Un legado sumamente valioso

22 de julio de 2019    •    Lectura: 4 min.
Foto: La familia de Christian H. Byler y Sadie Zook

El Señor, el Señor, Dios tierno e indulgente, perezoso para la rabia e inmenso en cuanto a amor y fidelidad, que conserva el amor a miles para levantarles la culpa y el castigo y el pecado aunque en absoluto los tenga por inocentes, teniendo presente la maldad de los padres contra sus hijos y contra sus nietos, bisnietos y tataranietos (Ex 34,6-7)(( Traducción propia, D.B.)).

Esta declaración de la ternura e indulgencia del Señor que oye Moisés en visión, da testimonio de que quiénes y cómo somos, afecta inevitablemente a nuestros descendientes. Todos estamos forjando —aunque no lo sepamos— un legado para nuestros hijos y nietos y toda la cadena de los que vengan después. Aunque me gusta leer todo tipo de información disto mucho de ser experto en, por ejemplo, genética. Pero si he entendido correctamente, aunque nuestra conducta no puede alterar nuestros genes, sí puede alterar la expresión de esos genes en nuestros hijos, para predisponerlos en determinadas direcciones —para bien o para mal—.

La revelación bíblica viene a decir lo mismo, aunque enfocado desde la realidad del amor divino. Dios es fiel, y no solamente bendecirá a quienes le aman y aman al prójimo «como Dios manda», sino que extenderá esa bendición hasta alcanzar, como mínimo, cuatro generaciones. Si somos buenas personas, dejaremos a nuestros descendientes un legado inmensamente benéfico ante Dios. Si somos malas personas, influiremos negativamente en nuestros descendientes: «la maldad de los padres contra sus hijos y contra sus nietos, bisnietos y tataranietos» que dice el texto de Éxodo. Y sin embargo, también opera sobre cada uno de nosotros la inmensidad de la compasión, el perdón, la ternura e indulgencia del Señor, que es capaz de revertir los efectos de la maldad que hemos heredado.

Estos días estoy preparando una segunda edición de las memorias de mi madre, Anna Melinda Hallman. Al estilo americano, ella se cambió el apellido al de mi padre al casarse, y siempre firmaba Anna H. Byler.

Tenía 9 años más que yo ahora, cuando en 1992 concluyó el proyecto de pasar en limpio las anotaciones acumuladas en diarios y cartas, junto con escenas conservadas en el recuerdo. Desde que nos legó a sus hijos este tesoro, albergo la idea de hacer algo así yo también algún día. Algunas anotaciones he empezado a hacer, ya veremos… Antes, tengo el proyecto de publicar —en inglés, lamentablemente— estas memorias de mi madre. Mi padre también escribió un librito con sus memorias, aunque mucho menos completo y no tan interesante para un público lector general. Seguramente haré, sin embargo, algunas copias para mis hijos y nietos.

Repasar este legado escrito de mis padres, como se comprenderá, me remueve mucho la memoria y despierta recuerdos de mi infancia y niñez y adolescencia. Y me hace reflexionar sobre el legado que cada cual tenemos oportunidad de crear y dejar para nuestros descendientes.

  Mi bisabuelo B.B. Stoltzufs, y yo.

Mi bisabuelo Christian Byler fue ordenado al ministerio cristiano menonita en Estados Unidos en el siglo XIX. Su esposa, Sadie Zook, fue recordada por una espiritualidad contagiosa y por estar cantando siempre alabanzas al Señor. También fue ministro menonita otro bisabuelo, Benjamin B. Stoltzfus, el padre de mi abuela paterna. Cuando me dejé la barba en 1968, todos decían que me parecía a él.

Por el lado de mi madre, sus antepasados se encontraban entre los menonitas que en el siglo XVIII emigraron de Pensilvania a Ontario (Canadá) por objeción de consciencia. Pensilvania se sumaba a las colonias inglesas que se rebelaban contra el rey para fundar lo que es hoy Estados Unidos; pero ellos leían en sus Biblias que había que someterse a las autoridades, que han sido ordenadas por Dios. Mi abuelo materno, Eli S. Hallman, fue ordenado al ministerio cristiano menonita en Canadá en 1892, veintidós años antes de que naciera mi madre.

Y por último, mis padres respondieron al llamamiento a irse de misioneros evangélicos a Argentina, donde nací yo.

Entiendo que mi vida y ministerio ha dado continuidad en el tiempo a la dedicación a la iglesia y al reinado de Dios, que vivieron en su generación todos estos antepasados. Y otros muchos más entre mis antepasados, que aunque no sirviesen necesariamente a la iglesia en el ministerio cristiano, sin embargo amaron a Dios y al prójimo, y procuraron ser fieles a la enseñanza de Jesús y los apóstoles, cada cual en su generación.

Sé que muchos —seguramente la mayoría— de los que lean esta reflexión tendrán una historia familiar muy diferente, donde no sea tan fácil identificar antepasados que fueran motivo de bendición para su posteridad. En cualquier caso, quiero dejar dos ideas que, aunque puedan parecer contradictorias, están ambas encerradas en el texto de Éxodo con que hemos empezado esta reflexión:

  • Nunca es tarde para empezar cada uno de nosotros una cadena de bendición que se extienda a nuestros hijos, nietos, bisnietos y tataranietos. Si amamos a Dios y al prójimo, si andamos en los caminos del Señor, esto supone bendición y bienaventuranza para nosotros, naturalmente, pero también para nuestros descendientes. Dios se acordará de nosotros para tratarles con cariño y benevolencia. ¡Un legado sumamente valioso!

  • La misericordia, el amor, la ternura e indulgencia del Señor puede invertir todos los efectos negativos —o la mayoría de ellos— que nos hayan dejado las vidas de nuestros antepasados. Tal vez tengamos algo más de lucha en algunos particulares, pero nadie está fuera del alcance de la gracia de Dios porque sus padres o abuelos no hayan tenido la oportunidad de conocer al Señor que sí hemos tenido nosotros. Al final ese es el mensaje de estos dos versículos: no tanto la trasmisión biológica de maldición, como la oportunidad de empezar una cadena nueva, de bendición, para las generaciones que nos seguirán.

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