Jesucristo Jekyll y Hyde

29 de mayo de 2020  •  Lectura: 4 min.

Vuelvo aquí a un tema que tengo la impresión de haber tocado ya varias veces en mis libros o predicaciones. Supongo que repetir lo ya dicho es normal en la vida, en particular cuando uno empieza a hacerse mayor, y cuando se trata de conceptos que uno considera importantes.

En este caso me parece importante la idea de que Jesús es el mismo ayer y hoy y por siempre. Su naturaleza —y la naturaleza de Dios, por consiguiente— es la que vimos cuando vivió entre nosotros en Galilea y Judea hace dos mil años. Además, Jesús se expresó inequívocamente para decir que si lo hemos visto a él, al Jesús de Nazaret tal cual se mostró entonces, sabemos cómo es el Padre. Jesús reveló al Padre. El Padre es como fue Jesús.

Este es uno de los conceptos más irrenunciables de la teología cristiana. El Padre y el Hijo son uno. Son iguales, comparten una misma naturaleza. Esto tiene que incluir, naturalmente, una misma naturaleza moral, relacional, de actitudes y forma de conducirse en relación con la humanidad.

Hace poco volví a escuchar, sin embargo, la idea de que Jesús mismo contiene en su interior dos naturalezas diferentes, incompatibles entre sí. Se suele deducir, del regreso del Mesías anunciado en el Nuevo Testamento, unas conclusiones curiosas acerca de un cambio radical en la propia naturaleza del Mesías, entre una y otra ocasión de su venida a la tierra. En esta oportunidad reciente, lo que oí decir fue: «Jesús vino la primera vez como siervo, pero cuando vuelva vendrá como rey». Otra forma más metafórica de expresar esto, que he oído alguna vez también, es que Jesús apareció primero como Cordero, pero volverá como León.

La idea medular es que cuando primero apareció entre nosotros Jesús, lo vimos manso, humilde, compasivo, misericordioso, comprensivo con la fragilidad de la condición humana y las dificultades que solemos tener para discernir el camino correcto ante los dilemas morales difíciles que se nos presentan. Pero volverá como rey conquistador, militar implacable, para aniquilar de a millares y millones a los seres humanos que han osado equivocarse de camino y se han aliado con la maldad cuando tendrían que haber entendido siempre la voluntad de Dios.

Es lo que yo llamo «Jesucristo Jekyll y Hyde».

A finales del siglo XIX Robert Louis Stevenson publicó su novela policíaca El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde. Fue probablemente la primera ocasión donde una obra de ficción describe un caso de «trastorno de identidad disociativo». Es un trastorno mental donde una misma persona exhibe, en diferentes momentos, personalidades e identidad diferentes. En su novela Stevenson atribuía esto a que el bueno de doctor Jekyll, en un intento de eliminar de sí los aspectos negativos de su personalidad, ideó un fármaco para esos efectos. Sucedió lo contrario. El fármaco eliminaba la bondad del doctor Jekyll, para dar lugar al cruel y malvado señor Hyde, cuyos crímenes espantosos confundían a la policía.

Sinceramente, ofende mi sensibilidad cristiana oír describir a Jesús como un caso análogo de trastorno de identidad disociativo. Apareció primero entre nosotros —se alega— como un bonachón doctor Jekyll, manso, humilde, compasivo, misericordioso, sanador, salvador, benigno, dispuesto a morir por los pecadores. Aparecerá al final, sin embargo, como un terrible señor Hyde, cruel, implacable con los rebeldes a su tiranía, dispuesto a matar a millares y millones sin contemplaciones, feroz en la mano de hierro con que gobernará a la humanidad.

El Jesucristo en que creo yo no es un loco. No padece un trastorno de personalidad. Lo vimos en Galilea y Judea hace dos mil años tal cual es. No hay otro Mesías diferente. No encierra en sí otra personalidad diferente. El que vuelva será el mismo que se fue. Le reconoceremos porque no habrá cambiado.

No solo eso. Al ser como fue, Jesús nos revela con exactitud cómo es el Padre. Y al ascender al cielo nos legó el Espíritu Santo, el Paráclito o Consolador, cuya esencia es reconfortarnos, aliviar nuestras turbaciones, producir en nuestro interior paz, sosiego, honda felicidad, bendición. Así es la Trinidad entera: Padre, Hijo, Espíritu Santo. Como fue Jesús, así es Dios entero. Así fue desde el principio y así será eternamente.

Jesús se resistía cuando querían proclamarle Cristo (Mesías), cuando querían aclamarlo como hijo de Dios o hijo de David. No es porque esas afirmaciones —todas ellas afirmaciones de realeza, como rey legítimo de Israel— fuesen falsas. Se resistía porque en cuanto lo declaraban rey, empezaban a esperar de él y exigir de él actitudes y conductas incompatibles con quien él de verdad era.

La gran revelación del Apocalipsis de Juan no es que el Cordero se vuelva León. ¡Es que el León resultó ser un Cordero, un Cordero inmolado! Y que este Cordero, en el propio acto de dejarse matar, venció sobre todas las fuerzas del mal que oprimen a la humanidad. Toda la acción dramática del Apocalipsis gira en torno a los cánticos reiterados donde se aclama la victoria del Cordero sobre el Dragón, la Serpiente de antaño.

Digno es el Cordero que fue sacrificado, de recibir el poder y el tesoro y la sabiduría, y la fuerza y el honor y el resplandor y la alabanza (Ap 5,12).

El León aparece fugazmente, en este mismo capítulo 5, como esperanza falsa, equivocada. Se anuncia su llegada, pero en lugar del León lo que llega es el Cordero.

Sé que estos párrafos que he escrito aquí se quedan incompletos. No faltará quien me quiera recordar cuestiones como «la ira del Cordero» y el jinete de Apocalipsis 19. Todo tiene contestación, pero lo dejo aquí para que tú mismo/misma lo medites.

Lo esencial que quería decir aquí es que Cristo no padece ningún trastorno de identidad disociativo. No es ningún Jekyll y Hyde. Cuando venga lo veremos tal cual fue, porque fue tal cual es y será por siempre.

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