El poder insidioso de la idolatría

20 de mayo de 2019    •    Lectura: 6 min.

Este último fin de semana (sábado y domingo 18-19 de mayo, 2019) hemos tenido en Burgos (Iglesia Evangélica Comunidades Unidas Anabautistas) el privilegio de contar con una serie de conferencias por el Dr. J. Nelson Kraybill, presidente del Congreso Mundial Menonita, y autor de Apocalipsis y lealtad. Culto, política y devoción en el libro de Apocalipsis (Ediciones Biblioteca Menno, 2016).

De una manera sucinta presentó algunos de los aspectos sobresalientes de su libro sobre el sentido y propósito del Apocalipsis en el siglo I d.C.; y por consiguiente, sobre el mensaje que tiene para nosotros hoy.

No puedo más que recomendar una vez más este libro, que me parece importantísimo, por esclarecedor de confusiones innecesarias y portador de un mensaje esencial para la iglesia de todos los tiempos. Me voy a permitir citar los párrafos que escribí para la contraportada de mi traducción al castellano del libro, ya que resumen, me parece a mí, el interés y la importancia que tiene su lectura:

El Apocalipsis de Juan, escrito desde el exilio en la isla de Patmos a finales del siglo I, fue probablemente el más subversivo de todos los escritos que nos ha legado la iglesia de los apóstoles. Con claridad meridiana desenmascaraba el colapso moral y espiritual de un Imperio Romano que se preciaba de contar con apoyo incondicional de los dioses.

Desde sus inicios la iglesia cristiana tuvo que luchar con la tentación de dejarse absorber por los valores, la moral y las costumbres del paganismo que la rodeaba. ¿Era acaso razonable insistir en esa excepcionalidad minoritaria desde la que proclamaban otro soberano que el César, otra lealtad que la gran patria internacional que les brindaba el Imperio?

En muy pocos siglos, la iglesia halló la forma de dar la espalda a ese rechazo inicial, para sumarse al patriotismo imperial y declararse incondicionalmente leal a ese sistema social, político y económico que Juan, en el Apocalipsis, retrató tan brillantemente como bestial y monstruoso.

A partir de ahí, el Apocalipsis se ganó su injusta fama como un libro difícil, que esconde sus verdades en lugar de explicarlas con claridad. Como se juzgó inaceptable lo que dice sobre la bestialidad y monstruosidad de nuestros regímenes políticos y económicos presentes, se calificó de “imposible de entender” o se explicó que versa sobre otro tiempo que queda muy en el futuro.

Las conferencias de Kraybill, como su libro, trajeron abundantes fotografías de monedas romanas donde hallamos una proporción importantísima de las imágenes que pueblan el libro de Apocalipsis. Eran imágenes perfectamente comprensibles para todo habitante del mundo romano, imágenes que veían cada vez que necesitaban comprar o vender algo por dinero. Recuerdo que hace cuarenta años todavía circulaban en España monedas donde figuraba un retrato de Francisco Franco, con el lema «Franco caudillo de España por la gracia de Dios». Ese valor propagandístico de la moneda es lo que pretendían los emperadores al acuñarlas en tiempos del Nuevo Testamento. Y esas monedas romanas muestran, gráficamente, el culto y la devoción al «divino» emperador y a la diosa Roma.

Fue fácil para Juan de Patmos, entonces, denunciar en el Apocalipsis la monstruosa idolatría en que se cimentaba el poder del Imperio Romano. La idolatría era visible en todas partes, fácilmente identificable como culto y religión cuyo sentido y fondo eran absolutamente contrarios al reinado del «que está sentado en el trono y el Cordero», Dios real y verdadero, rey legítimo sobre la humanidad. La violencia escandalosa en que se basaba la tan famosa pax [paz] romana, era todo lo contrario al amor, la gracia y el perdón inexplicable del reinado de Dios. Cuando admiramos acueductos y calzadas romanas, nunca conviene olvidar lo monstruosa que fue una civilización que ofrecía en el circo la muerte humana como espectáculo para entretenimiento y carcajada de las multitudes, y cuya economía se fundó en la esclavitud.

Pero tampoco conviene olvidar que la ideología del régimen era idólatra: el culto religioso a la diosa Roma y a la persona del emperador de turno. La fuerza con que se sostenía en el poder no era solamente la de las armas, sino en particular la fuerza de la convicción y la fe religiosas, el sentimiento íntimo de lo que es sagrado. El sacramentum no era para los romanos un rito que imparte la gracia del Dios cristiano, sino el juramento de lealtad y culto que los militares juraban al emperador, obligándose a matar y morir por su dios en el trono de Roma.

Hoy, sin embargo, la idolatría es más insidiosa, viene más escondida, adopta formas que parecen inocentes porque se disfraza con formas seculares, alega no tener nada que ver con la creencia en dioses, no ser en absoluto religión.

A los romanos les tenía que parecer «perfectamente natural» la civilización romana y sus valores. Es lo único que podían conocer, no tenían con qué compararlo. Hay también hoy ideologías y formas de entender la vida, valores que se nos pegan por la fuerza propagandística y machacona con que se nos inculca desde que nacemos, que acaban por parecernos perfectamente lógicas y naturales. Pero que otras personas, viéndonos sin estar atrapados en las mismas redes mentales, podrán entender fácilmente como terriblemente idólatras y perjudiciales.

Una vez derrotado el comunismo soviético, el capitalismo occidental se presenta a sí mismo como la única forma racional de organizar la economía de las empresas, las naciones y el mundo entero. Esta ideología económica es relativamente reciente y en unos siglos se sabrá si tiene capacidad de seguir convenciendo. Desde luego, lo que es hoy, «las leyes del mercado» es un dios ante quien es obligatorio postrarse en adoración. Decide por nosotros cada año los colores y el corte de la ropa que compramos, las características de los vehículos que aspiramos a poseer, el precio de nuestra vivienda y el precio del dinero. Y otra infinitud de cosas que pensamos decidir, ya nos vienen predeterminadas en gran medida por las divinas «leyes del mercado».

Ante la aparente indiferencia y la evidente corrupción de partidos políticos más o menos respetables y tradicionales, las personas con tendencias al pensamiento independiente son presa fácil para la propaganda de diversos tipos de populismo y nacionalismo. Abrazan con fervor religioso ideologías que, quienes no compartimos ese fanatismo, nos quedamos de piedra por parecernos tan nocivas para la convivencia en una sociedad que aspira a vivir en paz y bienestar generalizado.

Es probable que aparte de las ideologías contrapuestas del comunismo y el capitalismo —sostenidas ambas con fervor religioso— ninguna otra ideología trajo tanto sufrimiento y mortandad a la humanidad en el siglo XX como la del populismo nacionalista. Y sin embargo a estas alturas del siglo XXI sigue ganándose día a día nuevos fieles. Normaliza la malquerencia del prójimo que no entra dentro de los esquemas de ese «nosotros» exclusivista que predica. Es difícil imaginar otro sentimiento más contrario a la prédica de Jesús que el del populismo nacionalista; y sin embargo, son multitud los cristianos que consideran perfectamente normal adorar en ese altar y también en el del Cordero Inmolado.

La ideología del individualismo, donde cada cual ha de tener derecho de vivir su vida como le viene en gana y abrazar la identidad y los valores que le parezca sin tener que dar explicaciones a nadie, es otra forma insidiosa de idolatría en nuestros días. En ella cada individuo es dios soberano, y está mal visto que nadie nos corrija o cuestione. El selfi es la fotografía de nuestra generación. Ningún paisaje, ningún evento, es digno de celebrar, a no ser que mi propia cara figure en primer plano de la foto.

Estas tendencias e ideas, y otras muchas que podríamos mencionar, serían mucho más fáciles de identificar como idolatría si como en tiempos de Juan de Patmos, acuñasen monedas autoproclamándose dioses de culto obligado. El poder de la idolatría es tanto más peligroso hoy, cuanto más insidiosa, escondida a traición, disimulada, se nos presenta como «natural», inofensiva y deseable.

Si se nos presentase hoy día alguien como el autor del Apocalipsis, seguramente acabaría él o ella también exiliada o exiliado en una isla del mar Egeo, sin internet, obligado a escribir a puño y letra sus críticas, con escasas esperanzas de que alguien las lea y haga conocer. Y sin embargo hasta aquí nos ha llegado este documento tan indispensable, el Apocalipsis de Juan, para ayudarnos a meditar sobre el poder insidioso de la idolatría en nuestro mundo también.

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