De superhéroes salvadores

21 de febrero de 2020  •  Lectura: 6 min.
Imagen: © Warner Bros.

Me llama la atención la proporción de películas y series de televisión (en servicios como Netflix o HBO) que cuentan sobre superhéroes salvadores. Son personajes sobrehumanos, frecuentemente con importantes defectos personales, que responden a la vocación de intervenir para salvar a los mortales comunes, que están en peligro de sucumbir.

No son muy diferentes en sus características, de los dioses de los griegos y los romanos. Aquellos también tenían importantes defectos personales, rivalidades sin fin, una lascivia incontrolada… Y también intervenían para defender a los que clamaban a ellos, luchaban contra el caos que amenazaba con apoderarse de la sociedad, apoyaban a los inocentes en sus guerras contra los malvados.

A veces se limitan a filmar los mitos de la antigüedad. Más típicamente vemos a seres de fantasía actuar en nuestra sociedad contemporánea con toda su violencia y crimen organizado, contra la maldad a todos los niveles que opera hoy día. Y en otros casos, nos trasladamos a escenarios más o menos medievales, donde veremos actuar seres sobrenaturales, con todos sus poderes.

En todos los casos, sus luchas contra el crimen, la maldad y el caos —caos social, político o criminal, aunque puede incluir también caos ecológico— es una lucha real, donde siempre existe la posibilidad de caer derrotados junto con aquellos por quienes luchan. Sin embargo siempre acaban victoriosos al final. Aunque los maten, siempre habrá otra película o una temporada posterior, donde reaparecerán aunque parezca imposible.

No soy experto en este género de entretenimiento, así que es probable que estas generalizaciones que estoy haciendo se alejen algo de la verdad. Aunque he visto algo de esto, disto mucho de haberlo visto todo. La reflexión a continuación, entonces, más que un análisis del contenido de estas películas y series, es una reflexión acerca de la frecuencia con que se nos ofrece para nuestro entretenimiento.

G. K. Chesterton, un apologeta cristiano británico del siglo pasado, escribió que: «Cuando los hombre eligen no creer en Dios, entonces no es que no crean en nada; entonces es que son capaces de creerse cualquier cosa».

Cuando los seres humanos renuncian a creer en Dios, la necesidad psicológica —mejor sería decir que necesidad espiritual— de un Salvador sobrenatural, que es una parte imborrable del alma humana, hallará expresión de otras muchas maneras, normalmente mucho más fantasiosa que el evangelio cristiano.

Esto ya me llamó la atención hace décadas, mucho antes del auge de todos estos superhumanos fantásticos de la industria del entretenimiento hoy día, cuando me aficioné a leer las novelas de ciencia ficción de Isaac Asimov. El caso de Asimov es emblemático, porque aunque se preciaba de ser judío, también se preciaba de ser ateo. Dios desde luego que no figura en absoluto en ninguna de sus obras de ficción. (Por lo menos no en ninguna que haya leído yo; Asimov fue un autor increíblemente prolífico. ¡Hasta tal punto que cuesta creer que ni siquiera él mismo fuera capaz de leer todo lo que escribió!)

Devoré sus numerosas novelas sobre un segundo imperio galáctico y sobre robots, que culminaron hacia el final de su carrera en fundirse en un mismo universo narrativo. Ahí al final, entonces, descubrimos que a través de miles de años, el destino de la humanidad había sido guiado benéficamente por dos o tres robots —en particular R. Daneel Olivaw—. Contra la tendencia al caos y la destrucción propia del alma humana y de las civilizaciones humanas, este robot había conducido todas las guerras y peligros de la galaxia hacia un desenlace final de orden, donde la humanidad pudiese prosperar.

Sí, porque se puede renunciar a creer en el Dios de Israel y de los cristianos, pero no se puede renunciar, por mucho que se quiera, a imaginar que pueda haber algún poder superior a nosotros, que nos ayude a superar nuestras peores tendencias, nuestra proclividad a la autodestrucción.

A mí me aburre, pero supongo que si aburriese a la mayoría de los espectadores desaparecería de nuestras pantallas, esa proliferación de superhéroes con tristes vidas personales pero dispuestos en todo momento a acudir a socorrer a la humanidad. Me aburren esas interminables batalles épicas entre malos y buenos, entre fuerzas del caos y fuerzas del orden, cuyo antecedente narrativo directo son los mitos de los sumerios, acadios, babilonios, cananeos, egipcios, griegos y romanos.

Como tengo que imaginar que nadie se cree de verdad esas historias, reflexiono que tal vez exageramos la presunta credulidad de las gentes haces miles de años que contaban aquellos mitos sobre dioses que guerreaban entre sí, que acudían a defender al indefenso y a vengar la muerte de los justos. Tal vez ellos tampoco se lo creían y contaban estas cosas sencillamente por el valor de entretenimiento que tenía.

Bien es cierto que la casta sacerdotal y las dinastías monárquicas se apropiaban de aquellas historias para manipular a la gente para que financiaran los templos y obedecieran a sus tiranos. La propaganda oficial sabía muy bien cómo inculcar a las masas que era imposible resistir contra quienes mandaban, alegando que eran o dioses encarnados o bien hijos de dioses. Pero lo que es las historias de las aventuras, los amoríos, las rivalidades y las guerras entre los dioses, es muy posible que nuestros antepasados remotos fueran más inteligentes de lo que pensamos, y menos crédulos. Pero que igual que los espectadores hoy día, no dejaba de resultarles entretenido oír estas historias para pasar el rato.

Lo cual me deja todavía preguntándome acerca de la frecuencia con que vuelve a aparecer a través de miles de años y diferentes civilizaciones hasta hoy, la fascinación con la idea de que pudiera haber seres fantásticos, con poderes sobrenaturales, capaces de ayudar al indefenso y vengar a los justos.

Y me parece que el evangelio aunque superficialmente parece pertenecer a esa clase de historia, es fundamentalmente diferente.

Jesús se describió a sí mismo como manso y humilde, y los hechos parecen darle la razón. Es verdad que alguna vez alzó la voz con descalificaciones encendidas de determinados líderes religiosos y políticos. Es verdad que en cierta ocasión se hizo con un látigo con que echar el ganado del templo y hasta volcó allí las mesas de los cambistas de dinero. Pero lo que es batallas épicas, las únicas que se la conocen fueron consigo mismo: cuarenta días de ayuno procurando entender su vocación, y una noche de angustiosa oración antes de su arresto.

Ayudó —hasta podemos decir que salvó— a muchos; pero fundamentalmente con sanación de sus enfermedades y dolencias, tanto las físicas como las psíquicas o espirituales. Ayudó —salvó— a incontables personas de su propia era y en todos los siglos posteriores, con su enseñanza sencilla a confiar en Dios y amar a Dios y al prójimo, su ejemplo de anteponer el bien de los demás a la comodidad de uno mismo. Desde su capacidad de amar, perdonar, sanar, bendecir, nos convence de la superioridad de esa manera de vivir y de ser, a cualquier alarde de fuerza, poder, armamento, riquezas, dinastía hereditaria…

Al final lo matan, y él sin resistirse a las vejaciones y la muerte espantosa que le dan. Resucita, sí, pero no para vengarse sino para guiar a sus seguidores a ser como había sido él: mansos, humildes, capaces de amar y perdonar, de bendecir y apoyar, de sanar y consolar.

Bien es cierto que es muy habitual negar la fuerza del evangelio retorciendo el mensaje del Apocalipsis de Juan para imaginar que ahí sí, por fin, Jesús actúa como los dioses paganos y como un superhéroe de cine o televisión. No es ese el mensaje del Apocalipsis, sin embargo. La victoria final del bien sobre el mal en el Apocalipsis es siempre la que ya consiguió Jesús cuando se dejó matar en la cruz. No hay nunca un acto violento posterior cuya fuerza salvadora sea superior a esta: la fuerza salvadora de entregar su vida por nosotros, que éramos sus enemigos, sin jamás matar a nadie él.

Sí, la humanidad tenemos escrita en nuestro ADN la necesidad de un Salvador superior a nosotros, que intervenga para rescatarnos. Ese fue el despreciado y ninguneado rabino de Galilea, que nos enseñó una nueva manera de vivir, servir, y amar.

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