Éxodo 17. Limpieza étnica

5 de mayo de 2020 • Lectura: 4 min.

Hace muchos años ya, escribí acerca de los genocidios en la Biblia. Ese fue, de hecho, el título de uno de mis primeros libros((Dionisio Byler, Los genocidios en la Biblia (1997), incluido en la recopilación de 2010 por Ediciones Biblioteca Menno: No violencia y Genocidios.)). Es un tema que vuelve a interpelarme esta mañana, al leer el capítulo 17 de Éxodo y la batalla contra Amalec.

Empecemos con una definición del término limpieza étnica. El término se acuñó cuando las guerras que acompañaron la disolución de Yugoslavia en la década de 1990. Lo que se pretendía era hacer desaparecer las minorías étnicas del territorio de las naciones que emergieron. Mediante el genocidio si hacía falta, con deportaciones, y provocando la huida de refugiados de las etnias no deseadas. En realidad el concepto de limpieza étnica fue una especie de eufemismo para maquillar lo que de verdad estaba pasando, que eran tácticas de genocidio en toda regla.

En diferentes lugares del Antiguo Testamento se predica la limpieza étnica. Se declara que una etnia, un grupo de población humana con su cultura, lengua, religión y costumbres, son absolutamente inaceptables delante del Señor. Entonces el pueblo escogido de Dios, Israel, recibe el mandamiento de erradicar esa población de la faz de la tierra.

No es aceptable que pervivan descendientes, ni tampoco su cultura, lengua, religión y costumbres. De hecho, lo que se predica es que debe desaparecer hasta la memoria de que el grupo étnico en cuestión haya existido. Esto es curiosamente contraproducente, ya que si sabemos que Amalec —por ejemplo— existió, es precisamente porque el texto bíblico nos informa del mandamiento a erradicarlo.

Según relata la segunda mitad del capítulo 17 de Éxodo, entonces, Amalec atacó a los israelitas que poco antes habían partido de la esclavitud en Egipto. A las órdenes de Moisés, Josué les presentó batalla con un número reducido de guerreros escogidos, que fueron suficientes para derrotar a los amalecitas. No sin la ayuda mágica, sin embargo, que le prestaron los brazos elevados de Moisés, que contemplaba la batalla desde la cima de un monte próximo. Cuando se le cansaban los brazos y los bajaba, los amalecitas vencían. Así que Moisés se sentó sobre una piedra; y Aarón y Hur, uno a cada lado, le sostuvieron los brazos en alto hasta el atardecer.

Concluye en estos términos escalofriantes el relato (Ex 17,14-16):

Entonces el Señor instruyó a Moisés escribir esto como memorial en un documento y hacer que lo escuche Josué: «Que desde el cielo borraré hasta las últimas consecuencias la memoria de Amalec». Así que Moisés erigió un altar al que puso por nombre «el Señor es mi estandarte». Y dijo:

—¡Juro con la mano sobre el trono del Señor, guerra eterna del Señor contra Amalec!

Hace años cuando publiqué un artículo sobre lo que califiqué como «historias inmorales en el texto sagrado», un conocido autor evangélico respondió con un artículo sobre la importancia de mantener en alto el concepto de «la ira de Dios». La ira de Dios es, precisamente, lo que viene a expresar esta guerra eterna del Señor contra Amalec. Nada que puedan hacer los sobrevivientes amalecitas en ninguna generación posterior —al parecer ni siquiera convertirse a seguir a Jesús como Señor y Salvador— podría deshacer esa enemistad eterna declarada contra ellos por Dios.

Con todos mis respetos por quienes piensan de otra manera, y respeto por supuesto de la revelación de Dios que nos alumbra mediante los textos bíblicos, me parece que hay afirmaciones que resultan incompatibles con la manifestación suprema del amor divino que nos vino a traer Jesús. Si Dios es como el padre del hijo pródigo y de su hermano envidioso, hay que pensar que la capacidad infinita de Dios para amar y perdonar da una patada al damero de la partida de ajedrez que tan rígidamente gobernaba nuestras ideas. La rigidez y el orden que el propio Moisés y que nosotros podemos atribuir a las acciones de Dios, se derriten y deshacen ante la calidez y bondad del amor divino.

Si hubo un momento en toda la historia de la humanidad para que se manifestase la ira de Dios, fue cuando la humanidad matamos en la cruz a su Hijo. La ausencia de esa ira divina vengadora, las bondades del perdón que nos hizo llegar cuando legítimamente debíamos esperar un castigo genocida contra la entera humanidad, tiene que trastocar la aceptación fácil con que damos por buenas algunas expresiones bíblicas. Esta declaración de guerra eterna contra Amalec palidece ante el resplandor de la Salvación que nos brinda el evangelio.

O por lo menos eso es lo que me parece a mí.

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