|
||||
Ante «la mili»: Una solución más perfecta Por tener dos ciudadanías, en dos países con servicio militar obligatorio, dos veces he tenido que enfrentarme con la cuestión de si servir o declararme objetor de conciencia. En uno de esos países tenía el agravante de que no existiera ningún reconocimiento de la objeción, y que el gobierno fuera una dictadura militar con poca paciencia para los paisanos que no pensaran como ellos. Ambas veces, en ambos países, objeté. ¿Por qué? ¿Qué argumentos morales me convencieron de que, como cristiano, me era absolutamente imposible la mili? 1. Adiestramiento. Las palabras de Jesús son tan claras que no admiten otra interpretación que las que él quiso: el que quiere seguirle debe estar dispuesto a amar a todos, hasta al mismísimo enemigo. La vida misma de Jesús fue una ilustración de esta enseñanza: él nos amó a nosotros, sus enemigos, hasta el punto de dejar que la matáramos para poder salvarnos. Todo espíritu de venganza, de odio, de devaluación del enemigo al considerarle infrahumano, todo esto es antitético a la pura realidad del amor de Dios. Y si bien Dios es también un Dios justo y disciplinador, los hombres tenemos mandato inequívoco de imitarle solamente en su amor y perdón. Amad a vuestros enemigos . . . y orad por los que os persiguen, para ser hijos de vuestro Padre del cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos (Mateo 5.44,45). De modo que la razón de ser del ejército, o sea la defensa de los intereses nacionales mediante la violencia contra los enemigos, es rebeldía contra la voluntad divina manifestada en Jesús. Es pecado, y no hay que darle más vueltas al asunto. Es pecado matar a mi enemigo, porque Dios me manda amar a mi enemigo. Es pecado despreciar y odiar a mi enemigo, porque Dios me manda amarle. Es pecado vengarme de mi enemigo, porque Dios es el único con poder moral para vengar. —Bueno, pero… ¿Si me incorporo al ejército con una determinación interior de nunca matar? ¿Entonces qué tiene de malo? Amaré al enemigo y nunca le haré violencia; pero a la vez cumpliré con mis requisitos sociales y legales. Exteriormente seré un soldado más, pero interiormente respondo a otra moralidad, una moralidad cristiana. Mi problema con ese argumento es que creo que si una cosa es pecado, si una cosa es una abominación contra nuestra sensibilidad moral, entonces también toda asociación con esa cosa también resultará repugnante a la moral. Y si una acción viola mi conciencia, la preparación y el adiestramiento para esa acción también viola mi conciencia. Pido de antemano disculpas a la sensibilidad del lector por la ilustración que viene a continuación. Mi única excusa es que el mal es igual de repugnante, fuere cual fuere su forma: Todos estamos de acuerdo en que el acto de violación sexual está mal, ¿verdad? Es un pecado. Pues bien: ¿Qué pensaría el lector si se enterara que yo estoy dedicando un año de mi vida al estudio, el ensayo, el adiestramiento para violar mujeres? Tengo en casa unos muñecos de goma femeninos, perfectamente anatómicos, con los que… Tengo libros y revistas de pornografía que me educan y preparan psicológicamente para la violación sexual. ¿Verdad que resultaría absolutamente escandaloso; comportamiento totalmente inaceptable para un cristiano? —¡Pero no juzgues mal! —me defiendo. —Si yo no tengo ninguna intención de violar a nadie. Estos son todos preparativos exteriores que no afectan en absoluto mi moral ni mi alma, puesto que he determinado interiormente que nunca seré un violador de mujeres. Estoy haciendo esto porque el gobierno me lo exige; pero no pasa nada, ¿sabes? Me imagino que tales protestas de inocencia sonarían bastante huecas. ¿Por que? Porque el adiestramiento para una acción perversa participa por asociación de la corrupción moral de esa perversión. Mi mismo espíritu se vería violentado y torcido en su sensibilidad si se me ocurriera hacer tal entrenamiento. Sentiría, al experimentar con esos muñecos de goma, los mismos remordimientos de culpa moral, la misma pesadez espiritual, que si estuviese violando a mujeres de verdad. El ejercicio en si participa de la inmoralidad y la pecaminosidad de la acción para la que es una preparación. Lo que me asusta es pensar que hay gente que se considera muy moral, cuya sensibilidad contra la violencia del homicidio en la guerra no está tan desarrollada como contra la violencia sexual. Personas que se quedan indiferentes ante la asquerosa corrupción de adiestrarse para matar a su prójimo. Es una demostración increíble de insensibilidad moral. 2. Uniforme. Mi problema con el uniforme militar está contenido en el significado mismo de la palabra: «una forma». ¿Cómo puedo adoptar exteriormente «una forma», el uniforme, con gente dispuesta a matar y odiar al enemigo? ¿Qué es lo que expreso acerca de mi persona cuando me visto con el símbolo de uniformidad y conformidad con la matanza indiscriminada del prójimo a quien alego amar? El uniforme tiene un solo propósito: el de desvestir al hombre de su individualidad, con sus pensamientos y moralidad personal, para presentar a los ojos del mundo «un soldado» impersonal, perfectamente intercambiable con cualquier otro soldado del mismo rango. ¡Pero eso es imposible para el cristiano! El cristiano es «diferente». Es un hijo de Dios, único, con dones del Espíritu repartidos sobre él con atención individual. Es un discípulo de Jesús, que por mucho que se pueda identificar con los demás cristianos, no deja de ser un individuo único y especial a los ojos del Padre y de sus hermanos. El uniforme es una blasfemia contra la individualidad como cristiano con la que me valora mi Creador y Señor. Vistiendo el uniforme, ¿cómo puedo cumplir la instrucción apostólica: «¿no os conforméis a este mundo?» Si en algún momento me hubieran forzado a vestir el uniforme (me lo hubieran tenido que poner ellos), en el primer descuido de los que me vigilaran me lo hubiera quitado. Hubiera preferido demostrar mediante mi desnudez mi solidaridad con todos los hombres, que así nacimos, antes que mi uniformidad con los agentes de la muerte. El uniforme viola mi conciencia cristiana, porque me impide la posibilidad de dar testimonio y ser un testimonio del amor de Cristo. Mientras tengo una forma exterior con vengadores no puedo ser testigo del Dios de perdón. Mientras tengo una forma exterior con el odio no puedo ser testigo del Amor. Mientras tengo una forma exterior con la violencia no puedo ser testigo de la pasión de mi Señor. Mientras tengo una forma exterior con los que dan su vida por la patria no puedo ser testigo del que dio su vida por todos los hombres, hasta por sus enemigos nacionales los opresores romanos. No os unzáis al mismo yugo con los infieles: ¿qué tiene que ver la rectitud con la maldad?, ¿puede unirse la luz con las tinieblas?, ¿pueden estar de acuerdo el Mesías y el diablo?, ¿irán a medias el fiel y el infiel?, ¿son compatibles el templo de Dios y los ídolos? Porque nosotros somos templo del Dios vivo (2 Cor. 6.14-16). Por eso creo, sinceramente, que el uniforme militar es una ofensa contra el Espíritu Santo que en mí vive. ¿Acaso puedo yo, miembro de Cristo que soy, unirme en esa «una forma» con los que niegan a Cristo en espíritu y actitud? ¡Imposible! 3. Justicia. Me resulta imposible incorporarme al ejército porque hacerlo sería manifestar conformidad con las prioridades políticas y sociales que se expresan mediante la existencia de fuerzas armadas. Sería callar ante la injusticia diabólica de los millares que mueren de hambre cada día mientras el mundo gasta cantidades ingentes en armamentos. Tengo entendido que con lo que gasta el mundo en seis semanas en sus «necesidades» militares, se podría solucionar el problema del hambre, la educación, la salud y la vivienda de todo el mundo. ¡Es para llorar! Yo pensé por mucho tiempo que el hambre era uno de esos problemas inevitables porque el mundo estaba demasiado poblado. ¡Mentiras! La gente muere y sufre para que las naciones puedan invertir en nuevas maneras de matar y hacer sufrir. Si yo me incorporara a algún ejército tendría que callar ante esa injusticia. Mi condición de soldado me haría cómplice. Sería parte del «sistema». ¿Y no es eso lo que buscan? ¿Implicarnos de tal modo que nuestra protesta suene a hipocresía? Y de hecho, el soldado que diga compadecerse por la injusticia que existe en este mundo es un hipócrita. Su uniforme y su arma son el problema, y le acusan delante de todos los hombres. Nadie que haya entendido el mensaje de liberación y justicia social de los profetas y Jesús puede prestarse a la complicidad con los gastos militares. ¡Y qué mayor complicidad que la de ser militar, aunque más no fuere que soldado conscripto! 4. Incompatibilidades. Por último, y en resumen de todo lo anterior, nunca podría incorporarme a las fuerzas armadas porque ya estoy enrolado en otro ejército, y las incompatibilidades son a la vez lógicas y de gran peso. (Véase también el capítulo 41.«El Ejército del Cordero».) Estoy incorporado a las filas de los que luchan por la Verdad, por la Luz, por el Camino. Estoy entre las huestes del Cordero. Mi comandante es el Príncipe de Paz, y nuestras armas son amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y templanza. Nuestra espada es la Palabra, y el Espíritu del Dios Altísimo nos inspira. Podrán torturarnos, matarnos, insultarnos y calumniarnos, pero nuestra victoria es segura. Nuestra victoria es más fuerte que la muerte. Como soldado de Cristo mi primer deber es dar testimonio de su Verdad en todo momento, con todas mis acciones y en todas las circunstancias. El mundo tiene necesidad desesperante de ese testimonio. Y uno de los factores que más desacreditan al cristianismo ante el mundo, es la facilidad con la que se ha vendido al militarismo. Si yo creo que Jesús es la respuesta al sufrimiento del mundo, ¡y lo creo!, tengo que dar un testimonio claro contra el militarismo. Si la Iglesia quiere ser parte de la solución que Cristo ofrece al mundo, tendrá que divorciarse de su alianza ilegítima con los militares y volver a la pureza de sus primeros siglos de testimonio contra la violencia. Cambiando una palabrita, y estoy seguro que Jesús no se opone al cambio: Nadie puede estar al servicio de dos amos, porque aborrecerá a uno y querrá al otro, o bien se apegará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las armas. Dionisio Byler, Como un grano de mostaza (Libros CLIE, 1988), capítulo 37, pp. 259-265. |