También hijos de Dios

30 de diciembre de 2019  •  Lectura: 6 min.

Hace poco, al escribir sobre el bautismo, mencionaba cómo el apóstol Pablo relaciona el bautismo de los creyentes con la muerte y resurrección de Jesús. Comenté entonces ese aspecto de la teología cristiana que es la identificación de Dios con nosotros la humanidad. Cristo, al morir, asume nuestra mortalidad; nosotros, mediante el bautismo, hacemos nuestra su muerte pero también su resurrección. Cristo ascendió de entre los muertos; nosotros emergemos del agua en comunión —común unión— con él, asumiendo así su divina inmortalidad. A este mi cuerpo biológico le queda todavía morir; pero la inmortalidad de Cristo en mí no es simbólica solamente, sino realidad eterna.

La festividad singular del cristianismo es por supuesto la Semana Santa con su culminación en Pascua de Resurrección. Recordamos con fe que Cristo venció la muerte. No la venció solamente para sí, sino para todos nosotros sus seguidores.

La Navidad, sin embargo, tiene su justo lugar como segunda gran festividad cristiana, por cuanto es ahí donde se hace especialmente evidente que la distancia entre Dios y nosotros la humanidad, no es infinita; no es insalvable.

Los cristianos afirmamos categóricamente que Dios asumió forma humana en Jesús. Nacido de una mujer humana, María, Jesús es hijo a la vez de Dios. Es, en efecto, immanu-el (Dios con nosotros o entre nosotros), la presencia viva y dinámica del Señor y Creador del universo. Si dispusiésemos de una muestra de su ADN, podríamos trazar su árbol genealógico humano equiparable al de cualquiera de nosotros. Pero con Jesús, a la vez, Dios inicia su reinado en medio de la humanidad, para regirnos desde la renovación de nuestros corazones —no por la fuerza de la imposición sino por la persuasión de su Espíritu— para vivir vidas de devoción a Dios y amor al prójimo.

¿Cómo sabemos esto acerca de Jesús? Por una parte, seguramente, por las evidencias sobrenaturales que acompañaron su vida: las sanaciones y demás milagros. E inevitablemente, por su resurrección. Hay otros casos en la Biblia —ambos Testamentos— donde los muertos resucitan, pero siempre es por la intervención de un gran profeta o un apóstol. La resurrección de Jesús es sin embargo «espontánea», sin mediar ni profeta ni apóstol. El testimonio apostólico es que «Dios le resucitó de entre los muertos». Así, sin más.

Ha habido otros muchos hombres poderosos y mujeres poderosas en cuanto a facultades sobrenaturales o milagrosas, antes y después de Jesús. En Jesús destacó también, sin embargo, una capacidad inusual para encarnar lo mejor de las virtudes que desde antiguo habían ido aprendiendo los judíos acerca de Dios en el Antiguo Testamento.

En particular, Jesús encarnó la gracia y la misericordia de Dios. Como tan magistralmente lo expresó él mismo, «Dios hace amanecer su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos» (Mt 5,45). El sol y la lluvia son los dos elementos que dotan de fertilidad la tierra, para que produzca todo lo que necesitamos para sobrevivir; y Dios los reparte generosamente sin distinguir entre unos y otros. Así vivió Jesús y así enseñó a vivir. La fuerza moral intachable de su conducta y de su enseñanza recomiendan a Jesús como encarnación divina tanto o más que sus obras poderosas.

Aquí hay que incluir por supuesto la claridad de sus razonamientos éticos, donde Jesús enseña que hay que agradar a Dios sobre todas las cosas, pero que esto requiere tratar al prójimo con empatía, solidaridad y gracia. Los principios enunciados por los profetas desde Moisés en adelante podían seguirse como «letra muerta», como una serie de mandamientos inquebrantables para toda ocasión. Pero también podían interpretarse como lo hizo Jesús: como orientaciones de las que había que entender los razonamientos —de empatía, solidaridad y gracia— que los impulsa y les dan fuerza como mandamiento divino. «El hombre no fue creado para el Sábado, sino el Sábado para el hombre» (Mr 2,27) sería el aforismo de Jesús a tener en cuenta aquí, como ejemplo de su forma de razonar.

Es posible seguir la enseñanza de Jesús también como mandamientos y letra muerta; hay muchos que viven y enseñan así. Pero eso es traicionar lo más esencial de la enseñanza de Jesús, que nos enseñó sobre todas las cosas cómo razonar espiritual, ética y moralmente, motivados por la devoción a Dios y el amor al prójimo.

Jesús es, entonces, todo lo que sería Dios si Dios se hiciese carne y viviese entre nosotros. Y sin embargo no es un alienígena, un extraterrestre. Es uno de nosotros. Un ser humano que comparte nuestro ADN como seres terrícolas, como parte del gran entramado de la vida biológica evolucionada en este planeta.

El dato del nacimiento de Jesús tiene la virtud de impulsarnos a reconocer que así como ser el Señor, ser el Hijo de Dios, no fue para él algo contrario a ser «Jesús el hijo de María», ser nosotros hijos también de Dios no es algo que esté fuera de nuestro alcance. No es que vayamos a equipararnos nadie con Dios mismo, pretender ser todos nosotros el Señor y Creador de todo lo que existe. No, eso no por supuesto; pero sí hijos de Dios de alguna forma nosotros también.

En Juan 1,12-13 pone: «A los que lo recibieron, les dio la potestad de ser transformados en hijos de Dios; es decir, a los que son fieles a su Nombre, a los que no han nacido de sangre ni de las ganas del cuerpo ni de las ganas de un varón, sino de Dios». Por las ganas del cuerpo y de un varón es que hemos nacido todos los seres humanos, por lo que hay que entender que aquí Juan se está refiriendo —por analogía— a otro tipo de nacimiento, espiritual, posterior a haber sido expulsados del cuerpo de nuestras madres. Un nacimiento que guarda relación con haber recibido a la Palabra (Jesús), y con la fidelidad al Nombre del Señor, el Dios de Israel.

En Hebreos 2,11 pone: «Porque aquel que consagra, así como los consagrados, de uno mismo proceden: razón por la cual él no tiene inconveniente en reconocerlos como hermanos». Este texto citado así, solo, casi podría significar cualquier cosa. Pero leyendo con cuidado el capítulo de Hebreos, nos damos cuenta de que está hablando de Jesús y de nosotros, sus adeptos. Entonces este versículo viene a afirmar que Jesús nos reconoce como hermanos suyos.

El caso es que la idea de ser nosotros hijos de Dios y hermanos de Cristo, aparece reiteradamente en el Nuevo Testamento.

Pero todo ello tiene su origen, la razón por la que sea posible, en que Jesús nació biológicamente de madre humana, y porque compartió con nosotros el mismo ADN y genoma humano. La Navidad no es, entonces, cuestión secundaria, sin ningún interés teológico. Sea esta la fecha correcta o no, y aunque sin duda la inmensa mayoría de las tradiciones en torno al fin de año son puro costumbrismo, sensiblería y gastos desorbitados, la importancia teológica de la Navidad es inmensa.

Porque del nacimiento de Jesús el ser humano, entendemos que sea posible que nosotros también podamos alcanzar a ser hijos de Dios.

Y es porque somos hijos de Dios que podemos vivir nosotros —algunos con mucha más frecuencia que otros, todo hay que decirlo— manifestaciones materiales del ámbito sobrenatural, espiritual. Y es porque somos hijos de Dios que podemos encarnar nosotros también, como Jesús, una devoción a Dios que se expresa como amor al prójimo. Es porque somos también hijos de Dios, que gozamos también de la libertad y responsabilidad de razonar ética y moralmente como razonaba Jesús, para profundizar más allá de letras muertas y expresar nosotros también empatía, solidaridad y gracia divinas.

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