Colección de lecturas
 
PDF Modelos bíblicos de relación familiar

La familia de Dios:
Modelos bíblicos de relación familiar [1]
por Dionisio Byler

Pablo en Jerusalén

Quiero empezar con un episodio decisivo en la vida del apóstol Pablo.  En Hechos 21 Pablo llega a Jerusalén después de una larga ausencia.  A cada paso del camino los creyentes cristianos en las sinagogas que visitaba le instaban, con gran preocupación, a dar media vuelta y no seguir el camino hacia Jerusalén.  Con profecías y señales le anunciaron claramente que sería mal recibido por las autoridades judías.  Sin embargo Pablo había hecho oídos sordos a todas las advertencias y ahora se halla en Jerusalén.

Ahora los líderes de la comunidad de cristianos en Jerusalén idean un proyecto para atajar el peligro que se cierne sobre Pablo.  Recordemos que todos ellos, incluso Pablo mismo, son seguidores de Jesús y a la vez, naturalmente, judíos en toda regla.  La única diferencia entre ellos y los demás judíos es que ellos pensaban que Jesús había sido el Mesías mientras que la mayoría de los judíos, si es que creían en tal cosa como el Mesías, tenían bien claro que todavía no había llegado —puesto que los romanos seguían mandando en Jerusalén y todo seguía igual que antes.

Pero si parece ser que los judíos cristianos y los demás judíos de Jerusalén vivían en paz y armonía, el caso de Pablo es muy particular.  Sobre él circulan rumores muy inquietantes.  Se decía que Pablo enseñaba a los judíos que vivían entre gentiles, que no debían guardar la ley de Moisés.  Veamos: Nadie acusa a Pablo de decir que los judíos que viven en comunidades judías cerradas, aislados de los gentiles, deban abandonar la Ley.  Y todo el mundo aceptaba que es natural que los gentiles no estén obligados a obedecerla, incluso aunque adoren al Dios de Israel y se manifiesten creedores en Jesús como Mesías de los judíos.  Al fin de cuentas la función de la Ley de Moisés que está en juego aquí —concreta­mente la circuncisión y las leyes de alimentación— tienen como único propósito, desde una muy remota antigüedad, crear un distingo claro entre los judíos y las demás naciones.  Por tanto sería absurdo exigir que los gentiles que creen en Dios o que opinan que Jesús es el Mesías, deban obedecer esas leyes.  De lo que se acusa a Pablo, sin embargo, es que allí donde conviven estrechamente judíos y gentiles por su común creencia en el Dios de Israel y en Jesús como Mesías, los judíos deben abandonar la Ley de Moisés.

Naturalmente, si esto fuera lo que Pablo enseñaba, sería lo mismo que decir que los judíos debían dejar de ser judíos, es decir, convertirse a gentiles.  Aunque sabemos que los judíos no tenían problemas con la idea de que los gentiles pudiesen adorar y agradar a Dios sin convertirse a judíos, sí les resultaba inaceptable la idea de que los judíos debieran convertirse a gentiles para poder agradar a Dios.  El caso es que si leemos las cartas de Pablo vemos que él hilaba muy fino en este tema y no es siempre fácil seguir los detalles exactos de su argumentación.  Sinceramente, después de leer sus cartas, no me sorprende en absoluto que corrieran estos rumores acerca de él.

La idea que tienen los líderes de la comunidad cristiana de Jerusalén para acallar los falsos rumores acerca de Pablo, es que él ponga claramente de manifiesto su propia adherencia a la Ley de Moisés haciendo de padrino para unos jóvenes judíos cristianos que, habiendo hecho votos de nazareo, cumplido ahora el período de su nazareato, se disponen a cortarse el pelo y demás ritos de purificación correspondientes, tal cual viene explicado en el libro de Números, capítulo 6.  Por lo visto y si entiendo bien este pasaje de Hechos 21, en aquella época y para estos efectos se había creado además la figura de un padrino que se purificaba juntamente con el nazareo y participaba en el ritual.  Si es así, se trata de una tradición que no viene en Números; y por tanto, la participación de Pablo en la ceremonia daría claras evidencias de que él no sólo respeta la Ley escrita sino también la tradición oral judía de interpretación de la Ley.  Aquí vemos que tal vez no hayamos entendido siempre correctamente los escritos de Pablo, porque él no sólo no opone ningún obstáculo al plan sino que, encantado con la idea, la pone en práctica.  Es decir que él se considera un judío entre los judíos, cumplidor escrupuloso de la Ley y también de las tradiciones; y comparte la opinión de sus correligionarios cristianos de que la acusación que hacen contra él sus enemigos es pura invención y mentira malintencionada [2].

Estando en el Templo con este propósito, sin embargo, hubo una desafortunada confusión que acabó con los huesos de Pablo en la cárcel durante varios años.  Algunas personas habían visto a Pablo andar por las calles de Jerusalén con un tal Trófimo, un gentil oriundo de Éfeso; y al ver a Pablo ahora en el Templo, pensaron que Trófimo seguía con él.  Naturalmente, dieron voz de alarma ante lo que consideraban no sólo una profanación del Templo sino una provocación clara e intencionada por parte de Pablo.

El cuartel de los romanos estaba situado más alto que el atrio del Templo y desde allí los guardas podían vigilar todo lo que sucedía.  Ante el tumulto que se creó mientras expulsaban a Pablo del Templo y cerraban las puertas, un destacamento de la guardia romana salió a toda prisa para poner orden en la ciudad.

El comandante manda sujetar a Pablo con cadenas y pregunta qué es lo que ha hecho.  Es tal la confusión, sin embargo, que el comandante decide llevarse a Pablo al cuartel y hacer una investigación en toda regla.  Entonces Pablo, en excelente griego, como es natural puesto que es oriundo de Tarso, pide permiso al comandante para dirigirse a la multitud.  El comandante se extraña de que Pablo supiera griego, porque a todo esto tenía la impresión de que acababa de arrestar a un peligroso asesino egipcio.  Naturalmente, esa idea se la tenía que haber comunicado la turba cuando él preguntó el motivo del disturbio; de donde se confirma que la turba ni sabía que se trataba de Pablo ni tenía ideas claras de por qué lo estaban atacando.  Mientras tanto, los soldados habían tenido que levantar a Pablo, con cadenas y todo, y llevárselo en volandas en dirección al cuartel para que la multitud, que no dejaba de gritar «¡Muera, muera!», no acabara ahí mismo con su vida.

Obtenido el permiso para dirigirse al pueblo, Pablo les dijo en arameo, y quiero que prestéis mucha atención a las primeras palabras de su discurso:  «Hermanos y padres, escuchad mis defensa que ahora presento ante vosotros, etc., etc.».

Hermanos y padres.

¿Acaso es esa una manera lógica de dirigirse a una multitud de personas que pretenden matarte?  ¿Hermanos de quién y padres de quién?  ¿De Pablo?  ¿«Hermanos y padres» incluso cuando con todo su furor y su odio están intentando acabar con su vida sin siquiera saber de quién se trata ni tener claro de qué se le acusa?  El caso es que a los que llevamos años leyendo a diario la Biblia, esta manera que tenían de dirigirse unos a otros los personajes bíblicos ya ni nos sorprende ni nos llama la atención.  Estamos tan acostumbrados a leer en un Testamento y en el otro este tratamiento de hermanos, que ni siquiera observamos el fenómeno ni nos damos cuenta de lo extraño que suena en determinadas circunstancias, como la que ahora nos ocupa.

El tratamiento de hermanos en el Antiguo Testamento

Mi tema esta tarde es hablar de modelos bíblicos de relación fraternal.  Pero el caso es que es difícil saber cuánta significación atribuirle al empleo de la palabra hermano en un contexto como este episodio en la vida de Pablo.

También es difícil saber cuándo ni cómo empieza este tratamiento de hermanos que se daban los judíos y por extensión también los cristianos en la época del Nuevo Testamento.

Está claro que en los antiguos reinos de Israel y Judá existía una noción de parentesco fundamental entre toda la población.  Aunque la redacción final del Pentateuco seguramente no se acabó hasta el período del exilio babilónico o incluso posterior, los materiales que lo componen son algunos de ellos antiquísimos.  Y ya en esos materiales antiguos tenemos este tratamiento de hermanos entre la población israelita.  Los expertos nos dicen que la primera edición de Deuteronomio probablemente data del siglo VIII a.C.  Allí en Deuteronomio tenemos, por ejemplo, la siguiente ley sobre la elección de reyes apropiados para Israel:

Ciertamente pondrás sobre ti al rey que el Señor tu Dios escoja, a uno de entre tus hermanos pondrás por rey sobre ti; no pondrás sobre ti a un extranjero que no sea hermano tuyo (Dt 17,15 BA).

En Levítico 25 tenemos diversas leyes sobre el jubileo y la redención de deudas, tierras y esclavos.  Allí también hay una distinción clara entre los hermanos, que se entiende que son los propios hebreos, y los extranjeros.  Lv 25,39-41 pone:

Si un hermano tuyo llega a ser tan pobre para contigo que se vende a ti, no lo someterás a trabajo de esclavo.  Estará contigo como jornalero, como si fuera un peregrino: él servirá contigo hasta el año de jubileo.  Entonces saldrá libre de ti, él y sus hijos con él, y volverá a su familia, para que pueda regresar a la propiedad de sus padres (BA).

Es decir, por una parte es un hermano tuyo, pero por otra parte, cuando recupere la libertad volverá con su familia, que obviamente no es tu propia familia donde este hermano tuyo te ha estado sirviendo, privado de su libertad.  Y más adelante el texto aclara que hay otras personas que no son hermanos y por tanto no serán objeto de la misma liberación jubilar:

En cuanto a los esclavos y esclavas que puedes tener de las naciones paganas que os rodean, de ellos podréis adquirir esclavos y esclavas. […] Aun podréis dejarlos en herencia a vuestros hijos después de vosotros, como posesión; os podréis servir de ellos como esclavos para siempre.  Pero en cuanto a vuestros hermanos, los hijos de Israel, no os enseñorearéis unos de otros con severidad (Lv 25,44-46 BA).

En cierto sentido toda la saga sobre los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob, en el libro de Génesis, podría entenderse como un documento propagandístico para explicar realidades políticas en tiempos de David.  Allí las doce etnias tribales que conforman la columna vertebral del reino resultan descender de otros tantos doce hermanos de la rama principal de una misma familia.  No está siempre del todo claro cuáles son las tribus a contar, porque por una parte el patriarca Jacob tuvo doce hijos y una hija pero por otra parte cuentan como tribus hermanas las de los hijos de José; y sin embargo siempre son doce las tribus, nunca trece ni catorce.  Lo que sí está claro es que los demás pueblos que gobierna David, aunque son de la misma familia, son de ramas secundarias (Moab, Amón, Edom) y por tanto es justificable que se integren en calidad de pueblos subyugados y no de tribus hermanas.  Como digo, la feliz coincidencia entre las distintas circunstancias de la saga familiar de Génesis y las realidades políticas en tiempos de David, suena sospechosamente a propaganda política.  Uno casi se lleva la impresión de que si las realidades políticas hubieran sido otras, Edom o Moab podrían haber figurado entre las doce tribus hermanas, quedando relegadas Dan o Simeón, por ejemplo, a una rama secundaria de la familia.  Luego tenemos la saga sobre José y sus hermanos, donde acaba por explicarse la preeminencia de Efraín y Judá, que coinciden en ser precisamente las tribus de donde proceden las dinastías gobernantes en los reinos de Israel y de Judá.  Otra vez parece haber intereses políticos muy posteriores en juego en la redacción de estas narraciones.

Pero sea eso como fuere, el caso es que esta épica sobre los ancestros de las tribus de Israel probablemente sólo es posible si ya desde mucho antes existía esta noción de que aquellas tribus —y cada uno de sus habitantes— estaban profundamente hermanadas.

El tratamiento de hermanos en otros contextos

El caso bíblico no es el único donde observamos que se recurre a la metáfora del parentesco —de que somos todos hermanos en una misma familia— para expresar un sentimiento de afinidad y de valores en común.  Sabemos que en los primeros siglos de nuestra era, cuando el cristianismo empezaba a difundirse por el Imperio Romano, había otras asociaciones de diversa naturaleza, donde los socios o miembros se podían llamar hermanos entre sí.  Las sinagogas y las comunidades cristianas primitivas, desde luego.  Pero también, por ejemplo, peñas cuyo fin era celebrar banquetes en honor a dioses paganos o al emperador, y asociaciones cuyo fin era asegurar un digno entierro para cada uno de sus miembros [3].

Ya en tiempos modernos uno de los lemas de la Revolución Francesa de finales del siglo XVIII, junto con libertad e igualdad, era el de la fraternidad.  El carácter secular y anticlerical de aquella revolución nos indica que puede haber otros valores que el religioso que inspiren el empleo de esta metáfora de pertenencia a una familia común.  También los masones y miembros de asociaciones de diversa índole y con fines muy variados, pueden hoy día adoptar este tratamiento de hermanos entre sus miembros.  Naturalmente, en monasterios y conventos, así como en general en las iglesias, los cristianos solemos darnos un tratamiento de hermanos, especialmente en ciertos contextos formales o litúrgicos, donde llamar a alguien hermano es a la vez, paradójicamente, una expresión de solidaridad fraternal y también un título de honor.

Hace poco me encontré en una situación que puede resultar ejemplar de esto último.  En septiembre mi esposa y yo estuvimos en el primer congreso de la Fraternidad Mundial de Misiones menonitas, que se celebró en Almaty, Kazajstán.  Entre las muchas personas que asistieron estaba el obispo de los Hermanos en Cristo en Zimbabwe y presidente elcto del Congreso Mundial Menonita, Danisa Ndlovu.  Un día acabamos en una misma mesa cenando y el grupo allí reunido bromeábamos en inglés sobre ya no recuerdo qué tema y quise hacerle una pregunta al respecto al obispo Ndlovu.  Ahora bien, yo tenía hechas dos observaciones contradictorias acerca del Congreso Mundial Menonita.  Por una parte, he observado un ambiente informal en el trato, donde se ha impuesto la costumbre de llamar a todo el mundo por su nombre de pila, un trato familiar como cuando en castellano empleamos el tuteo en lugar del trato de usted.  Por otra parte había notado en los africanos una tendencia a dar a sus obispos un tratamiento respetuoso y casi diría que reverente.  ¿Cómo dirigirme entonces al obispo Ndlovu, que es además presidente electo del Congreso Mundial Menonita?  Llamarle por su apellido podía parecer demasiado formal para aquel contexto informal y jovial alrededor de la mesa.  Y mucho más llamarle Obispo Ndlovu o incluso Obispo Danisa, juntando su título con su nombre de pila.  Al final opté por dirigirme a él como Hermano Danisa.  Toda esa reflexión, desde luego, en una fracción de segundo.  No sé si acerté, pero me parece que esa elección indica el carácter a la vez familiar y también formal o litúrgico o de honor que damos los cristianos al tratamiento de hermano en algunos contextos.

Hermanos esclavos

¿Cuál es la naturaleza de las relaciones interpersonales entre creyentes?

El propio título de mi conferencia de hoy ya es una respuesta.  Mi título declara que se trata de una relación fraternal, es decir, una relación de hermanos y hermanas.  Pero lo que estamos descubriendo es que ese término, esa metáfora de ser todos hermanos de una misma familia, puede tener multitud de interpretaciones y sus consecuencias pueden ser a veces profundas, pero otras veces prácticamente nulas.  Vamos a ver: ¿Alguien es capaz de creerse que a un esclavo —es decir una persona privada forzosamente de su libertad y obligado a trabajar para beneficio ajeno— le importa un bledo que su amo le considere su hermano y no un pagano extranjero [4]?  Veamos el cuadro que pinta Jesús de las condiciones de servidumbre que a él y a sus oyentes les parecían naturales.  Dice así Jesús:

¿Quién de vosotros tiene un esclavo arando o pastoreando ovejas, y cuando regresa del campo, le dice: «Ven enseguida y siéntate a comer»?  ¿No le dirá más bien: «Prepárame algo para cenar, y vístete adecuadamente, y sírveme hasta que haya comido y bebido; y después comerás y beberás tú»?  ¿Acaso le da las gracias al esclavo porque hizo lo que se le ordenó? (Lc 17.7-9).

Esto, como digo, es lo que Jesús mismo aceptaba como natural en el tratamiento de esclavos entre los judíos piadosos y observantes de la Ley a quienes dirigía sus palabras.  Otro ejemplo recogido de las parábolas de Jesús sería el de Marcos 12.  Allí Jesús describe una situación donde un terrateniente compra una viña que deja en manos de unos labradores.  Envía a un esclavo para cobrar el alquiler y los labradores lo golpean y no le pagan.  Manda otro esclavo al que someten a un trato insultante además de herirlo y tampoco le pagan.  Al tercer esclavo lo matan.  Y así sucesivamente, hasta que el señor de las tierras decide mandar a su hijo, considerando que al hijo sí que lo tienen que respetar.  Pero no, al hijo también lo matan.  Y entonces por fin el amo interviene y hace matar a los labradores.  Los esclavos de este señor bien podían ser hermanos de su misma religión o su misma raza —no lo sabemos— pero está claro que el que te maten a unos esclavos tiene perdón, como no lo tiene el que te maten a tu hijo.

Entonces tampoco debemos hacernos muchas ilusiones acerca de la ventaja que le podía suponer a Onésimo el que, por orden del apóstol Pablo, Filemón ahora lo considere su hermano y no solamente un esclavo.  Entre los romanos el castigo típico de los esclavos fugados era terrible; y si a pesar de todo es cierto que Onésimo se había fugado, muy malas debían ser las condiciones que aguantaban los esclavos en casa de Filemón.  Digamos que en el mejor de los casos Onésimo se había fugado antes de que Filemón se convirtiera al evangelio de Jesucristo.  El problema es que por orden expresa del apóstol Pablo, Filemón seguía siendo el amo y Onésimo el esclavo.  Uno era libre de hacer lo que quería, incluso seguir a Jesús con las conductas que le parecieran más adecuadas; el otro estaba privado de libertad y obligado a hacer lo que le mandaban, sin ninguna posibilidad de objeción de conciencia.  De hecho, la objeción de conciencia sería un absurdo absoluto en el esclavo y de por sí sola le merecería una lluvia de azotes tal que jamás en la vida lo olvidaría.

Yo siempre he querido pensar que la carta a Filemón pondría la relación entre él y Onésimo en un plano de igualdad fraternal, pero hoy me cuesta mucho creérmelo.  Mejor dicho, es posible que en el caso concreto de Filemón y Onésimo, a quienes Pablo conocía personalmente, esta carta haya podido sentar otras bases para la relación que la típica relación entre amo y esclavo.  Pero sabemos muy bien que posteriormente, los amos cristianos de esclavos siempre han utilizado la carta de Pablo a Filemón para justificar la esclavitud como cosa perfectamente compatible con el cristianismo, y para adoctrinar a sus esclavos que Pablo enseñó expresamente que los que se fugaban, si de verdad fuesen cristianos, volverían con su amo y se someterían a la condición de esclavitud como lo hizo Onésimo.  Porque además, está claro que esa servidumbre es la única manera que tiene el esclavo para llevar a la práctica la consideración de hermano que debe sentir para con su amo.

¿Tiene alguna repercusión práctica la costumbre de llamar hermanos a los miembros de la comunidad, cuando en una misma comunidad puede haber amos y esclavos?  Yo quiero pensar que sí.  Quiero pensar que por lo menos en la generación apostólica, aunque quizá nunca después, todos eran iguales y todos recibían el mismo honor y el mismo trato fraternal.  Después de todo, ahí están las palabras de Santiago:

Hermanos míos, no tengáis vuestra fe en nuestro glorioso Señor Jesucristo con una actitud de favoritismo.  Porque si en vuestra congregación entra un hombre con anillo de oro y vestido de ropa lujosa, y también entra un pobre con ropa sucia, y dais atención especial al que lleva la ropa lujosa, y decís: «Tú siéntate aquí, en un buen lugar»; y al pobre decís: «Tú estate allí de pie, o siéntate junto a mi estrado»; ¿no habéis hecho distinciones entre vosotros mismos, y habéis venido a ser jueces con malos pensamientos?  Hermanos míos amados, escuchad: ¿No escogió Dios a los pobres de este mundo para ser ricos en fe y herederos del reino que Él prometió a los que le aman?  Pero vosotros habéis menospreciado al pobre (Sg 2,1-6a BA).

Observamos otra vez aquí, dos veces en pocos versículos, el trato apostólico de hermanos.  Y está clara la predicación apostólica en contra de la desigualdad en la comunidad cristiana y a favor de un trato auténticamente fraternal.  Y sin embargo, aunque esto sea lo que Santiago enseña, su propia descripción de la realidad es muy otra, como les reprocha al final: Pero vosotros habéis menospreciado al pobre.

Y es que me temo que tal vez, cuanto más nos aferramos a la ficción de que todos somos iguales, empleando incluso este término de relación filial e igualitario, como parecería ser el tratamiento de hermanos en la iglesia, quizá tanto más difícil nos sea ver más allá de esa ficción semántica para observar la realidad práctica en que vivimos.

¿Recordáis aquella ocasión cuando Pedro fue liberado milagrosamente de la cárcel?  Me refiero a la segunda ocasión, en Hechos 12, después del martirio de Santiago el hermano de Juan.  Lucas nos cuenta con lujo de detalles cómo se le apareció un ángel, encendió una vela, le dijo que se vistiera, etc., etc.  Pedro ni se dio cuenta que se trataba de un ángel hasta encontrarse solo y en la calle.  Era de noche y se dirigió a la casa de María la madre de Juan Marcos, donde esa noche estaban celebrando una reunión de oración.  Llamó a la puerta y la persona que salió a ver quién llamaba, se sobresaltó tanto al verle, que volvió corriendo donde estaban los demás para decirles, toda emocionada, que Pedro estaba libre.  ¡Tal era su prisa que se olvidó de abrirle la puerta!  ¿Recordáis quien era esa persona?  Se llamaba Rode.  ¿Y cuál era su condición?

Era esclava.

Y ahora os quiero invitar a reflexionar que a todos los que estaban allí reunidos en ferviente oración cristiana, en esa primera iglesia apostólica en la ciudad de Jerusalén, a todos les pareció normal que cuando llamaron a la puerta, la persona que diera un salto y saliera corriendo a ver quién era, fuera la esclava.  Las personas libres, como es natural, siguieron orando.  Lo más probable es que ni siquiera se dieron cuenta de que llamaban a la puerta.  Después de todo, para atender la puerta estaba Rode, la esclava.  Creyente ella también, a tenor de la emoción que sintió al ver a Pedro.  Hermana, por tanto, en pie de igualdad con todos los demás con quienes ella oraba.  Pero esclava, al fin y al cabo; y obligada a abandonar la reunión para atender cuando llamaban a la puerta.

No me consuela mucho la consideración de que Rode seguramente tenía perfectamente asumida la naturalidad de su propia servidumbre.  Por lo que cuentan los psicólogos, las victimas muchas veces interiorizan su victimización.  Su autoestima es tan baja que no pueden imaginar otra condición de vida que la injusticia que padecen.  Incluso pueden llegar a presumir de su condición de víctima, como cuando las mujeres se jactan de que menos mal que a los hombres no les toca parir, porque no aguantarían el dolor.  Y claro, los hombres nos lo creemos y entonces, como las mujeres no sienten el dolor igual que los varones, es normal y justificable que el marido le pegue a su mujer cuando no le obedece.  Al fin de cuentas, a ella no le duele como le dolería a él.

Entonces, aunque Rode seguramente respondería a mis protestas insistiendo que no le importaba salir de la reunión a contestar cuando llamaban a la puerta, yo sigo pensando que aquí somos todos hermanos pero algunos son más hermanos que otros.

El valor de tener modelos bíblicos

Esto me trae a la siguiente reflexión acerca de los modelos bíblicos de relación fraternal, como familia de Dios que es la iglesia cristiana:  Yo no sé si es posible recuperar esos modelos, no sé si es posible dar vuelta atrás el reloj y volver a lo que era la vivencia original de las primeras comunidades cristianas.  Pero es que tampoco tengo muy claro que interese hacerlo.  Esas comunidades estaban profundamente arraigadas en el Espíritu de Cristo y eran a la vez, inevitablemente, producto de su tiempo y su cultura.

Muchas cosas de nuestro propio tiempo y nuestra propia cultura cada vez más globalizada son horrorosas, espantosas e imposibles de defender.  Pero lo mismo pasa con la cultura grecorromana en tiempos de los apóstoles y con la sociedad palestina en tiempos de Jesús.  Podríamos poner otros ejemplos, pero la gravísima desigualdad social y económica es tan buen ejemplo como cualquiera.  Desigualdad cuyo horror se hace especialmente evidente en la existencia de la esclavitud como algo tan corriente que por verlo todos los días resultaba invisible.

Las primeras iglesias cristianas, ya desde la primerísima comunidad en Jerusalén, padecieron de este defecto propio de su cultura.  Considero que es absolutamente loable y nada desdeñable el efecto igualitario que pudo ejercer desde el principio el evangelio de Jesucristo.  Pero no mi hago ilusiones de que el resultado nos satisfaría a ninguno de los que estamos presentes aquí.  El propio tratamiento de hermanos que las comunidades cristianas copiaron del judaísmo, sin duda tuvo que ejercer un efecto saludable en las relaciones entre los creyentes.  Pero como vimos en nuestra primera historia de la vida de Pablo, el tratamiento de hermanos no garantiza nada de por sí.  No garantiza que no te traten de matar fanáticamente, como a Pablo, ni que no te obliguen a seguir padeciendo la esclavitud, como a Onésimo.

Si queremos hacer nuestra la metáfora de relación filial que encierra el tratamiento de hermanos y hermanas en la iglesia, tendremos que darle contenido nosotros mismos para nuestra cultura de hoy.  Y en algunos aspectos, recibiremos poca ayuda de los ejemplos bíblicos.  Cualquiera iglesia que hoy día no esté claramente superando las limitaciones a la igualdad que padeció la iglesia primitiva, que vivió en una cultura esclavista y de inmensa desigualdad social, será una iglesia arcaizante, tal vez, pero mucho me temo que irrelevante.

Y sin embargo es menester que sigamos leyendo y estudiando las Escrituras con estas inquietudes y con todas nuestras inquietudes.  Los escritos bíblicos se escribieron como guía para su propia generación y dentro de su propia cultura.  Pero hoy pueden ejercer otro papel muy distinto y quizá aún más importante.  Viendo en ella reflejada la realidad distante de la vida de los que intentaban agradar a Dios en un mundo tan distinto al nuestro, podemos caer en la cuenta de que nuestro propio mundo seguramente también es defectuoso.  Que hay costumbres hoy día que nos resultan invisibles porque son tan corrientes y nos hemos acostumbrado tanto a ellas, pero que entristecen al Espíritu de Dios tanto como sospechamos que pudo entristecerle la desigualdad social y la esclavitud entre hermanos en una misma comunidad cristiana.

Mi hermano, mi amado

Quiero terminar sin embargo con algunos versos del Cantar de los Cantares, para sugerir una última dimensión del tema de la hermandad cristiana.  Sé bien que estos renglones a continuación parecieran no tener nada que ver con lo expuesto hasta aquí; pero me parece importante añadirlo, a pesar de ello, como equilibrio necesario a todo lo anterior:

Has cautivado mi corazón, hermana mía, esposa mía;
has cautivado mi corazón con una sola mirada de tus ojos,
con una sola hebra de tu collar.
Cuán hermosos son tus amores, hermana mía, esposa mía
¡Cuánto mejores tus amores que el vino,
y la fragancia de tus ungüentos
que todos los bálsamos!
Huerto cerrado eres, hermana mía, esposa mía,
huerto cerrado, fuente sellada.
Tus renuevos son paraíso de granados,
con frutas escogidas, alheña y nardos,
nardo y azafrán, cálamo aromático y canela,
con todos los árboles de incienso,
mirra y áloes, con todos los mejores bálsamos.
                                              
[Ca 4,9-10, 12-14]

—¡Ah, si tú fueras como mi hermano,
amamantado a los pechos de mi madre!
Si te encontrara afuera, te besaría,
y no me despreciarían.
Te llevaría y te introduciría
en la casa de mi madre, que me enseñaba;
te daría a beber vino sazonado del zumo de mis granadas.
Esté su izquierda bajo mi cabeza
y su derecha me abrace.
Ponme como sello sobre tu corazón,
como sello sobre tu brazo,
porque fuerte como la muerte es el amor,
inexorables como el Seol, los celos;
sus destellos, destellos de fuego,
la llama misma del Señor.
                                   [Ca 8,1-3, 6 BA]

La iglesia siempre ha dado a estos versos eróticos una interpretación alegórica, respecto a la intensidad pasional del amor entre Dios y su pueblo.  Pero quiero sugerir que —siempre y cuando se conserve un sentido alegórico— en el mejor de los casos, cuando una comunidad cristiana está funcionando como debería ser, con todo el fuego y la unción del Espíritu Santo, la intensidad pasional del amor entre hermanos y hermanas en Cristo puede encerrar algo de esta misma belleza lírica y desbordante.  La Ley de Moisés proscribe severamente todo tipo de incesto.  Y sin embargo la narración del libro de Génesis sabe perfectamente que el amor fraternal puede también estallar en llama de pasión erótica.  Allí tenemos a Abraham y su hermana Sara; a Isaac y su prima Rebeca, a Lot y sus hijas,  a Jacob y sus primas Raquel y Lea, a Judá y su nuera Tamar.

¿Podemos aceptar la pasión erótica como signo alegórico de un amor fraternal intenso, dulce y agradable, sin explotación ni jerarquía, sin rango ni diferencias, como en el Cantar de los Cantares [5]?  ¿Quién no ha llorado desoladamente con el sufrimiento de un hermano o una hermana en la iglesia?  ¿Quién no se a alegrado con la felicidad de su hermana o hermano en la iglesia, como si el gozo fuera propio?  La fuerza del amor fraternal que genera entre nosotros el Espíritu Santo es a veces intenso, incandescente, brillante, deslumbrante.

Nunca subestimemos la capacidad del Espíritu para hacer que nos amemos unos a otros a pesar de todos los obstáculos.

Y esto también había que decirlo.

 


1. Conferencia para el Congreso Anabautista del Cono Sur, Uruguay, enero de 2007.

2. Hay literatura abundante sobre las consecuencias nefastas para los judíos, a lo largo de la historia, de que los cristianos no hayamos sabido comprender que el Nuevo Testamento no es antisemita —no fue escrito con intenciones antisemitas.  Como especialmente interesante para menonitas, mencionaría John H. Yoder, Michael G. Cartwright and Peter Ochs, The Jewish-Christian Schism Revisited (Grand Rapids: Eerdmans, 2003).  Véase también Tod Linafelt, ed., A Shadow of Glory: Reading the New Testament After the Holocaust, (New York & London: Routledge2002).  El tema sigue vivo.  Cf. David M. Moffitt, “Righteous Bloodshed, Matthew’s Passion Narrative, and the Temple’s Destruction: Lamentations as a Matthean Intertext”, Journal of Biblical Literature 125, Nº 2 (2006), pp. 299-320, que aporta todavía un argumento más para acabar con las interpretaciones antisemitas de los evangelios.

3. hilip A. Harland, Associations, Synagogues, and Congregations: Claiming a Place in Ancient Mediterranean Society (Minneapolis: Fortress, 2003), pp. 31-33, explica que la terminología de «hermano», «hermana», «padre» y «madre» estaba bastante difundida entre los miembros de diversos tipos de asociaciones en el Imperio Romano durante los primeros dos siglos de nuestra era, y muy concretamente en Asia Menor.

4. La lectura de Callahan, Horsley, Smith y Jobling, editores, Slavery in Text and Interpretation (Semeia Nº 83/84 – Society of Biblical Literature, 1998) fue lo que primero me sensibilizó acerca de la presencia (e importancia) de esclavos en el texto bíblico.  Posteriormente, Jennifer A. Glancy, Slavery in Early Chrsitianity (Oxford: University Press, 2002) continúa investigando el tema de la presencia de esclavos (y su condición de vida) en las primitivas congregaciones cristianas.

5. Phillis Trible, God and the Rhetoric of Secuality (Philadelphia: Fortress, 1978) ve en el Cantar de los Cantares la resolución de la condición de enseñoreamiento que deriva del pecado en el Edén.

 
 
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