Cuando el concepto de evangelio parece imposible

1 de julio de 2019    •    Lectura: 10 min.

Evangelio significa, como todo el mundo sabe, «buenas noticias». Específicamente, buenas noticias sobre el reinado de Dios que se acercó al mundo en la persona del Hijo, Jesucristo. La carrera de Jesús como rabino galileo fue breve pero quedó bien documentada. Sorprendió a su generación con sus milagros y su prédica llena de originalidad y conocimiento íntimo de Dios como Padre suyo y nuestro. Jesús habló en diversas ocasiones sobre ese reinado (o reino) de Dios, cuyo anuncio fue evangelio, «buenas noticias». El tema fue, famosamente, objeto de una elevada proporción de sus inolvidables parábolas.

Lo que enseñó Jesús, y ejemplificó con sus muchas sanaciones de enfermos, es que Dios es un Padre amante de sus hijos la humanidad, cuya compasión por la condición humana es tan infinita como es infinito su poder para intervenir y salvar. Si aprendemos a confiar en Dios, a tener fe en él y ser fieles con él —que viene a ser lo mismo—, a clamar a Dios y apelar a su perdón como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido, Dios intervendrá con poder y salvará. En este derroche de amor divino Dios no hace acepción de personas, con la posible salvedad de una cierta parcialidad por los oprimidos y marginados, los pobres, los esclavizados, las personas derrotadas por la vida, por guerra, enfermedad o mala suerte.

Una parte esencial del mensaje cristiano es que el evangelio es transformador. Las personas que aceptan el evangelio sufren un cambio radical en su manera de ser y de vivir. Antes pecadores contrarios a Dios y enemigos fáciles del prójimo, ahora dedicados a procurar vivir vidas de santidad personal, devoción a Dios, y perdón y amor y apiadarse del prójimo en sus padecimientos.

Las personas que han oído, entendido y aceptado el evangelio, serían entonces personas eminentemente morales en lo personal, éticas y compasivas en lo social, y de una devoción religiosa intachable. Santiago define la religión pura y sin mancha, emblemáticamente, como hacerse cargo de las viudas y los huérfanos —es decir, en la sociedad de su día, las personas con mayor riesgo de exclusión económica—. Esta religión intachable que es a la vez compadecerse de los marginados es en sí misma, entonces, una conducta social ejemplarmente solidaria. Es todo ello uno; es todo ello resultado de la aceptación del evangelio.

Llevamos unos dos mil años desde que Jesús anunció estas buenas noticias, tiempo suficiente para comprobar si el efecto ha sido el que Jesús prometió que sería.

Estos últimos quinientos años

Dejando de lado el primer milenio y medio: en estos últimos quinientos años los cristianos tenemos en nuestro haber muchos logros realmente admirables. Innumerables actos de compasión. Incontables sacrificios, hasta de la propia vida, por el bien del prójimo. Todo tipo de instituciones benéficas que han paliado el sufrimiento de miles, seguramente millones, de personas.

Pero también:

  • Siglos de guerras sectarias entre protestantes y católicos (y en los Balcanes, a finales del siglo XX, entre ortodoxos y católicos); y persecución a golpe de torturas y quemar vivos a cristianos disidentes. Y fue un país con amplísima mayoría de cristianos, el único en la historia que destruyó ciudades con armas atómicas, y que posee el arsenal nuclear más inmenso del planeta.

  • La extraordinaria mortandad provocada por el malhadado hecho de descubrir en sus costas los nativos de las Américas, a los españoles y demás europeos que les siguieron. Se calcula que en un solo siglo decenas de millones de personas perecieron, la mayoría por enfermedades contra las que no tenían inmunidad. Pero otros muchos perecieron por la avaricia de españoles y portugueses, que les predicaban el evangelio de Jesucristo mientras los explotaban hasta reventar. Fue clamoroso el sufrimiento y la mortandad en las minas de Potosí, por ejemplo, de donde se extraía la tan codiciada plata. Pero en Norteamérica se siguió una política de genocidio programático, porque ahí los cristianos no deseaban la mano de obra de los nativos, sino aniquilarlos para quedarse con sus tierras.

  • El negocio de la trata en América fue de una crueldad francamente diabólica. Los cristianos fomentaron guerras y partidas de caza entre los pueblos africanos, para comprar a los vencidos y secuestrados. En las jaulas de los barcos, moría ya antes de llegar a destino una proporción elevada de seres humanos. Pero difícilmente se puede tachar de más afortunados a los que sobrevivían, por lo que les esperaba al llegar. Aquella esclavitud sigue trayendo secuelas hasta hoy. Hizo falta una guerra (cristianos contra cristianos) para acabar con la esclavitud en EEUU. Pero con la manumisión de los esclavos no acabó el trato vejatorio. Hoy la proporción de descendientes de africanos que padecen allí muerte violenta, prisión, maltrato y acoso por parte de la policía, y otras formas de injusticia sistémica, sigue lastrando aquella sociedad entera. Esto pasa especialmente en esas regiones donde más influye la fe evangélica.

  • El antisemitismo con que los cristianos se cebaron, paradójicamente, con el pueblo y los correligionarios del judío Jesús, tuvo accesos de locura colectiva en los siglos anteriores; pero toda esa terrible historia culminó en el siglo XX en pogromos en la Rusia imperial y por fin los campos de exterminio nazi.

  • El apartheid racista es una ideología de separación geográfica y marginación de amplios sectores de la sociedad en los dos países donde se ensayó: Sudáfrica e Israel. En Sudáfrica los protagonistas eran fieles cristianos evangélicos. En Israel cuentan con un apoyo muy mayoritario entre los cristianos de todo el mundo.

Lo que más perplejidad me genera, es que algunas de esas atrocidades fueron cometidas por personas de finísima piedad, honda espiritualidad, y ejemplar devoción al Señor y amor a Cristo; que en su familia y con los de su propia clase social o nacionalidad, se comportaron ejemplarmente encarnando virtudes cristianas. Creían firmemente las doctrinas cristianas, procuraban honestamente ser fieles al evangelio tal cual se les enseñó, amaron y fueron amados y admirados por sus virtudes cristianas. Y al fin murieron confesados y en paz con Dios y con la Iglesia, o si protestantes, encomendados a la gracia de Dios con fe resplandeciente. Nada de lo cual impidió la barbarie, crueldad y atrocidades que cometieron.

Aunque duela, hay que reconocer una línea directa de la historia, que conduce desde Jesús y los apóstoles, al emperador Constantino y la iglesia imperial; y de ahí a obispos y catedrales, teólogos y santos de la Edad Media, y a sus reyes, guerras y cruzadas; y de ahí al antisemitismo de Martín Lutero, a las decenas de millones de nativos muertos en el continente americano, y las guerras de religión entre católicos y protestantes; y de ahí nos trae al siglo XX, Auschwitz y Hiroshima, y al silencio frente al padecimiento del pueblo palestino.

Llegados a este punto…

Llegados a este punto podemos preguntar: ¿Ha supuesto el evangelio una transformación de los seres humanos en una versión más benigna, digna, amable y compasiva? Si la larga retahíla de crímenes de lesa humanidad achacable a la cristiandad supone una versión mejorada de la existencia humana, ¡cómo sería aquella versión peor, donde el evangelio no hubiera calado!

¿Evangelio? ¿Buenas noticias? ¿Cómo recuperar que eso no suene a contradicción y burla?

Los judíos, habiendo padecido el odio ancestral de los cristianos, no pueden convertirse al cristianismo sin traicionar a los que murieron en Auschwitz y Treblinka. Pueden, a lo sumo, declararse «judíos mesiánicos» para seguir a quien fue después de todo un rabino judío. Pero han de obviar estos dos mil años de cristianismo, para puentear entre el Nuevo Testamento y sus vidas hoy. Porque todo lo que hay entre medio es blasfemia y odio antisemita.

¿Qué musulmán puede convertirse al cristianismo hoy día, sin traicionar a todas las generaciones de sus antepasados que sufrieron cruzadas, colonización e imperialismo a manos de los que proclamaban el evangelio? Bien es cierto que el islam «la empezó» con sus guerras contra los reinos cristianos. ¡Bien que hubieran deseado traer por la fuerza su religión a toda Europa, como hicieron en el Oriente Próximo y Medio, el norte de África y España! Pero si el cristianismo es diferente o contrario al islam, ¿cómo es que no se nos notó en nuestra forma de responder? ¿Cómo es que no supimos vencer la guerra con la paz, el mal con el bien, la crueldad con misericordia, la violencia con amor, el seguimiento de Mahoma con una auténtica imitación del manso y humilde rabino de Galilea?

En 1922 los palestinos cristianos constituían un 12% de la población. Hoy apenas llegan al 2% en Cisjordania y 1% en Gaza. ¿Cómo puede un palestino seguir creyendo la religión cristiana, cuando el apoyo de los cristianos del mundo a su aniquilación es tan generalizado, cuando llegan a Israel todos los días turistas cristianos para regocijarse con el éxito de un estado que los oprime sin misericordia?

¿Cómo aceptar el evangelio en África o en Asia o en las islas del Pacífico, sin que esa aceptación suponga aceptar los valores, la historia y la espiritualidad de quienes llegaron a sus costas predicando la paz pero empuñando la espada y apuntando cañones? ¿Cómo entregarse allí a las «buenas noticias» sin abrazar las malas noticias que todo esto ha supuesto para sus propios antepasados y para su cultura y sus valores autóctonos?

La bancarrota espiritual, moral, ética, social y política —las «malas noticias»— del evangelio cristiano clama al cielo. Nada sorprende descubrir que Europa ya no es aquel continente poscristiano donde la gente abandonaba o reaccionaba contra el cristianismo. Europa es hoy propiamente pagana y precristiana, donde pocos han sido criados en el cristianismo. El evangelio gozó de un larguísimo período de prueba y fue por fin desechado por inhumano y deshumanizante. Y en las Américas se padece esta misma transformación radical contraria a la religión, aunque con algunas décadas de retraso en relación con Europa.

Pero hay esperanza

De todo este desierto espiritual, de todo este cementerio de las intenciones loables del bueno de Jesús de Nazaret hace dos mil años, seguramente brotará por obra del Espíritu Santo, un nuevo día de luz, paz, amor, y mutua solidaridad humana.

No vendrá de seguir alegando que nuestra religión cristiana sea superior frente a otras religiones o frente al ateísmo. Solo puede venir de la más honda vergüenza, humildad y arrepentimiento, donde sepamos confesar que hemos equivocado hondamente el camino. Habrá que confesar y admitir que una proporción elevadísima de lo que en nuestros dos mil años de lucubraciones teológicas pensábamos saber acerca de Cristo y de su Padre en el cielo y de la «salvación», probablemente no era cierto.

Para desandar el camino andado, hará falta una forma nueva de leer y entender la Biblia. No hay perversidad, locura homicida colectiva, genocidio ni atrocidad, que no haya sido justificada con una lectura «sencilla» y «natural» de la Biblia. Se declara «inerrante» e «inspirada» la Biblia, para luego basarse en cualquier mal ejemplo allí de personajes que alegaban representar dignamente la voluntad de Dios para cometer todo tipo de atrocidades en defensa de la religión verdadera. Como si tuviese el más mínimo atisbo de religión verdadera pronunciar en vano el nombre del Señor para maltratar al prójimo y cometer crímenes de lesa humanidad. No se ha sabido leer la Biblia con discernimiento espiritual, con Jesús como brújula para distinguir si se aleja o no del norte cualquier cosa que algún versículo de la Biblia diga que Dios manda.

En la tentación de Jesús en el desierto, aprendemos que el diablo conoce bien las Escrituras y es perfectamente capaz de apelar a su inerrancia y revelación divina para inspirar lo contrario al plan mesiánico que nos traía Jesús. ¡Qué fáciles de engañar hemos sido! Y es así como «evangelio», la proclamación de «buenas noticias», ha llegado a parecer una contradicción en sí misma, un concepto imposible.

De la historia del cristianismo habrá que rescatar, entonces, esa tradición minoritaria de mujeres y hombres que encarnaron los valores de Cristo. Mujeres y hombres que muchas veces padecieron incomprensión y persecución —en algún caso fueron quemados vivos— a mano de los que presumían de cristianos y decían promover el evangelio.

Se atrevieron a imitar a Jesús, que murió por presunto blasfemo, para ir como él con el amor al prójimo por delante aunque caigan doctrinas.

Casi todos olvidados, pero no todos. De algunos se conserva el recuerdo admirado de sus seguidores y hasta de sus enemigos, deslumbrados por la ejemplaridad de sus vidas. Supieron entregarse en vida y hasta la muerte por el prójimo, por los marginados, por las prostituidas y los esclavizados, por los pueblos oprimidos y colonizados por las armas de la cristiandad.

Ellas y ellos sí conocieron y predicaron el evangelio. Ellas y ellos sí encarnaron «buenas noticias», la novedad inesperada de que Dios se haya acordado y apiadado de la humanidad a pesar de la blasfemia de la profanación de su Nombre.

Toca volver a empezar. Leer nuestras Biblias con ojos nuevos(( Si se me permite, recomendaría mi librito Entre Josué y Jesús. El sentido de la historia del Antiguo Testamento (Ediciones Biblioteca Menno, 2015), 108 pp.)), determinados a nunca más caer en las trampas del diablo, que consiguió transformar buenas noticias en malas.

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