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El poder de la serpiente Yo soy Adán. Yo soy Eva. Me parece que tiene poco sentido ponerse a discutir acerca de si Adán y Eva existieron o no en algún momento del pasado remoto. No entiendo de genética, pero las muchas coincidencias entre todos los homo sapiens son tales, que imaginar una pareja original, de la cual surgimos todas las razas y variaciones, no creo quen tenga nada de extraordinario. De todos modos, los nombres que nos han llegado mediante Génesis 3, «Adán» y «Eva», tienen otra función que la de idenficarles del mismo modo como a nosotros nos identifican nuestro nombre y apellidos. Recordemos que Génesis 2 nos presenta a la pareja primordial con otros nombres: Ich e Ichá. No, aquí hay más que identificación personal. Adán es una palabra hebrea que significa «tierra». Luego, como el ser humano es un «terrestre», formado por elementos distribuidos con bastante liberalidad por este planeta, esta palabra «adán/tierra» también llega a significar «ser humano». Pero para explicar el origen del pecado y de la muerte mediante el estilo narrativo típico de la pedagogía hebrea, este «adán/ser humano» es Adán, un ser humano particular, con «A» mayúscula. Por eso digo que yo soy Adán. Yo también soy terrestre. Yo también soy un ser humano. Yo también soy «Hombre» (y en este sentido las mujeres también son Adán/Hombre). Y lo que Génesis narra acerca de Adán me describe a mí, y describe mi condición como ser humano. Eva también quiere decir algo: «Vida», «ser viviente». Esta es otra parte de la realidad humana. Somos seres con vida. Muy en particular, el ser humano, tal cual lo describe Génesis 2, es «tierra» que ha recibido el aliento divino de «vida». Vida que es más que la organización de elementos en cadenas autoperpetuantes de proteína. Vida consciente. Vida en imagen de la realidad divina que originó al Universo. Vida humana. Esta es Eva. Y por eso yo soy también Eva. También soy tierra… «viva». Un ser de este planeta, pero con características cuyo origen sólo puede atribuirse al aliento divino del Espíritu de Dios, que me ha hecho «vivir». Y como veremos en breve, la historia de la caída de Eva en Génesis 3 es también muy particularmente mi propia historia. Veamos ahora lo que pasa en Génesis, capítulo 3: La serpiente: —¿Con que Dios os ha dicho: No comáis de todo árbol del huerto? —(¡Mentira! ¿Cómo reaccionará Eva?) La mujer: —Del fruto de los árboles del huerto podemos comer; pero del fruto del árbol que está en medio del huerto dijo Dios: No comeréis de él ni lo tocaréis, para que no muráis. —(¡Muy bien, Eva! Jesús llamó a Satanás «el padre de la mentira». A veces nos imaginamos que Satanás, o la antigua serpiente, es un ser muy poderoso. La realidad es que él dispone de una sola arma: el engaño. Con el poder de la mentira puede hacer cosas asombrosas; pero solamente cuando haya un ser humano capaz de ser engañado. Aquí Eva demuestra que no es tonta. Frente a las mentiras de Satanás, responde como siempre hay que responder. Responde con la Palabra de Dios. ¡Qué chica genial! Contra la mentira, la Palabra de Dios. Ella sola lo descubrió, sin la ayuda de nadie.) La serpiente: —No moriréis; sino que sabe Dios que el día que comáis de él, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal. —(Otra mentira, más grande que la primera.) «Y vio la mujer que el árbol era bueno para comer, y que era agradable a los ojos…» (¡Cuidado, Eva! La Verdad, ¿recuerdas? ¡A los engaños hay que responder con la Palabra de Dios!) «…y árbol codiciable para alcanzar la sabiduría…» (¡Pero, no! ¡Esa es una mentira! ¡No se la habrá creído!) «…y tomó de su fruto y comió». Es una lástima que ya hubiéramos descartado la posibilidad de que Eva fuera tonta, un ser inferior. Pero empezó demasiado bien como para atribuirle ignorancia o ingenuidad. Era capaz de reconocer la mentira como mentira que es, y de responder como hay que responder, con la Palabra de Dios. Nos queda sólo una explicación, si bien es bastante triste. Eva quiso creer la mentira. Quiso que el engaño fuera realidad. El poder del engaño. Pero recordemos: yo también soy Eva. Y el poder de la serpiente sobre mí no es otro que el que esta narración ilustra: el poder del engaño. Yo tampoco soy tonto. Mi pecado, mi caída, mi rebelión contra mi creador es un acto de mi propia voluntad. Cuando hago lo que está mal lo hago a sabiendas. Y sabiendo, deseo creer que lo que sé no fuera cierto. Deseo que los inventos imaginarios fueran realidad. Y caigo en la trampa. El poder de la serpiente es tremendo. Pero lo es solamente en función de lo tremendas que son las posibilidades del ser humano. (Dice la Biblia que los hombres juzgaremos a los mismísimos ángeles. Ningún otro ser creado por Dios recibe el distintivo de ser «imagen de Dios», ni merece que el Hijo de Dios muera para que este ser llegue también a ser llamado «hijo».) El hombre es tan asombroso en su poder que cuando está atrapado por la mentira es capaz de cambiar su entorno circundante, de influir en la misma materia orgánica e inorgánica que le rodea, para darle mayor verosimilitud al engaño que quiere creer. Mira a tu alrededor. Todo lo malo, todo lo vil, todo lo morboso y tenebroso es producto de hombres y mujeres engañados, que creyendo la mentira, hemos obrado como si la mentira fuera verdad y por eso hemos hecho que la realidad se parezca a la mentira en que creímos. ¡Pero nos ha salido mal! Nunca logramos esa realidad ilusoria que buscamos… y aquí nos tienes: rebeldes contra Dios, pero tampoco satisfechos en lo que quisimos creer. ¡Y hasta hemos olvidado cómo volver a la realidad! Hemos olvidado que sólo la Palabra de Dios es Verdad, Verdad que puede hacernos salir de la sombra de la mentira para poder vivir según la voluntad benéfica del que nos creó. Creo que el diablo existe, y que es poderosísimo. Lo creo porque veo la opresión y la oscuridad del engaño y la ilusión bajo la que los hombres viven, y veo el mal terrible que nace de la manera en que organizamos nuestra existencia cuando nos apartamos de la Palabra de Dios. También sé que el hombre es mucho más poderoso que el diablo. Lo único que tenía que hacer Eva (lo único que tengo que hacer yo) es volver a la Verdad, y el poder del demonio se derrumba. Por eso invocamos el nombre de Jesús contra el diablo. De Jesús, que es el Verbo divino, la auténtica Palabra de Dios, el que se llamó a sí mismo la Verdad. Es en la instrucción y el ejemplo verídico y sin engaño de Jesús, que culmina en su muerte y resurrección, que recuperamos nuestra esperanza de victoria contra la mentira que nos tiene atrapados. En cuanto a cómo fue que Adán también comió, no tenemos ningún detalle. Es tal la igualdad moral entre todos nosotros, que una vez vista la naturaleza de la caída de una (creer el engaño, por quererlo) no hace falta entrar en detalles reiterativos en cuanto al otro. Si de acuerdo con la teología bíblica todos nosotros caímos al caer Adán, en el mismo sentido Adán cae con la caída de Eva. Porque comparte su misma naturaleza, y el poder del engaño sobre él y ella es el mismo. De ahí que suponer especial debilidad de parte de las mujeres en cuanto a la tentación del pecado es artificial, y ajeno a la intención de este relato. Ser iguales a Dios. Nos queda todavía por comentar la naturaleza del engaño primordial, esa mentira tan fabulosa que hizo que Eva (que hace que yo) quisiera poder creerla. La serpiente le ofrece (mintiendo) la posibilidad de ser igual a Dios. Lo terriblemente injusto de este planteamiento es que hace que olvidemos hasta qué punto ya somos iguales a Dios. Hay una semejanza a Dios, profundísima e importante, con la que nacemos. Ya, nada más que por ser humanos, somos «imagen» de Dios. ¡Es ésta gloria de sobra para un ser creado! Pero el engaño es el de ambicionar aún más. Hay atributos que le corresponden a Dios en singularidad. Dios, Señor, puede haber uno solo. En cuanto deseamos pasar la línea que separa nuestra naturaleza humana de la naturaleza soberana de Dios, deseamos algo imposible: el engaño. Por ejemplo, esto de «saber el bien y el mal». ¿Qué necesidad tenemos de saber el mal? Conocer el mal es conocer nuestra propia destrucción y muerte. ¡Es imposible conocer el mal y no morir! Porque la naturaleza misma del mal es muerte. Dios, siendo Dios, es capaz de vivir conociendo el mal además del bien. Pero esa no es nuestra naturaleza. Somos demasiado frágiles. Y la muerte es el precio de no conformarnos con conocer el bien. Otro atributo exclusivo de Dios es el conocimiento del futuro. También somos demasiado frágiles para esto. Como terrestres que somos, formados por materia que obedece las leyes físicas del tiempo, el futuro nos destruiría. Y también nos destruyen nuestros intentos de conocerlo mediante la variedad de falsas ciencias que se proponen para ello: la astrología, el tarot, la quiromancia, la necromancia, y demás mancias. Es tal el poder de su engaño, el poder de nuestro deseo de ser engañados por un supuesto conocimiento del futuro, que nos dejamos esclavizar por ese futuro de mentira; y hay quien es capaz de traer algo parecido a ese «futuro» sobre sí en su afán de ser engañado. Pero el conocimiento del futuro verdadero es demasiado para nosotros. No sobreviviríamos el conocerlo. Es exclusiva de Dios. Si confiamos en Dios, podemos enfrentar el futuro, aunque desconocido, con alegría total y tranquila. Exclusiva de Dios lo es también la soberanía sobre los hombres. Es en nuestro deseo de ser soberanos como Dios sobre los demás, que recurrimos a la opresión, a la manipulación, a la guerra, al odio, a la mentira, y a toda suerte de males con los que afligimos a nuestro prójimo. Solamente cuando dejamos que Dios sea Dios, que él sea Señor y Soberano, somos capaces de valorar a nuestro prójimo con el valor que le corresponde. Solamente así podemos amar como Jesús amó. Nuestra engañada presunción de soberanía sobre otro ser humano también es causa de nuestra condenación, según Jesús (Mateo 5.22), aunque no la expresemos mas que en estar enfadados con el hermano. Pero según la Carta de Pablo a los Romanos, en la vida y enseñanza de Jesús, en su ejemplo, y muy especialmente en el modelo de su muerte y resurrección, Dios me ofrece la salida de la condición en la que he caído merced al engaño satánico. Es por la Verdad del evangelio, es por Jesús, Verdad y Palabra de Dios, que podré vencer al engaño. Resulta que, dada la resurrección de Jesús, ahora sabemos que para los que le siguen en fe, en vida y obras, el «poder» de la muerte también era un engaño. Y el amor de Dios triunfará contra las consecuencias de la mentira, y a favor de aquellos que dejemos la mentira y andemos en la Verdad. Dionisio Byler, Como un grano de mostaza (Libros CLIE, 1988), capítulo 3, pp. 29-35. |