opinión desde contextos que yo desconozco en todos sus detalles, puedo caer en la trampa de que mis palabras parezcan dirigidas a dirimir disputas donde no estoy capacitado para opinar, y donde tal vez si las conociese bien, matizaría de otra manera las ideas que aquí expreso. Mi único deseo, sin embargo, es contribuir al diálogo y entendimiento entre hermanos, y a la edificación de la iglesia en paz, armonía, justicia y santidad.

Modelos de organización eclesiástica
Su funcionamiento y los conceptos teológicos/eclesiológicos en que se basan

Estructuras eclesiásticas habituales:

Tras dos mil años de cristianismo y 500 desde la Reforma Protestante y el movimiento anabaptista [1] del siglo XVI, no abordamos desde cero, en un vacío, la cuestión de la naturaleza de la Iglesia y la cuestión de la relación más óptima -o divinamente ordenada- entre iglesias locales. Los cristianos hemos evolucionado cinco modelos de organización eclesiástica (que yo conozca: seguramente existen más). Las diversas maneras de entender la naturaleza de la Iglesia determinan cómo se entiende la autoridad, su elección y su función; y cómo se han de relacionar entre sí las autoridades y las iglesias locales.

a. Sistema episcopal (inclusive la variante papal)

El clero es esencialmente la autoridad de Jesús hecha visible y concreta en la vida de la Iglesia. Por sucesión apostólica esa autoridad desciende directamente de Jesús, que nombró a los primeros apóstoles, que luego nombraron los primeros obispos, que a su vez designaron a otros y así hasta el día de hoy. Sólo los obispos pueden consagrar obispos, sacerdotes y diáconos. Sólo el clero debidamente consagrado puede ofrecer los sacramentos con validez; y los sacramentos válidos ofrecidos por un clero debidamente consagrado son la garantía de la legitimidad y autenticidad de la Iglesia. La gran mayoría de los cristianos (entre católicos, ortodoxos, y otros episcopales) entienden así las cosas.

Las parroquias se relacionan con el resto de la Iglesia por medio del obispo. El clérigo de la iglesia local, designado por el obispo, ha de conducir a la iglesia (en cuanto a teología y todo lo demás) conforme al beneplácito -activo o pasivo- de su obispo (y en última instancia, para los católicos, del Vaticano).

b. Sistema presbiterial

Cada iglesia local está gobernada por un presbiterio (grupo de ancianos), elegidos y renovados periódicamente por la congregación. Aunque los ancianos son en teoría todos iguales en cuanto a autoridad, uno de ellos tiene el ministerio concreto de «la Palabra» y recibe la designación de «pastor». Las iglesias presbiteriales son típicamente protestantes en que para ellas lo que garantiza la legitimidad y autenticidad de la Iglesia es la correcta predicación del evangelio, correctamente basado en la Biblia. Por eso para ejercer el ministerio de la Palabra hace falta primero someterse a un riguroso examen de teología. Esto garantiza la sana doctrina de la iglesia que ese pastor presidirá. En la práctica esto hace que sea muy difícil llegar a este ministerio sin como mínimo una licenciatura de teología.

El pastor dispone entonces de enorme autoridad en asuntos doctrinales, autoridad que surte efectos luego en infinidad de aspectos prácticos de la marcha de la iglesia local. Sin embargo muchos tipos de decisiones requieren la decisión del presbiterio entero, por lo que los ancianos, elegidos por votación de la congregación, ejercen un control efectivo y real sobre el pastor en muchos aspectos prácticos del ministerio. Los presbiterios de cada iglesia local tienen representación en sínodos regionales, y éstos en una asamblea nacional. Se procura que en estos cuerpos regionales y nacional haya representantes laicos de los presbiterios locales y no sólo pastores.

Aunque no existe una adherencia al concepto de sucesión apostólica, se entiende que la autoridad de los pastores y presbiterios locales, y de los sínodos regionales y asamblea nacional, es más que sencillamente la que dimana de su elección democrática. La autoridad viene de Dios, y la elección democrática es tan sólo el medio que Dios ha utilizado para manifestar su voluntad. Esto es cierto a todos los niveles, de manera que la asamblea nacional tiene potestad y ejerce autoridad sobre los sínodos regionales, y éstos sobre las iglesias locales.

c. Sistema congregacional o independiente

Si en el sistema episcopal el obispo asigna párrocos a muchas iglesias locales y en el sistema presbiterial el aspirante a pastor ha de someterse a un examen por parte de teólogos de ortodoxia comprobada, en el sistema congregacional la iglesia local es absolutamente independiente y se lo monta como le parece en la elección de sus autoridades.

Los iglesias independientes entienden que la Iglesia Universal, que abarca a todos los creyentes de todas partes y todos los tiempos, es espiritual e invisible. Es posible la cooperación entre congregaciones independientes y soberanas, por supuesto, pero ningún órgano más allá de la congregación local puede ejercer autoridad sobre ésta.

Este individualismo congregacional hace que sea difícil hablar en general acerca de cómo se gobiernan estas iglesias. Frecuentemente existe un sistema bastante democrático para la elección del pastor, pero luego los pastores suelen ejercer su ministerio con enorme autoridad personal. No tienen que rendir cuentas a nadie fuera del grupo local, al que muchas veces logran dominar totalmente por sus capacidades o simpatía naturales, o por dones espirituales fuera de lo corriente (o por su capacidad psicológica de manipulación). En otros casos sucede todo lo contrario: la congregación domina al pastor y le hace la vida y el ministerio imposibles, quemándolo o cambiando frecuentemente de pastores. A veces existen fuertes rivalidades entre clanes familiares que realizan una auténtica política de partidos que más o menos alternan en el poder o acaban dividiendo la iglesia.

Las muchas iglesias donde el sistema congregacional funciona bien, son aquellas donde han encontrado un sano equilibrio entre un control democrático, por una parte, y dejar al pastor y/o los ancianos actuar según sus dones y llamamiento, por la otra.

¿Qué es lo que garantiza la legitimidad de una iglesia independiente, ya que no se requiere la sucesión apostólica ni la «sana doctrina» debidamente examinada por teólogos reconocidos?

En muchas iglesias independientes se espera que cada miembro se tome muy seriamente su fe y su participación activa en la iglesia. Se entiende que todos son responsables, en algún sentido, de la marcha de la iglesia. Lo que garantiza la legitimidad y autenticidad de la iglesia sería entonces la integridad personal de las vidas de cada uno de sus miembros. En alguna opinión la garantía de legitimidad la puede brindar también el éxito en la evangelización, al considerarse obvio que una iglesia que crece cuenta con la aprobación divina.

d. Sistema apostólico

Desde el siglo XIX existen diversas propuestas de restauración de un sistema basado bastante mecánicamente en el texto de Efesios 4.11. Es relativamente frecuente en grupos relativamente nuevos de tipo pentecostal o carismático, donde se considera que Dios está restaurando en esta generación la totalidad de los dones y las funciones propias del ministerio en el Nuevo Testamento. Por motivos obvios, se presta notablemente mal a perpetuar en una segunda y posteriores generaciones, cuando tiende a desembocar en uno de los otros modelos. En las últimas tres décadas he escuchado una gran variedad de propuestas acerca de qué vienen a ser, y cómo vienen a funcionar, los apóstoles, profetas, evangelistas, y pastores-maestros. Aquí la garantía de la legitimidad y autenticidad de la Iglesia la ofrecen los dones sobrenaturales, repartidos soberanamente en cada caso por el Espíritu Santo, que llevan a reconocer a los individuos en el ministerio que les ha sido divinamente encomendado.

Existen grupos «apostólicos» que inspiran cierta confianza fraternal por su comprobada discreción y sabiduría. También existen casos de personas que han sido proclamadas o se han autoproclamado como «apóstoles» o a veces «el apóstol» para determinado país, con resultados que van desde el ridículo hasta lo sectario y peligroso.

Tengo la impresión de que el sistema apostólico se basa al principio en el reconocimiento voluntario, desde las bases, de los méritos de aquellos que son reconocidos como apóstoles, profetas, etc. Luego, una vez reconocidos, muchas veces tienden a funcionar con los mismos criterios y principios que las iglesias episcopales: La autoridad, otorgada por el Espíritu Santo, es incuestionable y poco menos que infalible una vez reconocida.

e. Sistema denominacional

Aquí tenemos una especie de híbrido entre el sistema presbiterial y el congregacional, donde las congregaciones forman asociaciones con autoridad muy variable sobre las congregaciones locales. En algunos casos la denominación no puede intervenir para nada en la vida interna de las congregaciones locales, ni en el ejercicio del ministerio de sus pastores y/o ancianos. Aquí la denominación constituye sencillamente un órgano de colaboración y cooperación entre iglesias locales autónomas. En otros casos los congresos (o concilios, sínodos o conferencias) donde se reúnen los representantes de las congregaciones, llegan a ejercer una autoridad real sobre las iglesias locales, y un control más o menos directo sobre sus líderes. Cada denominación es única y se rige por sus propios estatutos y reglamentos, por lo que es muy difícil hablar en general.

f. Conclusiones

  • Todos estos modelos tienen base bíblica expresa en algún versículo o grupo de versículos del Nuevo Testamento, según cómo se interpretan.

Es obvio que las palabras «obispo», «anciano» y «apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros» son empleadas (siempre en el plural) en el Nuevo Testamento para describir a los ministros (palabra latina: equivalente griego, diáconos; y española, sirvientes) de la iglesia cristiana.

El modelo congregacional o independiente parte de la observación de que en el Nuevo Testamento, una vez constituida la iglesia local con sus líderes reconocidos, la autoridad apostólica sobre ellas parece limitarse a su capacidad de persuasión y exhortación, con éxito a veces bastante dudoso.

El modelo denominacional es un intento de síntesis de las virtudes de varios de los modelos anteriores, procurando evitar algunos de los defectos característicos de los mismos.

Como todos estos modelos derivan con más o menos verosimilitud del Nuevo Testamento, todos merecen respeto.

  • La organización de cada iglesia o denominación responde asimismo a factores históricos específicos a cada grupo, y su evolución es inseparable de su historia particular e identidad como grupo. Influyen en ello, naturalmente, los modelos seculares de organización disponibles cuando se estableció cada grupo (modelos monárquicos, parlamentarios, democráticos, de asociaciones civiles, etc.). En ese sentido, el auge de la propuesta «apostólica» en estos últimos años coincide con el de personas, en el mundo secular, dedicadas a consulting o asesoría de expertos de fuera de la entidad cliente. Estas coincidencias históricas no son necesariamente negativas; pero sí ayudan a explicar por qué en distintos momentos históricos las distintas propuestas han parecido tan naturales y obvias.

  • Todos estos modelos parecen dar resultados excelentes cuando los líderes son profundamente espirituales y aman con integridad intachable a Dios y a la Iglesia.

  • Dos mil años de historia del cristianismo atestiguan que ninguno de estos sistemas parece ofrecer garantías contra el que puedan surgir líderes carnales o incompetentes.

Comentario específico, personal, sobre el modelo apostólico de iglesia

1. Poder y autoridad

Como cualquier sistema monárquico, donde no hay un control (humano) efectivo sobre la actividad y el ejercicio de autoridad, el modelo apostólico encierra un claro peligro de abuso de autoridad. Algunas personas muy sensibles a la guía del Espíritu Santo, dotadas frecuentemente con dones excepcionales al servicio de la iglesia, acaban sin embargo por exagerar su confianza en su propio discernimiento de la voz de Dios. El efecto, que a ellos mismos les sorprendería sobremanera ver descrito en estos términos, es el de violar el segundo mandamiento: profesan actuar o hablar «en el nombre de Dios» cuando meramente están siguiendo su propia opinión o intuición. Esta tendencia humana, perfectamente comprensible, tiene justo remedio y contrapeso en la dispersión de autoridad y ministerio que ofrecen otros modelos, pero es de difícil solución en los modelos monárquicos.

También es justo observar, sin embargo, que hoy día, ante la pluralidad de posibilidades que nos ofrece el mundo en general y la(s) iglesia(s) en particular, el modelo apostólico tiene como única fuerza real, la capacidad de persuasión de cada presunto apóstol. Es decir que aunque en teoría el apóstol ejerce un poder peligroso por su falta de control externo (humano), la realidad es que esa autoridad siempre le es otorgada voluntariamente por sus seguidores. Y aunque sin duda es psicológicamente difícil distanciarse del presunto apóstol cuando éste deja de inspirar la necesaria confianza, quien lo consigue encuentra a su disposición otras opciones de apoyo fraternal y vinculación con otros ministerios y otras iglesias hermanas. Es decir que hemos llegado a un punto saludable (y profundamente cristiano) donde ni siquiera las iglesias estatales pueden recurrir a la persecución, la tortura y la pena de muerte para obligar la sumisión a su autoridad eclesiástica. Cada cual es hoy día libre de romper un vínculo eclesiástico, si le place, y buscarse otros que sean más de su agrado.

La mayoría de los casos de «apóstoles» que conozco personalmente (¡que tampoco son tantos!) son personas que me inspiran una gran confianza fraternal. Si se han ganado algún coto de seguimiento como apóstoles, es porque sus dones y capacidad, excepcionales de por sí, están volcados íntegramente a la edificación de la iglesia de Cristo y vienen acompañados de una vida personal intachable. Bien es cierto que sé de algún caso de presunto apóstol cuya personalidad es enfermiza y manipuladora, y que ejerce un control psicológico malsano sobre sus adeptos. Sin embargo la existencia de algunos malos ejemplos no tiene por qué desacreditar a todos aquellos que sirven a la iglesia de Cristo con integridad personal y enorme dedicación y sacrificio.

2. Compatibilidad con la tradición menonita

Pero ¿es compatible ese modelo con los ideales menonitas o anabaptistas?

John H. Yoder, en El Ministerio de Todos: Creciendo Hacia la Plenitud de Cristo (CLARA y SEMILLA, 1995), ataca el modelo pastoral monárquico, donde la autoridad y el ministerio residen en un único «profesional» dedicado a la iglesia local. Juan Driver, Contra Corriente: Ensayos sobre la Eclesiología Radical (SEMILLA, 1988) también dedica un capítulo a «Los Ministerios en un Pueblo de Sacerdotes». Ambos autores menonitas enfatizan que el anabaptismo es contrario en su esencia al modelo de iglesia donde el ministerio es cosa de unos pocos especialistas, en lugar de atañer a la totalidad de los miembros de la iglesia.

Es especialmente interesante observar que ambos autores coinciden también en observar que los anabaptistas desde su inicio reconocieron a una pluralidad de personas entre ellos, que funcionaban cada cual en ministerios específicos, siempre en combinación con otras personas en otros ministerios, para la edificación en común de la iglesia. Y entre esos ministerios reconocidos, ambos destacan el papel de lo que llaman «ministerios itinerantes», es decir, personas más allá de la congregación local, que iban y venían entre las iglesias ayudándolas a consolidar su vida, testimonio, doctrina y disciplina. Tal vez esos «ministerios itinerantes», si viviesen hoy, serían reconocidos en ciertos ambientes como «apóstoles». Y es que por lo menos en teoría, esas prácticas anabaptistas no suenan muy diferentes de algunas propuestas tendentes a reconocer hoy día a «apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros» (Efesios 4.11).

Tal vez la única diferencia importante sea la de que algunos hoy día parecen querer instalar esos ministerios (Ef. 4.11) mecánicamente, con un talante bastante legalista, en lugar de dejar libertad al Espíritu a levantar una amplia gama de configuraciones específicas de ministerio conforme a los dones de cada cual. (Estoy recordando ahora mismo una reunión de líderes en Indianápolis, EE.UU., donde un hermano daba la lata machaconamente con el tema de «el ministerio cuádruple» según Ef. 4.11, como prueba para saber si los demás nos íbamos a tomar seriamente la inspiración bíblica. Era el tipo de legalismo fundamentalista que acaba desacreditando lo que en sí podría ser una propues­ta seria, aunque siempre debatible.) Pero esto no pasa siempre, y el hecho de que pase a veces no debe descalificar el modelo en sí. En cualquier caso, el reconocimiento de que una única persona, en un único papel de «clero» como pastor local, jamás puede realizar por sí solo el ministerio de la iglesia, es un avance importante frente a las monarquías pastorales en muchas iglesias locales tradicionales.

Puede que en algún caso se acabe trasladando esa monarquía al nivel del apóstol. Sin embargo no hay nada en el modelo apostólico que lo exija irremediablemente. (Un número de apóstoles podrían, por ejemplo, reconocerse mutuamente y someterse unos a otros.) Y como el «apóstol», en la medida que es en efecto un ministerio itinerante y ejerce en más de una localidad, estará presente relativamente poco tiempo en cada iglesia local, en su ausencia los ministerios locales gozarán de cierta autonomía y libertad para los detalles cotidianos de su labor. Los paralelos entre el anabaptismo y el modelo «apostólico» son entonces bastante interesantes.

3. Realismo a largo plazo

Como yo, sin ser viejo, ya no soy tan joven como antes y he visto con qué prisa corren los años y se van sucediendo las generaciones, tiendo a proyectar estas cosas hacia el futuro. Desde esa perspectiva observo que el modelo apostólico es difícilmente practicable más allá de una primera generación. Bien es cierto que en cada generación Dios podría en teoría levantar soberanamente una nueva tanda de líderes itinerantes que hagan las veces de «apóstoles» entre las iglesias que les reconozcan su carisma personal específico para ello. Pero esto nos condena a una inestabilidad que es un precio enorme a pagar.

Me parece que la única manera de continuar con el modelo más allá de una primera generación sería la siguiente: Cada figura apostólica, divinamente llamada y dotada para el apostolado, aglutina en el transcurso de su vida y ministerio una serie de congregaciones que le reconocen como apóstol. Al fallecer o retirarse del ministerio activo en su ancianidad, deja un vacío que no puede ser llenado institucionalmente con un sucesor directo. De lo contrario, se estaría siguiendo el modelo de las primeras generaciones del cristianismo, donde obispos monárquicos acabaron reemplazando a los apóstoles en todas sus funciones, es decir una «sucesión apostólica» como mantienen hasta el día de hoy las iglesias episcopales. Descartada esta posibilidad, en teoría Dios levantaría otras figuras apostólicas en la siguiente generación, que se ganarían el reconocimiento de un número de iglesias. La transición entre el reconocimiento de un apóstol y el de otro en la siguiente generación sería siempre espontánea y sobrenatural. Las iglesias que reconocían a un determinado apóstol de la generación anterior no reconocerían todas ellas, no necesariamente, al mismo apóstol en la siguiente. La estrechez de relación entre iglesias locales dependería siempre de su relación con el individuo que en cada generación reconociesen como apóstol.

Es extremadamente dudoso que esto llegara a suceder. Es casi inconcebible que el modelo apostólico no derive en alguno de los otros modelos en la siguiente generación. Ya sea el modelo episcopal, por defecto, por «sucesión apostólica» directa, o los modelos presbiterial, congregacionalista o denominacional.

Si esto es así, si de todas maneras acabaremos en la segunda y posteriores generaciones con otro modelo que el apostólico, tal vez en lugar de malgastar nuestras energías en el reconocimiento de presuntos apóstoles en la generación presente, deberíamos entre todos (con la ayuda y guía directa, por qué no, de esas personas con un carisma excepcional o «apostólico») dedicarnos a construir un modelo de iglesia perdurable, con buenos fundamentos bíblicos y prácticos.

Para estos efectos es deseable permitirnos el máximo posible de flexibilidad y libertad en el Espíritu de Cristo, combinando la sabiduría (que es un don altamente valorado en la Biblia) y el saber orar y discernir la guía divina.

En mi humilde opinión, para lo que valga, me parece que el modelo denominacional es a la larga el más útil. En este modelo cada agrupación de congregaciones, aquellas iglesias locales que se sienten hermanadas por una historia común o por valores y énfasis teológicos en común, se dota de mecanismos para su reconocimiento mutuo y su mutua edificación. Serían mecanismos hechos a la medida, que responden directamente a la idiosincrasia particular de ese grupo concreto de congregaciones locales.

Esa agrupación denominacional de iglesias locales jamás debería perder de vista que ella sola, como agrupación denominacional, no es la totalidad de la Iglesia de Cristo. Debería asociarse en agrupaciones más amplias de denominaciones cristianas en su país, y vincularse internacionalmente con otras iglesias de parecida historia o parecidos énfasis en todo el mundo.

Creo que todo individuo cristiano necesita el apoyo y la corrección, la guía y el amor, el consejo y la disciplina de una comunidad local. La práctica del cristianismo sólo es concebible en iglesias locales, jamás en aislamiento individualista. De la misma manera, creo que toda comunidad cristiana local necesita el apoyo y la corrección, la guía y el amor, el consejo y la disciplina de una asociación de iglesias locales. Y debería someterse al discernimiento de la iglesia a ese nivel, así como el individuo ha de someterse al discernimiento de su iglesia local. Y creo por último que las denominaciones nacionales, o agrupaciones de iglesias locales, necesitan ese mismo vínculo a nivel mundial. Algo así, ya que estoy escribiendo desde una perspectiva menonita, como el Congreso Mundial Menonita. (El CMM se define como «una comunidad de iglesias de orientación anabaptista») [2].

Y en cada generación, esas personas excepcionalmente dotadas y llamadas por Dios para el servicio de la iglesia deben ser reconocidas y deben poder funcionar conforme a la plenitud de su llamamiento y sus dones. Llámeseles apóstoles o no. Y en cada generación, esas personas deben saber someterse ellos también a la iglesia. Nadie debe ejercer autoridad sin estar bajo autoridad. Todo ministerio cristiano tiene que disponer de canales claros mediante los cuales puede ser corregido con amor, disciplinado fraternalmente si hace falta, asesorado en el ejercicio de su ministerio, y estimulado a realizar su labor con armonía y rectitud en el marco del pleno ejercicio de todos los demás ministerios cristianos. Si existen esas salvaguardas, ¡bienvenidos sean todos los apóstoles y «ministerios itinerantes» (y demás ministerios) que Dios nos quiera mandar!


1. Sé que para la mayoría de los menonitas el término preferido es «anabautista». Pero sigo prefiriendo emplear la ortografía correcta en la lengua española, conforme figura en todos los diccionarios.

2. Sin duda habrá quien objete que el modelo defendido aquí, el denominacional, es precisamente el único que no tiene un precedente claro en el Nuevo Testamento. El concepto de «denominación» surge en Norteamérica en el siglo XVIII, cuando los miembros de las distintas iglesias protestantes, cada una hasta entonces convencida de ser la única fiel sucesora de Jesucristo y el Nuevo Testamento, empiezan a caer en la cuenta de que las demás iglesias también gozan de validez como confesión cristiana. Entonces empiezan a reconocerse a sí mismas, no ya como la (única) iglesia, sino como mera denominación, es decir, el nombre con el que se identifica un cierto número de iglesias locales que comparten una común tradición. Identificarse como «denominación», entonces, es reconocer fraternalmente la existencia de otras tradiciones válidas dentro de la Iglesia Universal. Bien es cierto que en el movimiento de primera generación que describe el Nuevo Testamento, esto no halla paralelos ni existen las condiciones necesarias para que se produjera. Pero tampoco hallamos nada en el Nuevo Testamento contrario, en espíritu, al desarrollo estrecho de relaciones fraternales entre iglesias locales por los motivos que fueran, siempre y cuando esas relaciones no tengan que suponer un rechazo de la validez e integridad de otras agrupaciones similares de iglesias locales. La voluntaria sumisión mutua es un principio fundamental en el Nuevo Testamento; y aplicar ese principio a las relaciones entre iglesias locales (o entre iglesias nacionales) podría considerarse perfectamente lógico y espiritualmente válido.

 
 
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