Nerón y el culto de personalidades hoy

11 de marzo de 2019    •    Lectura: 9 min.

Durante los primeros siglos del movimiento cristiano no fue necesario sacarse de la manga especulaciones fantasiosas acerca de la identidad del personaje que aparece en el libro de Apocalipsis como «Seiscientos sesenta y seis». No era una clave misteriosa que requería una revelación sobrenatural posterior para entender de quién se trataba. El Apocalipsis hablaba tan claro sobre esto y todo lo demás que cuenta, que entusiasmó a los cristianos y lo quisieron tener en su Nuevo Testamento. Les hablaba de realidades presentes, no de especulaciones futuristas.

Nerón y Jesús

Nelson J. Kraybill, en su libro Apocalipsis y lealtad. Culto, política y devoción en el libro de Apocalipsis, se rodea de cautela para argumentar que con toda probabilidad Juan el autor del Apocalipsis se estaba refiriendo a Nerón. Sin embargo sus argumentos a mí me convencen más allá de toda duda, como me convence el libro entero de Kraybill.

El libro de Apocalipsis nos propone dos reinos, dos reyes, dos formas de gobernar el destino de la humanidad, dos maneras de entender a qué aspira el proyecto de civilización humana. Por una parte tenemos el Imperio Romano, con Nerón como su máximo exponente de endiosamiento de la autoridad política humana; y por otra parte tenemos a Jesús el Mesías, que renunció a la gloria de la deidad para presentarse al mundo como Cordero inmolado.

Nerón se hizo adorar en vida como un dios en persona. Jesús insistió en llamarse a sí mismo «el hijo del hombre», y habló siempre con reverencia del Dios único que está en el cielo. Para Nerón, su proclamación como dios de los romanos fue un elemento más de su control estatal y lavado de cerebro de sus súbditos, con el fin de utilizar todos los elementos civiles y militares de Roma para su engrandecimiento personal. En cuanto a Jesús, fue adorado después de resucitado y ascendido al cielo, al cabo de dedicar su vida a servir al prójimo y hasta entregar la vida sin ningún ánimo de beneficio personal. Por ello «el Cordero» fue reverenciado por sus seguidores como el único auténtico y legítimo rey divino, con autoridad para gobernar eternamente a la humanidad.

Tenemos, entonces, dos reclamos contrarios de lo que constituye la divinidad política y del efecto que han de tener sus políticas para ser consideradas dignas de un rey divino. Nerón y Jesús están en las antípodas en cuanto a conducta personal y valores; pero ambos compiten por una misma lealtad en el corazón humano. La lealtad política, que siempre tiene elementos de religiosidad.

Roma empezó a hacerse grande como república, con un senado como máxima autoridad. Pero su mayor auge fue como imperio sometido a la autoridad de un emperador, lo que hoy llamaríamos un dictador. No había tradición en Roma de divinizar en vida a sus autoridades políticas, pero en la parte oriental del imperio sí; y estos dictadores, viendo la utilidad práctica que podía prestarles el culto a su persona, no dudaron en importar a Roma esa tradición oriental.

El libro de Apocalipsis en el Nuevo Testamento, entonces, no ahorra en formas de describir la realidad política resultante en el Imperio Romano, como bestial, cruel, inhumana, de explotación, sufrimiento y esclavitud. Y como rebeldía contra el único rey divino legítimo.

—Al que está sentado en el trono y al Cordero —cantan todo ser creado en el cielo y sobre la tierra y en el submundo y sobre la mar, y todo lo que en ellos existe—, la alabanza y el honor y el resplandor y el poder por todos los tiempos de los tiempos (Ap 5,13).

No era importante la innovación, en ese sentido, que trae Juan de Patmos al libro de Apocalipsis. Jesús mismo ya había anunciado el «reino» (basileía) de Dios, cuando el título basileús era la forma típica de referirse al emperador romano en griego. Desde el principio el evangelio tiene otras muchas dimensiones, por supuesto, pero la dimensión política es una de las más destacadas.

Y esto es fácil de entender: la lealtad política, la lealtad a figuras políticas, el entusiasmo y fanatismo por proyectos políticos, toca siempre las mismas teclas del corazón humano que la devoción religiosa. El fervor y la aclamación en los mítines de los partidos políticos acaba contagiando fácilmente cotas de exaltación imposibles de distinguir, emocionalmente, del fervor religioso. Por lo menos ahí donde hay políticos que sepan cómo estimular y aprovechar ese tipo de entusiasmo entre sus partidarios.

El síndrome de Estocolmo

Leí hace algún tiempo —y perdonen ustedes que soy olvidadizo en cuanto a dónde he leído las cosas que me rondan en la cabeza hasta que aparecen en lo que escribo— una teoría acerca del origen genético del fenómeno conocido como «síndrome de Estocolmo». Se recordará que ese síndrome se llama así porque se observó que algunas personas que fueron secuestradas por un grupo criminal en Estocolmo, Suecia, a pesar de la violencia y los malos tratos que sufrieron cuando su secuestro, se acabaron uniendo a la banda criminal y participaron en otros episodios violentos. Esto se ha observado después en muchos otros casos.

En sociedades con una estructura de grupos tribales relativamente pequeños bajo la dominación patriarcal de guerreros violentos, se ha observado la sorprendente sumisión con que las mujeres aceptan aparearse y formar vínculos estables con el guerrero dominante que ha matado a la pareja anterior de ellas. Algo de esto se observa incluso en algunas historias bíblicas, donde los hebreos matan a todos los varones de pueblos vencidos —desde el más grande guerrero hasta el último bebé recién nacido— y a continuación se quedan con las mujeres para integrarlas en sus familias. (Moisés legisla para que esto se haga ordenadamente y sin abusar más de la cuenta de las mujeres, pero tampoco es que lo prohíba.)

Esto me recuerda algún documental en la televisión donde una leona se aparea con el macho que acaba de matar a otro macho y a su cachorro de la leona. Hay en ello una lógica genética, por cruel que sea. La leona que acaba de perder su cachorro solamente pasará sus genes a la siguiente generación si es capaz de parir otro cachorro y criarlo hasta que se valga por sí solo. La leona «resentida» contra el macho dominante que mató a su cachorro del otro, no se aparea o lo hace con un macho débil, que no lo podrá defender. Es más difícil, entonces, que sus genes pasen a la siguiente generación. Al cabo de miles de años, los genes que hacen que las leonas acepten al macho más fuerte, aunque cruel, se imponen sobre los genes contrarios.

Incluso en los humanos, entonces, tal vez no se trate de conductas «primitivas» y «tribales», sino de cosas escritas en nuestro ADN. Quizá sea por esto que hay mujeres maltratadas que siguen amando incondicionalmente a su maltratador y que cuesta tantísimo conseguir que lo denuncien ante la ley. Soy un convencido de que nuestra genética no predetermina nuestra vida, que tenemos libre albedrío suficiente como para resistir algunas de estas tendencias «naturales». Pero me parece evidente que para ello hace falta en muchos casos desarrollar fuertes controles por parte de la cultura, el estado y la religión. Porque nuestros genes pueden traicionarnos y provocarnos sentimientos poco menos que irresistibles. Como el síndrome de Estocolmo.

Así se explicaría quizá, entonces, no solo el culto y la devoción fanática a emperadores romanos de una crueldad y egoísmo exquisitos, sino otros fenómenos parecidos en siglos posteriores. El presunto derecho divino de los reyes medievales, por ejemplo, y los abusos generalizados de los nobles sobre los campesinos. Sus sujetos, que eran multitud, rara vez se rebelaban aunque pasaban hambre, aunque sus hijos morían peleando las batallas de los nobles y sus hijas padecían el «derecho de pernada». La crueldad y falta de escrúpulo con que se rodeaban esos «señores» de hombres de armas, sometiéndolos a ellos también a sus caprichos y crueldades, mantenían firmes las estructuras de poder. Se habrían valido, para ello, de una extraña debilidad a que nos condena la genética humana.

El culto a la personalidad política hoy

Aunque creamos que hemos avanzado mucho desde entonces, tampoco estamos tan lejos de aquello. Hoy también hay políticos —tanto de extrema derecha como de extrema izquierda— que cuanto más «bestiales» son sus planteamientos, más lealtad parecen generar entre sus seguidores. El siglo XX nos prodigó personajes como Nicolás II de Rusia, Guillermo II de Alemania, Stalin de Rusia, Mussolini de Italia, Franco de España, Hitler de Alemania, Tojo de Japón, Mao Zedong de China, Tito de Yugoslavia, Ceausescu de Rumanía, e innumerables tiranos a lo largo y ancho de África, América Latina, el Próximo y Medio Oriente, y Asia.

Con tanto antecedente histórico y reciente de tiranía aceptada y defendida con uña y diente, con un fervor a todos los efectos religioso, no debe sorprendernos que las reglas de juego establecidas por democracias constitucionales ofrezcan pocas garantías como muralla de contención contra las ansias de los pueblos de entregarse a quien se presenta como salvador, predica la mentira como verdades incontestables, y convence a las masas a votar lo que en absoluto les conviene.

Fenómenos como el Bréxit en el Reino Unido, la presidencia de Trump en Estados Unidos, las grandes mayorías de votantes de todo el mundo que han votado a quienes se sabe que son corruptos y gobiernan y gobernarán para lucrarse, y a personajes cuya única carta de presentación es la exageración del disparate presentado como objetivos políticos razonables y alcanzables, demuestran que no estamos tan lejos de aquellas nuestras antepasadas de un pasado remotísimo que se dejaban someter por los «machos alfa» y aprendían a amarlos porque intuían en ello la promesa de que sus hijos sobreviviesen.

Lo alarmante, sin embargo, es el fenómeno que ya observó Juan de Patmos, el autor del Apocalipsis. La devoción que inspiran tales líderes y tales proyectos políticos, alcanza rápidamente un grado de fanatismo que es claramente religioso.

El Apocalipsis describe un mundo donde religión y la política son dos aspectos de la misma realidad. La política y los políticos pueden inspirar una devoción que solo cabe describir como culto, devoción o adoración, y se deposita en ellos toda la esperanza y los anhelos de un futuro «mesiánico» que se promete maravilloso y hondamente satisfactorio. No se sabe muy bien por qué, por cuanto estas aspiraciones son de tipo religioso, subjetivo, interior, sentimental, más propias de la obsesión del enamorado o del fanatismo del religioso, que de las realidades prosaicas y corrientes que tienen que ver con la política. La política predicada por estos políticos ejerce una especie de hechizo sobrenatural, que no entiende de argumentos contrarios y no es capaz de dialogar inteligentemente con quien sostiene opiniones contrarias.

En el Apocalipsis, esta realidad de la unidad inseparable entre religión y política tiene su respuesta en el mensaje sobre el Cordero. No es un mensaje que pueda convencer a nadie con argumentos racionales, por cuanto el fanático religioso-político es inmune a los argumentos racionales. Es un mensaje que solo se puede aceptar mediante una profunda «conversión» religiosa, por la cual Cristo pasa a ser el objeto de devoción, el único garante de un futuro feliz y una sociedad de justicia, equidad y bienestar generalizado.

Jesús el Mesías —muy concretamente en su presentación ante la humanidad como Cordero inmolado, que no como león victorioso— nos ofrece la única contrapolítica que puede curar nuestra locura colectiva. En el culto al Señor Jesús, somos rescatados de la ceguera que nos lleva al culto a figuras políticas y a proyectos políticos. Somos radicalmente transformados en nuestros valores y especialmente, nuestras aspiraciones. Somos radicalmente transformados en cuanto a la definición de lo que creemos que nos hará felices.

Esto es intensamente libertador de mentes y corazones esclavizados por políticos y proyectos políticos indignos de culto y devoción.

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