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PDF Hermenéutica anabaptista y educación teológica

Hermenéutica anabaptista y educación teológica
por Antonio González

La hermenéutica designa, en castellano, el «arte de interpretar textos y especialmente el de interpretar los textos sagrados» [1]. Etimológicamente, la expresión deriva del griego ἑρμη­νευ­τής, que era el intérprete o traductor. La hermenéutica puede estar asociada en sus orígenes con el dios Hermes, el mensajero de los dioses, dispensador del genio literario, patrón de los oradores, dios de los viajeros y protector de los que cruzan fronteras.

Estos orígenes de la hermenéutica nos muestran un cierto carácter especializado de la misma. No todas las personas pueden traducir. El traductor es alguien que dispone de un conocimiento fuera de lo común de otra lengua, que le permite servir de intérprete entre su propio pueblo y un grupo foráneo. Normalmente, el intérprete no es un voluntario, sino alguien que se gana la vida mediante sus traducciones. Ahora bien, esta especialización profesional del intérprete no significa en principio una originalidad. El intérprete o traductor no es portador de un mensaje propio, sino que trasmite el mensaje de otros, del mismo modo que el dios Hermes trasmitía el mensaje de los dioses. Sin embargo, el traductor siempre puede ser también un traidor (traduttore traditore, dicen los italianos), que tergiversa el mensaje en función de otros intereses. Por eso, el dios Hermes no sólo era el patrón de los comerciantes y poetas, sino también el inspirador de los ladrones y de los mentirosos.  

La hermenéutica teológica puede guardar a veces cierta similitud con estos antiguos orígenes de la hermenéutica. El teólogo o el exegeta podría ser entendido como una persona fuera de lo común, que dispone de una capacitación especial para entender los mensajes divinos, escritos en los Libros Sagrados, y para trasmitirlos a un pueblo que no dispone de los mismos conocimientos. La educación teológica puede entenderse, desde este punto de vista, como un proceso de iniciación religiosa que capacitaría a las personas para convertirse en intérpretes autorizados y profesionales de los Libros Sagrados. En este caso, la educación teológica significaría, en definitiva, una separación de la comunidad creyente, mediante la cual el futuro hermeneuta iría adquiriendo, durante su estancia en un centro especializado de estudios teológicos, ciertas características sagradas, que le permitirían trasmitir al pueblo creyente la correcta interpretación de los textos bíblicos. No es extraño que Hermes, el mensajero de los dioses, fuera también un dios…

No se nos escapa el hecho de que, todavía hoy, ésta puede ser la comprensión de la educación teológica por parte de muchos seminarios y facultades de teología. También somos conscientes de sus peligros. El intérprete sacralizado y separado de su comunidad tiene, como «pastor» o «sacerdote», sus propios intereses personales, profesionales y corporativos. Su «traducción» de los textos sagrados para el pueblo de Dios puede ser también una «traición», en la que los verdaderos intereses de la comunidad cristiana sean soslayados. Al mismo tiempo, la propia especialización y profesionalización del intérprete pueden dar lugar a un lenguaje alejado del lenguaje de su comunidad, a la que le cuesta comprenderle. No olvidemos que el dios Hermes no sólo está asociado a la hermenéutica, sino también al hermetismo, un término usado para designar las doctrinas oscuras y esotéricas, aptas solamente para un grupo de iniciados [2]. Y todos hemos oído alguna vez sermones verdaderamente herméticos…

1. La perspectiva anabaptista

Resultaría en este momento muy fácil entregarnos a un cierto anti-intelectualismo, diciendo simplemente que, para los anabaptistas del siglo XVI, la comunidad cristiana era el verdadero sujeto de la interpretación bíblica, sin necesidad de sacerdotes o teólogos profesionales. Sin embargo, a poco que profundicemos en esta cuestión, nos damos cuenta de que las cosas no son tan sencillas. Por una parte, podemos sospechar que la falta de formación teológica pudo facilitar algunas de las exageraciones en las que cayeron algunos grupos anabaptistas. Pensemos, por ejemplo, en aquellos anabaptistas del siglo XVI que, para hacerse como niños (Mt 18,3), gateaban y balbucían como bebés [3]. Otros problemas, como la fácil tendencia al legalismo o a las excomuniones mutuas entre los anabaptistas posteriores pueden tener como trasfondo, entre otros factores, una cierta ingenuidad en la lectura bíblica. Por otra parte, también sabemos valorar los escritos de aquellos anabaptistas del siglo XVI que, por tener una mayor cultura teológica, nos legaron reflexiones profundas que siguen siendo relevantes para nuestro tiempo. Gracias a ellos, podemos entender mejor cuál fue el significado originario del anabaptismo y cuál puede ser su aportación al cristianismo del siglo XXI. Si queremos presentar el mensaje cristiano a un mundo culturalmente complejo y si queremos dialogar con cristianos de distintas tradiciones, parece que no podemos renunciar a la formación teológica. Pero entonces, ¿cómo entender la formación teológica desde la perspectiva anabaptista de una prioridad de la comunidad del cristiana en la interpretación bíblica?

Comencemos diciendo que, para los anabaptistas, la comunidad cristiana era entendida como una comunidad del Espíritu. Al igual que los demás reformadores, los anabaptistas comenzaron subrayando el protagonismo del Espíritu Santo en la interpretación bíblica. Para ellos, la verdadera interpretación de las Escrituras era un acontecimiento espiritual, que posibilita entenderlas desde el punto de vista de su Autor divino, pudiendo de este modo acercarnos tanto a su sentido originario como a su aplicación al presente. Evidentemente, este énfasis en el papel del Espíritu Santo en la interpretación bíblica no es suficiente para entender por qué los anabaptistas llegaron a entender la interpretación bíblica como un proceso comunitario, a diferencia de otros movimientos del siglo XVI que también insistían en la guía del Espíritu Santo. Tampoco es exclusiva de los anabaptistas la idea de un sacerdocio universal de todos los cristianos, ni la idea consiguiente de que todo creyente, guiado por el Espíritu Santo, puede entender los textos bíblicos de una manera directa, debido a la claridad y accesibilidad universal (perspicuitas) de los mismos. Estos principios no condujeron a los reformadores protestantes a desarrollar sistemáticamente procesos de interpretación bíblica comunitaria, aunque la idea se cruzó por la mente de alguno de ellos [4]. En la práctica, los movimientos procedentes de la Reforma oscilaron entre la interpretación magisterial de los teólogos designados por las iglesias y el individualismo de las interpretaciones privadas. En cambio, en el contexto anabaptista del siglo XVI no sólo desapareció la figura del pastor profesional, sino que la predicación incluía una participación de todo el grupo como intérprete de la palabra de Dios, de manera que el monólogo del sacerdote o del pastor era sustituido por un verdadero diálogo entre todos los creyentes [5].

El trasfondo teológico de esta implicación de toda la comunidad en la interpretación bíblica hay que encontrarlo en una característica propia del cristocentrismo anabaptista. Aquí no basta con hablar del cristocentrismo en general. De nuevo hay que recordar que, obviamente, el cristocentrismo es un énfasis característico de toda la Reforma del siglo XVI, y no solamente del anabaptismo. Todos los reformadores subrayaron la centralidad de Jesús como único mediador frente al papel de María y otros santos en la piedad medieval. Para los reformadores del siglo XVI era esencial subrayar que la salvación venía directa y gratuitamente de Dios por medio de su Hijo Jesucristo. De ahí que Jesús fuera visto primeramente como aquél que murió por nosotros en la cruz, pagando por nuestros pecados, y por tanto también como aquél a quien se dirige nuestra fe, mediante la cual obtenemos la justificación. Este cristocentrismo era para los reformadores también un principio hermenéutico, precisamente porque la historia del pecado y de la redención mediante Jesucristo se convertía para ellos en el hilo conductor que permitía entender el conjunto de las Escrituras. La justificación por la fe en Jesucristo se convirtió en el principio que estructuraba la lectura de la Biblia, y que le confería su unidad.

Los anabaptistas no negaron en modo alguno el papel redentor exclusivo de Jesucristo, ni la gratuidad de la salvación. Ahora bien, su cristocentrismo tiene otro acento. Desde la perspectiva anabaptista, los reformadores magisteriales, a pesar de subrayar la centralidad de Jesús, en la práctica tendían a ignorar su mensaje, sustituyéndolo por enseñanzas tomadas del Antiguo Testamento, como sucedía de modo paradigmático en la cuestión del uso de la violencia o en la creación de iglesias estatales. Para los anabaptistas era importante subrayar que Jesús no es un principio religioso general, sino una persona concreta, y por tanto solamente se le puede conocer si hay un trato real y efectivo con ella. Y esto significa que, para los anabaptistas, el seguimiento de Jesús adquiere un papel central en su espiritualidad, en su teología, y en su hermenéutica. Todos conocemos la famosa frase de Juan Denk: a Cristo solamente se le puede conocer si se le sigue en la vida [6]. Los reformadores magisteriales con frecuencia malentendieron las apelaciones anabaptistas al seguimiento, pensando que se trataba de una recaída en las obras de la iglesia medieval. Sin embargo, para los anabaptistas el seguimiento no era un modo de ganar el cielo por las propias fuerzas, sino una respuesta agradecida que era posibilitada por la obra del Espíritu Santo en nosotros. Por ello su insistencia en la necesidad de un nuevo nacimiento, sin el cual no era posible seguir a Jesús, ni por tanto tampoco conocerle. Así es posible entender lo que podemos llamar el «círculo hermenéutico» de Hans Denk, quien no solamente afirmaba que a Jesús no se le conoce si no se le sigue, sino también no se le puede seguir, si no se le conoce primeramente [7]. Y este primer conocimiento es el que sucede cuando el creyente nace de nuevo por el Espíritu Santo.

2. La diferencia esencial

Todo lo anterior nos muestra algo muy importante para entender la aportación de los anabaptistas a la hermenéutica bíblica. La comunidad del Espíritu, desde la perspectiva anabaptista, no es solamente una comunidad carismática, en la que se hacen patentes los dones del Espíritu Santo. La comunidad cristiana es también una comunidad del seguimiento, precisamente porque la obra del Espíritu es la de capacitarnos para seguir a Jesús. Es justamente el hecho de seguir a Jesús el que instaura una diferencia entre la iglesia y el mundo, porque sencillamente no todas las personas siguen ni quieren seguir libremente a Jesús. Y es el seguir a Jesús lo que forma una comunidad que se reúne en torno a él. La comunidad del Espíritu es por eso una comunidad de seguidores, que caminan con Jesús, siendo Jesús quien camina delante y va haciendo y siendo el camino por el que sus discípulos le siguen. Y esto está cargado de consecuencias hermenéuticas, que diferencian de manera significativa a los anabaptistas del protestantismo en general.

Normalmente, los protestantes, procedentes de la Reforma magisterial, tienen una dificultad grande para entender lo específico de la hermenéutica anabaptista. Con frecuencia, los protestantes más conservadores suelen percibir a los anabaptistas como personas que se toman poco en serio la Escritura. De hecho, la acusación más frecuente de autores como Calvino hacia los anabaptistas era de este tipo. Los anabaptistas eran percibidos como espiritualistas o fanáticos que despreciaban la letra en nombre del Espíritu [8]. Del mismo modo, en términos más recientes, los protestantes más liberales suelen acusar a los anabaptistas de «biblicistas» o incluso de responsables del fundamentalismo. Sin embargo, los hechos históricos son tozudamente claros: los principales representantes del fundamentalismo moderno tenían (y en gran medida siguen teniendo) un trasfondo teológico calvinista, mientras que la mayor parte de los anabaptistas permanecieron al margen de las discusiones entre liberales y fundamentalistas, tal como se vienen desarrollando desde hace un siglo. Normalmente, cuando una iglesia de origen anabaptista se hace fundamentalista o liberal, tiene un lugar un alejamiento significativo de sus raíces. Y es que el anabaptismo no puede ser entendido dentro de los estrechos esquemas de la polémica entre liberales y fundamentalistas, por más que desafortunadamente esas dos simples coordenadas generales sigan determinando hoy en día el modo en que se entienden a sí mismos la mayor parte de los protestantes de todas las tendencias teológicas.

Para entender la imposibilidad de insertar a los anabaptistas en esas coordenadas que les son ajenas puede ser útil traer a colación la aproximación a la Escritura que encontramos en Calvino. Este teólogo comienza su Institución de la religión cristiana afirmando que la suma de la sabiduría es el conocimiento de Dios y de nosotros mismos. Estos dos conocimientos están vinculados entre sí, porque al conocer a Dios conocemos nuestra propia miseria, y al conocer nuestra propia miseria reconocemos la grandeza de Dios. Para Calvino, el conocimiento de Dios consiste no sólo en saber que existe, sino también en saber en qué medida ese conocimiento es beneficioso para nosotros. En principio, el conocimiento de Dios está implantado naturalmente en la mente humana, aunque el pecado corrompe este conocimiento y da lugar a toda forma de superstición y de idolatría. Además, el conocimiento de Dios es accesible a todo ser humano al contemplar la creación y la providencia divina sobre el mundo. Sin embargo, el pecado nos aparta de ese conocimiento, y de todos los beneficios que se derivarían del mismo. Ahora bien, según Calvino, Dios ha instituido otro medio mejor parra conocerle, que nos posibilita un conocimiento de Dios que nos conduce a la salvación, y que Dios otorga a aquellos a quienes ha decidido llevarlos a una relación más cercana y familiar con Él. Este otro medio no es otro que la Escritura, la cual es por tanto necesaria para conocer las verdaderas características de Dios como Creador y Redentor, frente a todo el elenco de los dioses falsos que el ser humano se ha creado para sí mismo. Y, para otorgar plena autoridad a la Escritura se necesita del testimonio interno del Espíritu Santo, que le confiere validez por sí misma, sin necesidad de que la iglesia católica le conceda su credibilidad [9].

De este planteamiento de Calvino nos llaman la atención inmediatamente dos elementos. En primer lugar, la función de la Escritura parece consistir primeramente en proporcionarnos conocimiento: se trata de un conocimiento que no podemos adquirir por nosotros mismos, y que es un conocimiento decisivo, porque conduce a la salvación. Y, en segundo lugar, todo el planteamiento de Calvino se puede realizar prescindiendo completamente de cualquier referencia a una comunidad hermenéutica. Más bien la referencia comunitaria se rechaza, pues se asocia a la pretensión de que la autoridad de la Escritura fuera derivada de la autoridad eclesiástica. Desde estas premisas, es comprensible que tanto el fundamentalismo como el liberalismo protestantes hundan sus raíces en las corrientes eclesiásticas que se derivan de estas concepciones propias de la Reforma magisterial. Por una parte, el liberalismo moderno puede subrayar que las ciencias actuales, tanto humanas como sociales, nos proporcionan un conocimiento de nosotros y del mundo que, por un lado, discrepa de algunas afirmaciones bíblicas y que, por otra parte, es suficiente para proporcionarnos la plenitud humana a la que aspiramos. Desde el punto de vista liberal, cualquier pretensión de salvación que pueda encontrarse en las Escrituras tendrá que reducirse a los modos en los que las ciencias seculares nos informan que es posible alcanzar la realización humana. Por su parte, el fundamentalismo reacciona defendiendo la validez permanente de las informaciones que la Escritura proporcionaba sobre el ser humano, la sociedad y la naturaleza, al mismo tiempo que subraya la necesidad de esos conocimientos para obtener la salvación. Ahora bien, en ambos casos la Escritura es considerada primeramente como una fuente de información, más o menos anticuada para unos, más o menos inerrante para otros.

Respecto a este uso primariamente cognoscitivo y doctrinal de la Escritura, la perspectiva anabaptista difiere radicalmente. Para los anabaptistas del siglo XVI, la Escritura no fue primeramente una fuente de información sobre Dios, el mundo o el ser humano. Para ellos, la Escritura fue ante todo un medio para seguir a Jesús y, de este modo, conocerle personalmente. No se trataba de adquirir un conocimiento sobre la estructura de nuestra salvación, sino de entrar en una vinculación personal con el Mesías. Por eso mismo, lo decisivo era Jesús mismo, y la Escritura era el indicador que señalaba el camino para seguirle. De acuerdo con una expresión famosa de Ulrich Stadler, la Escritura podía ser entendida como un letrero que indica que en una determinada posada hay vino. El letrero es esencial, porque indica el camino hacia el vino, pero el letrero no es el vino [10]. Jesús, como Palabra de Dios por excelencia, es la meta del proceso hermenéutico, y la Escritura era un instrumento para ir hacia Él. Esto no significa ignorar la necesidad humana de salvación, y nuestra propia fragilidad debida al pecado. Todo lo contrario: la posibilidad de entender el letrero, y de desear y recibir el vino, es sin duda la obra del Espíritu que opera en nosotros un nuevo nacimiento. Y ese Espíritu no es otro que el Espíritu de Jesús, quien en lugar de conducirnos a un camino solitario, nos pone en una senda por la que caminan sus otros seguidores. Precisamente debido a nuestra pequeñez (incluida la pequeñez de los exegetas y teólogos), los otros creyentes son una ayuda imprescindible. Los anabaptistas, a diferencia de los protestantes, en la medida en que subrayaban la necesidad de un proceso hermenéutico comunitario, reconocían implícitamente que la Escritura era susceptible de distintas interpretaciones, las cuales no llevaban necesariamente a seguir a Jesús. Por eso la inicial perspicuidad de la Escritura daba paso a un proceso que iba más allá de la lectura individual, incluyendo la lectura individual de un especialista.

En realidad, cuando algún «letrero» puede ser interpretado en distintas formas, la presencia de otras personas impulsadas por el mismo Espíritu, y que desean seguir al mismo Señor, impide simplemente desentenderse de los demás para que cada uno siga su camino. Y también impide el intento de imponer la propia interpretación a todos los demás. Si todos somos llevados por el mismo Espíritu, y todos deseamos seguir al mismo Señor, rompiendo con los criterios del mundo, merece la pena hacer un alto en el camino para buscar, entre todos, cual sea la dirección que se ha de seguir. Precisamente la actividad de un mismo Espíritu, el deseo de seguir al mismo Señor, y la ruptura con el mundo expresada en el bautismo son la garantía de que, en la búsqueda orante de la voluntad de Dios, el logro arduo de la unanimidad nos permitirá caminar en la dirección deseada. Todavía hoy la toma de decisiones por unanimidad sigue siendo una característica de los procesos de decisión en ámbitos anabaptistas. No se trata, en estos casos, de contentarse con acuerdos de mínimos, de imponer la voluntad de la mayoría o de seguir las indicaciones de la personalidad más influyente. De lo que se trata es de buscar colectivamente qué es lo que indica el mismo Espíritu que impulsa a todos a seguir a Jesús. La existencia de estos difíciles procesos de buscar comunalmente la voluntad de Dios es la mejor garantía de que la «comunidad» no es una simple máscara para el dominio tiránico de algunos individuos o grupos. Frente a la mediación institucional católica, y frente al individualismo protestante, los anabaptistas entendieron que existía una tercera posibilidad, caracterizada precisamente por el hecho de que el seguimiento de Jesús es un proceso comunitario, en el que un grupo fraterno, al que se pertenece libremente, se relaciona colectiva y directamente con el Señor [11].

Una muestra de la diferencia esencial entre la hermenéutica anabaptista y la protestante la encontramos en el modo en que los anabaptistas trataron con el canon bíblico. Para los reformadores magisteriales, la delimitación del auténtico canon de las Escrituras era una cuestión central, pues con ello se delimitaban al mismo tiempo las doctrinas reveladas por Dios. Así, por ejemplo, la exclusión de los llamados «apócrifos» del Antiguo Testamento ayudaba a excluir de la doctrina del purgatorio, que los católicos encontraban en esos textos [12]. Lutero mantuvo estos textos «apócrifos» o «deuterocanónicos» en su edición de la Biblia, si bien negándoles un carácter inspirado, y recomendándolos como meras lecturas provechosas. También cuestionó la epístola de Santiago, por considerar que enfatizaba demasiado las obras. El criterio de Lutero era sin duda cristocéntrico («was Christus treibt»), pero este cristocentrismo no se refería simplemente a la persona o el mensaje de Jesús en términos generales. De hecho, la epístola de Santiago tiene muchos ecos de la enseñanza de Jesús en el Sermón del Monte. Pero, para Lutero, lo decisivo era Jesús en tanto que objeto de la fe que nos justifica sin las obras de la ley. Por su parte, Calvino simplemente suprimió todos los deuterocanónicos, para quedarse con los textos que consideraba verdaderamente inspirados, y ésta es la opción que han seguido la mayor parte de los evangélicos hasta nuestros días. Pero es importante observar que no estamos simplemente ante cuestiones del pasado, o ante discusiones que preocupan solamente a grupos conservadores. También en la actualidad, en contextos protestantes liberales, ha aparecido la idea de un «canon dentro del canon» [13]. Se trata precisamente de una distinción que establece una diferencia doctrinal entre el mensaje central de la Escritura (por ejemplo, la justificación por la fe o un equivalente más moderno) y todos los elementos derivados, secundarios, o incluso contrarios a ese mensaje que pudieran encontrarse en los textos bíblicos. Así, por ejemplo, se distingue entre el puro y primitivo kérygma proclamado en las cartas auténticas Pablo y el «protocatolicismo» que aparecería en otras epístolas.

La perspectiva anabaptista, centrada en el seguimiento, pone unos énfasis distintos. Por una parte, los anabaptistas fueron mucho más libres que los protestantes (y que los católicos después de Trento) respecto al canon de la Escritura, pues usaron tanto el canon corto como el largo del Antiguo Testamento, sin preocuparse por la presunta fundamentación de ciertas doctrinas en ellos. Incluso el libro deuterocanónico de Tobías constituyó una lectura común en las bodas de los anabaptistas. Los anabaptistas nunca tomaron decisiones oficiales sobre el canon. Esta libertad era posible porque los textos del Antiguo Testamento eran interpretados en función del seguimiento de Jesús, y no meramente como fuente de información doctrinal. Ahora bien, por otra parte, los anabaptistas fueron más radicales que los protestantes en lo que se refiere a la apropiación y aplicación de aquellos textos que tienen que ver con el seguimiento de Jesús. Respecto a ellos, hicieron una lectura «sin glosa» (por usar la expresión de Francisco de Asís) [14], tratando de vivir plenamente las instrucciones de Jesús respecto al destino común de los bienes, a la no violencia, al amor a los enemigos, a los juramentos, el estado, etc. Jesús no fue visto simplemente como la clave de bóveda de una teoría general sobre la salvación, ni tampoco como un maestro gnóstico de conocimientos. Lo decisivo era seguir a Jesús en la vida, y virtud en ese seguimiento era posible ser «deliberadamente ingenuos», practicando respecto al texto bíblico lo que Paul Ricoeur ha llamado una «segunda ingenuidad» [15].

Es  importante entender esta segunda ingenuidad o ingenuidad deliberada. El carácter «segundo» o «deliberado» de la ingenuidad consiste en que la obediencia radical al mensaje de Jesús no se deriva de una determinada concepción de la inspiración bíblica, como es el caso de la ingenuidad «primera» y «espontánea» de los fundamentalistas. La ingenuidad segunda y deliberada de los anabaptistas no parte de una consideración doctrinal sobre el valor del texto bíblico, o en una teoría sobre la inspiración y la inerrancia, sino en el deseo de seguir a Jesús. Lo decisivo, desde la perspectiva anabaptista, no está en el modo en que Dios inspiró cada una de las palabras del texto bíblico. Lo decisivo está en que esas palabras, todo lo mediadas que se quiera por el proceso redaccional del Nuevo Testamento, son la indicación más preciosa que tenemos para seguir a Jesús en la vida. Y precisamente el deseo de seguir radicalmente a Jesús es lo que hace converger a los lectores más cultos con los más iletrados en un mismo propósito y en un mismo camino vital. Mientras que en el protestantismo los creyentes más cultos y los más iletrados están normalmente condenados a terminar en iglesias distintas, en el anabaptismo fue posible desde el principio la convivencia de los teólogos y de los campesinos. Desde la perspectiva anabaptista, el seguimiento, y no la doctrina, es lo que configura primeramente a la comunidad y determina los distintos ministerios en la misma.

3. Hermenéutica contemporánea y seguimiento

Las intuiciones hermenéuticas del anabaptismo coinciden con algunos importantes desarrollos de la hermenéutica contemporánea [16]. Frente a la idea tradicional de la hermenéutica como un simple acopio de métodos para que el intérprete especializado pudiera alcanzar el verdadero significado de un texto, la filosofía contemporánea entiende que la hermenéutica es un proceso universal, en el que todos estamos envueltos por el simple hecho de ser seres humanos. La interpretación tiene lugar hasta en la más modesta de las percepciones, pues el sentido que atribuimos a las cosas es ya siempre una interpretación de las mismas. Y esta interpretación no se hace a partir de unas categorías estáticas y universales que todo sujeto tendría en tanto que sujeto, sino que nuestra misma constitución como humanos tiene lugar mediante nuestra propia inserción en un horizonte histórico y cultural del que recibimos las categorías básicas con las que nos entendemos a nosotros mismos y con las que entendemos el mundo que nos rodea. De este modo, el horizonte de la subjetividad moderna da paso a procesos colectivos en los que surge nuestra identidad, y en los que se manifiesta el carácter inevitablemente social de todas nuestras interpretaciones, desde las más modestas hasta las más elaboradas [17].

Por otra parte, algunas tendencias de la hermenéutica contemporánea han caído en la cuenta de que nuestra inserción en un horizonte interpretativo no es algo que acontece meramente en el mundo de las ideas o en el mundo de los significados lingüísticos. El significado de las palabras está vinculado a su uso, y este uso acontece según las reglas propias de un «juego lingüístico». Ahora bien, contra lo que se suele pensar, los juegos lingüísticos no se agotan en el lenguaje, sino que son primeramente juegos, es decir, actividades. Todo juego lingüístico es parte de una forma de vida, de una praxis [18]. Y esta praxis no envuelve solamente el lenguaje, sino también a las personas y a las actividades. Esto es muy importante, porque nos muestra no sólo que nuestras interpretaciones tienen un carácter colectivo, sino también que ellas adquieren su sentido en el contexto de una praxis determinada. Con frecuencia, la hermenéutica ha prestado más atención al carácter lingüístico de las interpretaciones que a la inserción de estas interpretaciones en la actividad concreta de un grupo. Se trata de una cuestión de suma relevancia, pues nos muestra que no es suficiente considerar el horizonte lingüístico de una comunidad hermenéutica, sino que es menester referir ese horizonte lingüístico a una praxis. Dicho en términos teológicos: la comunidad del Espíritu es también una comunidad de seguidores, y ese seguimiento es la praxis de la que forma parte su actividad hermenéutica colectiva.

Con frecuencia, la hermenéutica contemporánea suele entenderse como sinónima de un relativismo posmoderno. Sin embargo, aquí es necesario hacer algunas observaciones. Por una parte, la moda de la posmodernidad no es más que un aspecto superficial de algo más profundo, y de más relevancia intelectual. La posmodernidad como tópico cultural se inicia en los años ochenta, mientras que las transformaciones intelectuales que implicarán la superación de la moderna «metafísica de la subjetividad» están presentes, al menos, desde el final del siglo XIX. Y esas transformaciones no sólo han derivado en relativismos más o menos superficiales, sino en modos nuevos de abordar intelectualmente la cuestión de lo absoluto. De hecho, todo relativismo relativiza cuando establece una relación con un término distinto de sí mismo.Y aquello a lo que se relaciona lo relativo no queda en principio relativizado, sino más bien en principio desde el que se entiende lo relativo. La epistemología moderna relativizaba lo conocido remitiéndolo al sujeto cognoscente, que se convertía así en un referencial absoluto. La teoría de la relatividad remite todas las mediciones al estado de movimiento del observador, respecto al cual son entonces relativas. Desde esta perspectiva habría que comenzar diciendo que la existencia de una pluralidad de interpretaciones remite en principio a una pluralidad de comunidades hermenéuticas, y esta pluralidad remite a su vez a una pluralidad de formas de vida que no hacen sino expresar la pluralidad de la humanidad contemporánea. Por supuesto, esta pluralidad no sólo expresa la riqueza de las formas de vida, sino también las profundas divisiones económicas, sociales, y culturales que dividen a la humanidad, y que están directamente vinculadas con la opresión y con la exclusión de los más débiles.

Desde una perspectiva anabaptista, la existencia de una pluralidad de comunidades hermenéuticas es un hecho básico, que está ineludiblemente presupuesto en la decisión de constituirse como una fraternidad que no se identifica con la sociedad en su conjunto. Nadie es obligado a formar parte de la propia comunidad hermenéutica. La propia existencia como comunidad voluntaria presupone como un hecho básico y elemental la existencia de otros grupos distintos del propio. Por eso no es extraño que los anabaptistas fueran los primeros en defender la libertad de conciencia para todos los grupos religiosos, incluyendo no sólo cristianos, sino también musulmanes y judíos [19]. Algo muy distinto y muy anterior a la «tolerancia» religiosa, concedida a regañadientes mucho tiempo después por los gobiernos protestantes cuando la pluralidad se tornó en inevitable.

Ahora bien, la existencia de la pluralidad de comunidades hermenéuticas no significaba que los anabaptistas consideraran su propia perspectiva como igualmente verdadera (o, para el caso, igualmente falsa) que otras perspectivas cualesquiera. Los anabaptistas estaban convencidos de la verdad de su planteamiento, hasta el punto de estar dispuestos a jugarse sus propias vidas por esa verdad. Y aquí nos encontramos con una característica propia de la hermenéutica del seguimiento. En la hermenéutica contemporánea se habla de una «fusión de horizontes» (Horizontverschmelzung) [20] para referirse a la unidad que se produce en el proceso hermenéutico entre el horizonte cultural de quien interpreta un texto y el horizonte del texto interpretado. Este diálogo es sin duda muy importante. Sin embargo, en el seguimiento tenemos algo más, que las hermenéuticas actuales no dejan de añorar [21]. En la hermenéutica del seguimiento no estamos referidos a un mero texto, sino a una persona. Seguir a una persona significa abandonar la propia casa, el propio valle, el propio horizonte, para adentrarnos por territorios desconocidos. En el seguimiento, el propio horizonte interpretativo se va desplazando en función de la persona a la que seguimos. Y esto significa que, en el seguimiento, el propio horizonte hermenéutico no es un absoluto al que la persona a la que seguimos se tiene que adaptar. Ni siquiera es tampoco un «absoluto relativo» a la pluralidad de múltiples comunidades hermenéuticas. Más bien el propio horizonte lingüístico y práctico se percibe como algo secundario respecto a una realidad que no es cultural o lingüística, sino personal: la realidad de Jesús. Contra lo que se suele pensar en teología, el seguimiento no pertenece primeramente al lenguaje de la ética sino al lenguaje del amor, tal como bellamente se expresa en el Cantar de los Cantares [22]. Por eso mismo, en el seguimiento, la propia persona, nuestro propio horizonte e incluso nuestra propia vida queda relativizada respecto a la persona que seguimos. El relativismo del seguimiento no es un diálogo estático, sino dinámico. La verdad no se relativiza a mis prejuicios, sino mis prejuicios se relativizan a una persona, que entonces puede ser entendida como la Verdad con mayúsculas.

Desde este punto de vista, no es extraño que los anabaptistas del siglo XVI defendieran una cristología alta, y que la mayor parte de ellos no tuvieran dificultades en aceptar los credos clásicos de la cristiandad. Contra lo que se suele pensar, esta cristología alta no fue simplemente una rémora del pasado. Si hubiera sido una rémora del pasado, no hubieran aparecido cristologías unilateral y desmesuradamente altas, como la doctrina de la carne celestial de Cristo [23]. Como es sabido, algunos anabaptistas, incluyendo Menno Simons, defendieron la tesis de que la carne de Jesús había sido creada expresamente para él, y por tanto no descendía de su madre. Afortunadamente, esta doctrina no tuvo continuidad histórica en el anabaptismo, pues a la postre chocaba con el énfasis, también típicamente anabaptista, en la humanidad de Jesús. De hecho, sin la humanidad histórica de Jesús no sería posible seguirle, ni en el pasado ni en el presente. Sin embargo, es inevitable que una hermenéutica del seguimiento cuente con una cristología alta, que afirme el carácter absoluto de Jesús. Las personas no se juegan la vida por medias verdades, o por medias mentiras. Quien sigue a Jesús, lo hace porque piensa que ha encontrado una perla que es valiosa por sí misma, y no porque uno mismo la valore, o porque la propia comunidad la considere importante. La perla no queda relativizada a mis intereses privados o comunitarios, sino que todos los intereses de la comunidad de seguidores quedan relativizados en función de la perla, hasta el punto de venderlo todo para conseguirla (Mt 13,46). En un contexto anabaptista, que no es doctrinal, el abandono de las afirmaciones «altas» sobre Jesús indica normalmente que el seguimiento ha perdido su referencia absoluta.

Y esto tiene entonces una implicación más. En el seguimiento hay un interés progresivo, nunca apagado, por conocer al que se sigue. No se trata primeramente de un conocimiento doctrinal sobre la salvación, sino del conocimiento íntimo de una persona. La fe que ha provocado el seguimiento requiere una validación constante en el conocimiento personal e inagotable de aquél que seguimos. Precisamente porque le seguimos, le podemos conocer más, y precisamente porque deseamos conocerle más, continuamos siguiéndole. Se suele decir con frecuencia y con razón que los anabaptistas del siglo XVI no tuvieron grandes teólogos que nos legaran obras comparables a las de Calvino o a las de Melanchton. Pero no es menos cierto que los anabaptistas valoraron altamente la educación teológica. Lo que sucede es que su «educación teológica» fue un acontecimiento comunitario, tal como se muestra en el hecho de que las comunidades anabaptistas pronto lograron la alfabetización de todos sus miembros. El seguimiento comunitario requería, no sólo que los miembros de los grupos anabaptistas hubieran nacido de nuevo y decidido voluntariamente seguir a Jesús. También se necesitaba que todos los miembros de la comunidad, jóvenes y ancianos, mujeres y varones, pudieran ser miembros activos del proceso hermenéutico. En lugar de formar pastores especializados para una masa analfabeta, los anabaptistas prefirieron una comunidad alfabetizada, capaz de discernir las señales del Espíritu y de interpretar colectivamente la Escritura, aun cuando no pudieran llegar a producir grandes sumas teológicas. Y esto nos devuelve al tema de la educación teológica.

4. Relevancia para la educación teológica

A lo largo de la historia de la iglesia cristiana, la educación teológica se organizó fundamentalmente de acuerdo a cuatro grandes modelos: el modelo catequético de la iglesia antigua; el modelo monástico y el modelo escolástico, propios de la Edad Media; y el modelo del seminario, propio de la modernidad [24]. Entre los anabaptistas, la formación teológica guardó tradicionalmente algunas similitudes con los modelos catequéticos de la iglesia antigua, aunque a partir del siglo XX las iglesias anabaptistas comenzaron a crear institutos bíblicos y seminarios, semejantes a los de las denominaciones protestantes. Con frecuencia, estos seminarios tenían el objetivo de formar pastores profesionales, una demanda que para las iglesias anabaptistas también comenzó a aparecer en el siglo XX. Podemos decir que los seminarios responden, en buena medida, a las características propias de la modernidad. En ellos se trataba de formar a un sujeto religioso, tanto en los aspectos teológicos como morales y espirituales. Tras una formación adecuada, separados del mundo, los pastores estarían capacitados para instruir a sus congregaciones sobre las doctrinas propias de su denominación, de mantener un estilo de vida acorde a su función religiosa, y de velar por la disciplina de su rebaño.

No se trata en este momento de añorar modelos del pasado por el mero hecho de ser pasados. Tampoco se trata de rechazar la valiosa contribución de los seminarios de la era moderna o de declarar su final. Sin embargo, sí es necesario preguntarse sobre la posibilidad de que las intuiciones hermenéuticas de los anabaptistas puedan ser utilizadas para estructurar la educación teológica en el siglo XXI. En este punto habría que comenzar subrayando que la prioridad en la educación teológica, desde el punto de vista anabaptista, reside en la formación teológica del pueblo de Dios, y no primeramente en la formación de líderes. Todas las instituciones y programas, desde los más elementales hasta los más elaborados, habrían de tener por objetivo facilitar esa formación teológica de todos los creyentes. Si todos los creyentes están capacitados por el Espíritu Santo para participar en el discernimiento comunitario sobre los caminos propios del seguimiento de Jesús, esto significa que la formación teológica es una necesidad del pueblo de Dios, no sólo en su conjunto, sino también individualmente. De lo que se trata es de que toda la comunidad del Espíritu esté capacitada no sólo espiritual y moralmente, sino también teológicamente, para buscar así de manera colectiva la voluntad de Dios en una situación concreta.

Esto significa una diferencia con las concepciones usuales de la educación teológica. En cierto sentido, toda educación teológica de líderes repercute de una manera u otra en la educación teológica del pueblo de Dios. Sin embargo, esa repercusión tiene usualmente la estructura de una mediación: primero se forma al especialista (teólogo, pastor), el cual a su vez estaba responsabilizado de la educación de los creyentes. La concepción anabaptista no sólo pone los acentos de otra manera, señalando que el pueblo creyente no es un objetivo último o colateral de la formación teológica, sino el primer objetivo. Además, en una perspectiva anabaptista habría que decir que el pueblo creyente es entendido no sólo es objeto, sino también el agente primero de la educación teológica. Sobre este asunto se puede hacer mucha retórica, pero hay al menos dos elementos en los que esta afirmación se hace más concreta. En primer lugar, la concepción del pueblo de Dios como comunidad hermenéutica significa que en la formación teológica es absolutamente esencial que las preguntas que guían el proceso formativo sean preguntas que procedan del mismo pueblo de Dios, de sus necesidades e inquietudes. La formación teológica no puede ser una respuesta a preguntas que nadie se hace. Incluso las preguntas más sofisticadas de la teología se derivan o se deberían derivar de las preguntas más básicas con las que los creyentes se ven confrontados en su actividad cotidiana. En segundo lugar, la educación teológica no tiene lugar en el contexto de un pueblo que pueda ser calificado de «laico» o «lego» por su ignorancia de la teología. El pueblo creyente tiene, de manera espontánea, una sabiduría teológica que ha ido construyendo en su experiencia de seguir a Jesús, en su trato espiritual con Dios, y en su lectura de la Escritura. Esta sabiduría puede ser todo lo limitada que se quiera, pero es un punto de partida ineludible.

La ignorancia, el desprecio o la negación de la sabiduría teológica de la comunidad creyente frustra la experiencia hermenéutica, pues prescinde de su mismo punto de partida, que es el horizonte hermenéutico de quienes interpretan. Sin este punto de partida, los educados experimentan algo así como un «lavado de cerebro» que les obliga a situarse en un horizonte intelectivo distinto, en el que sus categorías dejan de funcionar. En este caso, lo nuevo no tiene suelo nutricio donde ser plantado, y normalmente no llega a crecer. Poco importa que el lavado de cerebro se haga con categorías conservadoras o progresistas, fundamentalistas o liberales. El resultado no puede ser más que la imposición de unos sobre otros, y la formación de «laicos» que son clones intelectuales del teólogo. En el fondo, hay aquí un problema de autoridad. Desde el punto de vista anabaptista, la autoridad hermenéutica no reside en un sacerdote o en un pastor enviado por alguna institución eclesial o por alguna magistratura para velar por la verdadera doctrina en un determinado territorio. Tampoco se trata simplemente de que la autoridad resida en la comunidad hermenéutica. Propiamente, la autoridad reside en el Señor vivo y resucitado a quien la comunidad quiere seguir. Lo que sucede es que, desde la perspectiva anabaptista, este señorío de Jesús es un señorío directo sobre la comunidad creyente, y sobre cada uno de sus miembros. Y es esta estructura de la autoridad la que impide la constitución de mediadores. De ahí que los especialistas teológicos no sean entendidos como mediadores de la autoridad divina, sino más bien como servidores de una comunidad hermenéutica cuya sabiduría teológica es el punto de partida ineludible de todo proceso educativo. Y con esto llegamos a la pregunta por el papel propio de los especialistas en la educación teológica.

5. El papel del especialista

En el evangelio de Mateo encontramos la exigencia desconcertante de no llamar a nadie rabino ni maestro, con la motivación de que uno solo es nuestro maestro, y todos los miembros del pueblo de Dios somos hermanos (Mt 23,7-10). La enseñanza se puede tomar literalmente, de un modo ingenuo, para simplemente sustituir las palabras usadas por Jesús por otras distintas. En lugar de maestro podríamos decir, por ejemplo, doctor, reverendo, licenciado, o preceptor. Con lo que el núcleo de la cuestión no cambiaría significativamente. También podríamos prescindir de la enseñanza, tomándola como una hipérbole semítica entre otras muchas. Se puede, sin embargo, ir al fondo de la cuestión, que no es otro que la comprensión de Jesús del reinado de Dios, enraizada en las historias bíblicas. Y aquí nos encontramos con una curiosa estructura de deslegitimación. En los escritos bíblicos, el que Dios asuma roles dominación significa que esos roles quedan excluidos o depotenciados en el pueblo de Dios. Si Dios es rey, no hay necesidad de otros reyes. Si Dios es amo, no hay necesidad de otros amos. Si Dios es padre, no hay necesidad de otros padres. De ahí que las mencionadas exigencias recuerden la hermandad básica del pueblo de Dios y culminen con un llamado a la humildad (Mt 23,11-12).

Por supuesto, este llamado a la fraternidad no excluye que en el pueblo de Dios existan personas dotadas para el estudio y para la enseñanza, como también las hay para ejercer funciones de liderazgo. Obviamente, en un pueblo fraterno los límites para adquirir formación teológica no deberían tener nada que ver con los recursos económicos, sino con talentos intelectuales o inclinaciones vocacionales. Y ciertamente no todos tienen esos talentos e inclinaciones. Ahora bien, ¿qué lugar en el pueblo de Dios pueden desempeñar quienes tienen esos talentos e inclinaciones? Ciertamente, los escritos primeros del cristianismo revelan la existencia, desde los inicios más remotos, de personas que ejercían funciones de enseñanza. Sin embargo, ya aquí resulta interesante hacer una observación. El rol de quienes ejercen la enseñanza no aparece necesariamente unido a dones más asociados al liderazgo o a la cura de almas, tales como los dones de presbítero, pastor, diácono, etc. Ha sido una simplificación enorme de la historia de la iglesia la unificación de los dones de enseñanza, de liderazgo y de cura de almas en un único ministerio. Esta unificación puede darse sin duda en ciertas personas, pero también es perfectamente normal que estos dones acontezcan en personas distintas [25]. Y posiblemente la unificación institucional de todos los roles en una sola persona ha favorecido históricamente la concepción del ministerio de la enseñanza en términos de autoridad mediadora entre el pueblo cristiano y la autoridad divina, o entre el pueblo cristiano y la recta interpretación denominacional de las Escrituras.

Para contrarrestar esas tendencias, es importante subrayar la pertenencia del especialista teológico al pueblo de Dios. Esto parece ser una afirmación de perogrullo, pero adquiere su sentido cuando la expresamos en términos hermenéuticos. En ese caso, estamos hablando de la inserción del especialista teológico en la forma de vida y en el juego lingüístico del pueblo de Dios. Mientras que los «conservadores» se escandalizan de que la sociedad en su conjunto no participe de la forma de vida y de los juegos lingüísticos de la iglesia, y mientras que los «liberales» se escandalizan de que la iglesia no participe de las formas de vida y de los juegos lingüísticos de la sociedad en su conjunto, lo verdaderamente escandaloso, en la perspectiva anabaptista, no consiste en la existencia de una pluralidad de formas de vida y de juegos lingüísticos, sino más bien en el hecho de que las iglesias puedan ser lideradas por personas que no participan de la praxis lingüística de sus comunidades. Ciertamente, un especialista en teología podrá llegar a dominar muchos registros lingüísticos. Sin embargo, la pregunta decisiva es si su referencia primera es la forma de vida y el lenguaje de su pueblo, o la forma de vida y el lenguaje del clero, de los teólogos, o de los grupos elitistas de su sociedad. Porque, aunque uno pueda entender muchos registros lingüísticos, hay uno básico y principal, que es aquél según el cual se estructura la propia vida, y según el cual se toman las decisiones fundamentales. Si esto es así, incluso el teólogo más especializado puede permanecer como miembro de la comunidad hermenéutica, como un verdadero «intelectual orgánico», vinculado vitalmente con el pueblo de Dios.

Como miembro de la comunidad hermenéutica, el especialista o el teólogo es un servidor. La apelación al servicio para disfrazar una dominación es sin duda un tópico muy manido en la historia de la iglesia cristiana. Ahora bien, esto no significa que no existan criterios para evaluar si estamos ante un verdadero servicio. Cuando el horizonte hermenéutico de la comunidad creyente es negado, cuando su sabiduría es despreciada, cuando su forma de vida es ignorada y su experiencia ridiculizada, tenemos todos los elementos para sospechar que no estamos ante un servicio, sino ante una dominación, o al menos ante un intento de dominar. Esto no significa, por supuesto, una absolutización de la forma de vida o de la sabiduría concreta de una comunidad. Si la comunidad camina siguiendo al Mesías, estará dispuesta a que su propio horizonte hermenéutico se vaya transformando al hollar nuevos territorios. La labor del especialista no es hacer un camino al margen de la comunidad hermenéutica, sino caminar con ella, y poniendo sus recursos y talentos al servicio de ese caminar común. Por volver a las metáforas con las que comenzábamos esta reflexión: Hermes era el dios griego de los viajeros y de los que cruzan fronteras. Cuando el antiguo adorador de Hermes ha sido llamado al seguimiento de Jesús, su especialización como hermeneuta ya no le convierte en un mediador entre la comunidad y los dioses. Jesús guía directamente a toda la comunidad, mediante el Espíritu que se hace presente con sus dones en medio de ella. El intérprete especializado es simplemente un miembro más de la comunidad, que pone su capacidad de traducir al servicio de una experiencia comunitaria, que es la experiencia que el pueblo va haciendo en su camino. Y ese servicio consiste precisamente, no en traducir por sí mismo los mensajes divinos, arrogándose el papel hermético de mensajero de los dioses, sino en enseñar a traducir a todo el pueblo, y en aprender con todo el pueblo a traducir cada vez mejor.

6. En un nuevo siglo

Nuestro nuevo siglo nos proporciona oportunidades y desafíos importantes justamente en esta dirección. Por una parte, la globalización de los vínculos humanos apunta a la constitución de una especie de sociedad mundial, en la que todos los miembros de la humanidad están envueltos en interacciones que tienen un carácter planetario. Los dinamismos que impulsan esta globalización de los vínculos humanos son fundamentalmente económicos, aunque implican también la constitución de otros vínculos globales, como son por ejemplo los de tipo ecológico. Ahora bien, el proceso de globalización ha sido posibilitado por la constitución de redes mundiales de información, entre las que destaca Internet, las cuales a su vez son impulsadas por el proceso globalizador. De hecho, nuestra sociedad global puede ser entendida en buena medida como una sociedad de la información. Y esta sociedad de la información da lugar a instituciones que se estructuran en forma de redes. En una red no hay un centro, sino más bien muchos centros, en forma de nodos, vinculados entre sí mediante la transmisión recíproca de informaciones. En las redes no hay un emisor y un cúmulo de receptores, sino una multiplicidad de emisores y receptores. Del mismo modo, las redes permiten la flexibilidad y adaptabilidad el trabajo, impulsando una cultura de la deconstrucción y construcción incesantes, una política que procesa inmediatamente nuevos valores y opiniones, y una organización social que trata de ser independiente del espacio y del tiempo. Es algo que se puede observar en la economía formal e informal, en los movimientos culturales y religiosos, e incluso en las organizaciones armadas ilegales.

Sería ingenuo entender estos procesos como sinónimos de una democratización. El poder global se concentra en buena medida en grandes empresas multinacionales, que funcionan como los nodos de la red económica, en torno a las que se agrupan las pequeñas y medianas empresas. En estas redes, los flujos de capital escapan a los controles individuales, y el poder adquiere un carácter anónimo, como una especie de «capitalista colectivo sin rostro», el cual sin embargo es decisivo para la vida de millones de personas. Para los individuos, las redes económicas y financieras aparecen como un desorden, como algo alejado de su control y comprensión, y como algo que amenaza su identidad. Y la cuestión de la identidad se vuelve decisiva en nuestro mundo. De hecho, la gran “sociedad red” no puede proporcionar más identidad que el culto a la técnica, al poder de los flujos de capital y de información, y a la lógica de los mercados. Y esto tiene como resultado que las identidades se forman al margen de las instituciones de la sociedad civil, con una lógica social alternativa, independiente de los principios que rigen a la sociedad en su conjunto. Por eso son precisamente las identidades (nacionales, religiosas, sexuales, étnicas, etc.), las que articulan poderes alternativos que entran en conflicto con la lógica dominante en la sociedad de la información. El conflicto clásico entre capital y trabajo cobra así la forma de un conflicto entre los flujos anónimos de capital y los valores culturales de la experiencia cotidiana. Ello no obsta para que las identidades de resistencia tengan que organizarse también en forma reticular [26].

En un contexto de este tipo, la concepción anabaptista de la iglesia puede adquirir una relevancia insospechada en los últimos siglos. La iglesia cristiana no es necesariamente una organización centralizada, sino una red fraterna de comunidades en torno a Jesús. La comunidad creyente, como realidad distinta del mundo, es un ámbito en el que se constituye una identidad nueva, frente a una sociedad tan reducida a la producción material que apenas puede proveer de identidad a sus miembros. Sin embargo, la identidad cristiana no es una identidad nacional, étnica o tribal, sino una identidad global, que da origen a un pueblo fraterno que se extiende por todo el mundo. Esta identidad no expresa simplemente un rechazo a las estructuras dominantes en el planeta, sino también una esperanza para toda la humanidad. Es la esperanza escatológica que puede columbrar, en las transformaciones individuales y colectivas que tienen lugar en el pueblo de Dios, las primicias del proyecto de Dios para toda la humanidad, que de este modo no está condenada a la opresión, a la desesperanza y al sinsentido, sino a una renovación radical de todo lo creado, hasta que Dios lo sea todo en todos.

Estas breves observaciones también pueden ser relevantes para una concepción anabaptista de la educación teológica en el nuevo siglo. La situación social y cultural de nuestro mundo nos abre tal vez la posibilidad de emprender nuevos caminos. Las tecnologías de la información ofrecen nuevas oportunidades de trascender los marcos de la educación presencial y de las instituciones de alcance nacional. Por supuesto, no es suficiente la apelación a las nuevas tecnologías. Éstas requieren recursos económicos y saberes lingüísticos y técnicos que no son accesibles a todos. Además, el aprendizaje a distancia tiene altos niveles de deserción, debido a que no todas las personas tienen la suficiente motivación y recursos personales para el estudio autónomo disciplinado. Sin embargo, Internet también proporciona la posibilidad de que las capacidades de algunos para acceder a la información sean puestas al servicio de colectividades más amplias, en forma de grupos de formación y de reflexión teológica en las distintas comunidades. Se trata de algo que puede ser muy relevante para la educación teológica en ciertos ámbitos lingüísticos, como por ejemplo el español. En América Latina hay unos pocos seminarios anabaptistas, que difícilmente pueden alcanzar las necesidades de todas las iglesias del continente. En España no hay ningún seminario específicamente anabaptista. En un contexto así, ¿no tendría sentido el desarrollo de una verdadera red de educación teológica anabaptista en castellano, que use como nodos diversas instituciones educativas ya existentes, y que se ponga al servicio de una educación teológica centrada en las iglesias locales? Sería una manera de facilitar, de un modo horizontal y fraterno, la renovación de una hermenéutica comunitaria a la altura del siglo XXI.

 


1. Se trata de la segunda acepción de «hermenéutica» en el diccionario de la Real Academia.

2. El término designaba inicialmente un conjunto de creencias basadas en los escritos atribuidos a Hermes Trismegisto, un sabio o alquimista asociado con el dios Hermes.

3. Cf. G. H. Williams, La reforma radical, México, 1983, p. 915. Williams señala que exégetas serios como Hub­meier, Marpeck o Menno Simons tuvieron el mérito de prevenir a los primeros anabaptistas contra un literalismo excéntrico.

4. La idea de una interpretación comunitaria aparece en Zwinglio, antes que en los anabaptistas. Sin embargo, solamente los anabaptistas la llevaron a la práctica.

5. Cf. la «Interrogación de Ambrosius Spitelmaier» (1527), en W. Klaassen (ed.), Selecciones teológicas anabaptis­tas, Guatemala, 1986, pp. 94-95. También el texto «Algunos Hermanos Suizos» (1532-1540), en ibid., pp. 96-97.

6. Cf. H. Denk, “De lo que se pretende que digan las Escrituras”, en J. H. Yoder (ed.), Textos escogidos de la Reforma Radical, Buenos Aires, 1976, pp. 206-229, concretamente p. 224.

7. Cf. ibid.

8. Cf. J. Calvino, Institución de la religión cristiana, I, cap. 9.

9. Cf. J. Calvino, Institución de la religión cristiana, I, caps. 1-7.

10. Cf. U. Stadler «La palabra viviente y escrita» (1527), en W. Klaassen (ed.), Selecciones teológicas anabautistas, op. cit., pp. 112-116, esp. p. 112.

11. Cf. R. Friedmann, Teología del anabautismo. Una interpretación, Guatemala, 1998, p. 62.

12. Cf. 2 Macabeos 12,38ss.

13. Cf. I. Lønning, Kanon im Kanon. Zum dogmatischen Grundlagenproblem des neutestamentlichen Kanons, München, 1972.

14. Francisco de Asís, en su Testamento, exhorta a los monjes a vivir la regla franciscana simpliciter et sine glossa. En el caso de los anabaptistas, la referencia es el mensaje de Jesús directamente.

15. Cf. P. Ricoeur, Le conflict des interprétations. Essais d’hermeneutique, Paris, 1969, p. 294. Sobre el carácter «deliberado» de la ingenuidad de los primeros anabaptistas puede verse J. Driver, Contra corriente. Ensayo de eclesiología radical, 3ª ed., Guatemala, 1998, pp. 1-15.

16. Puede verse una perspectiva de la hermenéutica posmoderna en H. de Wit, En la dispersión el texto es patria. Introducción a la hermenéutica clásica, moderna y posmoderna, San José, 2002.

17. Cf. H.-G. Gadamer, Wahrheit und Methode. Grundzüge einer philosphischen Hermeneutik, Tübingen, 1990 pp. 270-312; G. Vattimo, Más allá del sujeto. Nietzsche, Heidegger y la hermenéutica, Barcelona, 1989.

18. Cf. L. Wittgenstein, Philosophische Untersuchungen, Frankfurt a. M., 1984, §§ 23, 241.

19. Cf. B. Hubmeier, «Sobre los herejes y los que los queman» (1524); H. Denk, «Comentario sobre Miqueas» (1527), en W. Klaassen, Selecciones teológicas anabautistas, op. cit., p. 253.

20. Cf. H.-G. Gadamer, Wahrheit und Methode, op. cit., pp. 311-312.

21. Jaques Derrida se refiere a algo que está más allá de la deconstrucción cuando dice que todo análisis deconstructivo «se emprende en nombre de algo, de algo positivamente in-deconstructible», cf. J. D. Caputo, Deconstruction in a Nutshell: A conversation with Jaques Derrida, New York, 1997, p. 128.

22. Cf. Cnt 3,1-5; etc.

23. Es la teología que encontramos en Clemente Ziegler y Melchor Hoffmann, y que aparece también en Menno Simons, cf. G. H. Williams, La Reforma Radical, México, 1983, pp. 362-373.

24. Cf. S. Rooy, «Modelos históricos de la educación teológica», en C. René Padilla (ed.), Nuevas alternativas de educación teológica, Buenos Aires, 1986, pp. 43-58.

25. Cf. J. H. Yoder, El ministerio de todos. Creciendo hacia la plenitud de Cristo, Bogotá, 1995.

26. Cf. M. Castells, La era de la información. Economía, sociedad y cultura, (3 vols.), México, 1999.

 
 
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