Una desafortunada falta de imaginación

22 de enero de 2020  •  Lectura: 5 min.
Imagen: Copyright © The Walt Disney Company

Aunque lleva casi un mes en cartelera, no he visto hasta esta semana la última película de la serie Star Wars, El ascenso de Skywalker. En lo que sigue a continuación creo que no hay ningún espóiler, es decir que no cuento nada sobre el desenlace, que no hubiera adivinado nadie que haya visto otras películas de la serie. Cabía suponer que el final de esta saga de nueve películas concluiría con el triunfo del bien sobre el mal. A fin de cuentas, estas películas están pensadas para un público que incluye muchos niños, a quienes nadie quiere inculcar una visión pesimista de la vida. Se adivina también un final así porque la película viene del estudio Disney, cuyas historias suelen «acabar bien».

Tampoco creo desvelar ninguna sorpresa si cuento que esa victoria del bien sobre el mal solo se consigue con una batalla multitudinaria donde «los buenos» acaban matando a cientos de miles —acaso millones— de «malos». Es lo que vengo a tachar, en el título de esta reflexión, como «una desafortunada falta de imaginación».

Supongo que eso es lo más fácil, porque de tan trillado, no requiere ningún esfuerzo ni explicación. Como desde la niñez nos vienen aleccionando de mil maneras que el mal solo se vence matando gente mala, la falta de imaginación para idear otra forma de victoria cuela sin que nadie se dé cuenta. A nadie le parece mal, antes bien parece inevitable, que el bien solo se consigue con un baño de sangre.

Si el mal tiene dimensiones galácticas, como en el universo Star Wars, entonces el baño de sangre ha de ser cósmico, monumental, un derroche de vida de proporciones extraordinariamente exageradas. Eso sí, como la película es para niños, no nos obligan a ver a toda esa gente agonizar y morir; ni siquiera obligan a ver sangre. Sencillamente explotan o caen a tierra naves espaciales, cada una de ellas tan inmensa que tiene que estar tripulada por decenas de miles de personas.

Son entonces masacres fabulosas pero «limpias», porque no hace falta ver a toda esa gente morir. Tampoco hace falta acompañar a la familia de cada uno de los millones de muertos cuando reciben la noticia de que su hijo o hija, su novio, su marido, su padre, ha muerto en batalla. Esto es lo que tienen las batallas épicas del cine. «Los malos», los que han sido reclutados o tal vez alistados a la fuerza en los ejércitos del malvado, no tienen —que se sepa— familias que les amen y los lloren. Si muere uno de «los buenos» sí, por supuesto: es obligada la escena de llanto y tristeza. Pero la soldadesca multitudinaria es tan solo el decorado necesario para que se entienda lo inmensa y monumental que es la victoria de «los buenos», la victoria del bien.

A mí esto me revuelve el estómago. Sinceramente y que me perdonen mis hijas y yernos, me entristece que mis nietos tengan que ver estas cosas, que tengan que interiorizar que el mal solo se vence con más mal, que la maldad solo se vence con la misma maldad pero más eficaz; y superior por sus buenas intenciones.

Lo de la motivación es la clave del asunto. Si uno lucha por la justicia, por la democracia contra la tiranía, por «el lado luminoso« de la fuerza y no por «el lado oscuro», entonces por supuesto que está justificada la exageración de muerte y sufrimiento que necesariamente acarreará una batalla épica de cine. Es la filosofía de que nada es bueno ni malo en sí —que en particular matar al prójimo no tiene nada de malo en sí— siempre que el asunto esté bien motivado.

Nunca he comprendido que si «el lado oscuro de la Fuerza» en la saga Star Wars es malvada, perversa, conlleva tiranía y opresión y negación de derechos humanos y muerte, «el lado luminoso de la Fuerza» tenga que emplear las mismas armas, las mismas espadas láser, sembrar la misma mortandad.

¿Sería acaso más fabuloso que una espada láser, una «espada de amor» que penetrase hasta el corazón y la mente del enemigo para sembrar allí la duda? No pediría yo que tal «espada de amor» obligase al arrepentimiento o la conversión. Eso también sería perverso porque nos despojaría de la libertad de decisión con que nos ha dotado el Creador. ¿Pero sembrar la duda?

Pero no. A nadie se le ocurre algo así. Eso no sería «realismo» —porque si algo tiene la saga Star Wars, en todos sus detalles, tecnologías y protagonistas, es realismo—. En fin, se puede dar rienda suelta a la imaginación en todo menos con el «realismo» inmutable de que el mal solo se vence matando gente mala.

Hay un momento en la película donde algo nuevo, creativo e imaginativo, pudiera haber aparecido. Cuando el malo de la película descubre en la pareja que se le opone un vínculo de amor tan fuerte que es superior a todo lo que ha estado a su disposición hasta entonces, era posible en ese momento que el amor pudiera —con un poco de imaginación por parte de los guionistas— haber hallado la forma de imponerse sobre las ansias de poder y contra la maldad infinita.

Es lo que cuenta la historia de Jesús. Ante el poder incomparable del Imperio Romano y sus colaboracionistas en Jerusalén, Jesús resiste la tentación de invocar las huestes de ángeles que sabe que están a su disposición, y en lugar de matar él, se deja matar. Entonces interviene la fuerza cósmica de amor y gracia y misericordia y bondad infinita sobre la que está cimentado el universo entero. Al tercer día Jesús resucita. Vence el bien con vida eterna y amor, sin que haya necesidad de matar a nadie.

Eso puede que está muy bien para los evangelios, pero se ve que nadie se ha creído de verdad que el mundo funcione así. Nadie cree en el poder superior de la vida sobre la muerte, en el poder del amor sobre el odio, en el poder del bien sobre el mal.

Las familias cristianas van al cine a ver El ascenso de Skywalker y salen regocijándose, sin inmutarse, porque el bien ha vencido contra el mal. Y ni se les ocurre pensar en los millones —tal vez miles de millones— de familias que a continuación llorarán porque sus hijos, hijas, novios, esposos, padres, han sido matados a manos de los presuntos «buenos» que han conseguido así la victoria del «bien».

El caso es que uní mi aplauso al del público cuando acabó la proyección. Aplausos no solo porque la peli es divertida, sino por culminar dignamente una saga que arrancó en 1977 y nos ha entretenido todos estos años.

Pero soy antes que nada discípulo de Jesús. Y me apena lo poco que haya influido él y su historia en la imaginación colectiva de la humanidad.

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