Judas   El beso de Judas.
Pintura al fresco, Giotto, hacia 1306.

¿Toca perdonar a Judas?
por J. Nelson Kraybill [1]

La mañana que Jesús fue condenado a morir, Judas se quitó la vida en el Campo de Sangre. Su muerte me entristece, por cuanto el suicidio siempre deja una herida devastadora en la familia y entre las amistades. Un final tan violento de Judas es trágico, porque es posible que su decisión de entregar a Jesús a las autoridades se basara en buenas intenciones. Este discípulo fue un personaje imperfecto —hasta un ladrón (Juan 12,6)— pero nuestro Señor lo habría perdonado.

No hace mucho madrugué antes del amanecer para darme un paseo a solas desde la Puerta de Jaffa hasta el Valle de Hinom donde, según la tradición, murió Judas. El Valle de Hinom bordea la Vieja Jerusalén por el oeste y el sur, y en estas profundidades algunas personas de Israel en la antigüedad practicaban sacrificios humanos (2 Cr 28,1-3). En la época de Jesús el valle fue un vertedero municipal y un cementerio para desahuciados, conocido como Gehenna.

Una luz de tintes naranja rojizos se esforzaba por alumbrar entre la niebla matinal mientras descendía al Gehenna. Hoy este valle es una zona de conflicto en la batalla campal entre la población palestina y los colonos judíos. Entré con algo de aprensión, la mente turbada tanto por los peligros del presente, como por el tormento que tiene que haber sufrido Judas en este lugar.

Judas recibió treinta monedas de plata por conducir a las autoridades donde Jesús, pero el dinero no puede haber sido su motivación. Parece ser que Judas y Jesús se querían uno al otro: Jesús hizo de Judas uno de sus Doce hombres de confianza. Judas acompañó a Jesús a lo largo de sus años de ministerio; y en el Getsemaní saludó a su Señor con un beso —que tal vez fuera una señal no fingida de afecto real.

Mejor indicación de esa relación será sin duda el hecho de que cuando Judas «vio que Jesús había sido condenado, se arrepintió y devolvió las treinta monedas de plata a los sumo sacerdotes y ancianos». Dijo «He pecado, traicionando sangre inocente». Entonces, arrojando la plata en el templo, salió y se ahorcó (Mt 27,3-5). Resulta evidente que Judas no pretendía que Jesús muriera y no tenía ningún interés en ese dinero. ¿Acaso pretendía Judas forzar un enfrentamiento apocalíptico final entre Jesús y las autoridades de Jerusalén —una batalla escatológica donde Judas no tenía ninguna duda que Jesús saldría victorioso?

Otros judíos del siglo I (notablemente, los esenios que se retiraron al desierto en Qumrán) albergaban esa clase de expectativa de una batalla cósmica inminente entre los poderes de la luz y las fuerzas de la oscuridad. En el Monte de los Olivos, justo antes de la ascensión de Jesús, los once discípulos le preguntaron: «Señor, ¿ha llegado la hora cuando restaurarás el reino a Israel?» (Hch 1,6). Tal vez, como Judas, ellos también tenían unas ganas enormes de impulsar su propia concepción del reinado de Dios.

Ese es un peligro espiritual en el que podemos caer con cierta facilidad los seguidores de Jesús hoy día, si intentamos manipular en qué dirección debería moverse la iglesia, o emplear un poder bruto de manipulación. Ese tipo de manipulación es muy evidente en algunas teologías occidentales que celebran con regocijo el conflicto en el Oriente Medio, por su creencia de que si consiguiéramos adelantar el Armagedón, habremos acelerado el regreso de Cristo.

En lugar de sumarnos a la extensa letanía de condenación contra Judas, tal vez debiéramos lamentar su motivación equivocada. Quizá debamos reconocer algo de Judas en nuestros propios corazones: la seducción de la codicia y de control, que nos aparta del camino de la cruz, nos aparta de un amor que sufre con paciencia, nos aparta de confiar que Cristo mismo será quien guiará y edificará su iglesia.

Es bueno y justo que la iglesia recuerde con compasión las personas que se arrebatan la vida en suicidio, para apoyar con ternura a quienes los lloran. El caso es que hay individuos que viven con tal extremo de dolor, o actúan con una determinación tan decidida, que no hay amor humano capaz de salvarles la vida. Entonces no queda otra que encomendarlos a la misericordia de un Creador amante, para acompañar a la familia y los amigos en el duro camino que tienen por delante, de intentar vivir con esperanza tras el desenlace de una tragedia.


1. J. Nelson Kraybill es pastor de una iglesia menonita en Indiana (EEUU) y presidente del Congreso Mundial Menonita. Traducido y reproducido con permiso, de su blog (peace-pilgrim.com), entrada de 25/2/2016