Cuando no nos ponemos de acuerdo

1 de febrero de 2021  •  Lectura: 6 min.
Foto: Connie Bentson

A mediados de noviembre recibí, de parte Luis Carela, la siguiente sugerencia de tema a tratar:

La forma en que la iglesia ha resuelto (o ha intentado resolver) las diferencias internas. En algunos casos, desde el Concilio de Nicea hasta nuestros días, la forma como la iglesia ha «resuelto» el problema de las diferencias de criterios entre sus miembros no ha sido la mejor. Debemos mejorar.

[Aprovecho la oportunidad para recordar a mis lectores que podéis sugerirme en cualquier momento un tema a tratar. Gracias por vuestro interés en leer este blog.]

He tardado todo este tiempo en responder porque me encontraba perplejo acerca de cómo hacerlo. Qué poner, que pudiera arrojar algo de luz y resultar mínimamente edificante. Porque, efectivamente, los cristianos no hemos sido exactamente ejemplares —no siempre, por lo menos— en cuanto a saber cómo resolver nuestras diferencias.

En descargo, alegaría que es algo que los cristianos compartimos con otras religiones. El islam está dividido en facciones enemistadas a muerte, de tal suerte que las guerras y discordias intestinas entre musulmanes son tan sonadas e irreconciliables como la enemistad entre católicos y ortodoxos, o protestantes y católicos. En la India, el hinduismo no se muestra muy benigno, que digamos, con cristianos y musulmanes. Y el estado de Israel no destaca por tratar bien a los que no son judíos.

En cuanto a incapacidad para reconciliar con amabilidad y buenas maneras las diferencias, entonces, los cristianos pareceríamos ser más bien típicos. Porque si a nivel personal la violencia e intolerancia de diferencias se manifiesta por muchos motivos, cuando hablamos de colectivos enteros la religión parece ser, junto con la política, uno de los dos focos principales de discordia.

La religión nos toca en lo más íntimo de nuestra humanidad. Es donde nos explicamos el sentido que tiene nuestra existencia. Es donde somos más proclives a lo inexplicable, lo no necesariamente racional. Es donde albergamos convicciones sentidas, aceptadas «por la fe» aunque aparentemente contrarias a la razón. Por eso mismo, porque en ello nos jugamos el sentido de la existencia, la esencia de nuestra identidad como seres humanos, nos sentimos hondamente incómodos ante convicciones diferentes o contrarias.

Nos damos cuenta que si acogiésemos otras maneras de entender las cosas, tendríamos que reevaluar todo lo que creemos y reconsiderar enteramente quién somos. Pero como no estamos nadie para la labor de replantearnos la existencia entera una y otra vez a cada momento, nuestra reacción instintiva es rechazar de cuajo cualquier cosa que si la aceptáramos, nos obligaría precisamente a tal replanteamiento.

Pero rechazar de cuajo esas ideas que intuimos «peligrosas», puede conducir con relativa facilidad a rechazar a las personas que sostienen esas ideas.

Y nada nos resulta más peligroso que las ideas casi iguales, aunque diferentes en pequeños detalles que sin embargo nos parecen importantes. Los romanos no discutían con Jesús sobre religión; sus ideas eran tan contrarias que ambos, mutuamente, consideraban que no merecía la pena entrar a discutir. Los que se enzarzaban en mutuas recriminaciones con Jesús eran los fariseos, cuyas ideas sobre Dios, la fe, los Mandamientos, la resurrección de los muertos, etc., se parecían como dos gotas de agua. Como ya he escrito en alguna otra ocasión el fariseísmo, del que nació el cristianismo, suele seguir siendo la posición «por defecto» de los cristianos. Esa semejanza extrema explica por qué tanto discutir entre Jesús y los fariseos.

Y es por compartir en común los cristianos, en efecto, el 99 % de convicciones, que nos ponemos tan intolerantes con esa otra ínfima proporción donde discrepamos.

Considero que hay cosas en el Nuevo Testamento que podrían llevarnos a tener una actitud más sana, más flexible para respetar opiniones dispares y aceptar como hermanos y hermanas a quienes las sostienen.

Observo que los diferentes apóstoles que escribieron las cartas y los evangelios, manifiestan claramente diferencias de énfasis sin por eso degenerar en enemistad.

Las diferencias entre Pedro y Pablo serían el ejemplo mas claro. 2 Pedro, por ejemplo, comenta que hay cosas entre las que escribe Pablo que son difíciles de entender y que, de hecho, si no se interpretan bien pueden inducir al error a los incautos. En Gálatas, Pablo indica haber reprochado públicamente a Pedro ponerse de parte de Santiago (y contra Pablo) en cuanto a conservar las apariencias para distinguir entre judíos y gentiles.

Pablo dice en otro lugar que Pedro lo reconoció como apóstol y le propuso una división de campos de acción: Pedro a los judíos, Pablo a los gentiles. Probablemente quiso con ello decir que albergaba ciertas dudas acerca de Pablo; pero Pablo parece haber decidido tomárselo como un espaldarazo y una invitación a seguir la línea que ya había adoptado.

Pero aparte de eso, el hecho de que cada autor en el Nuevo Testamento conserva claramente una «voz propia», me habla de cierta comodidad que existía en aquella primera generación, para ir cada uno explorando y definiendo como bien le parecía, las consecuencias de la vida y obras, muerte y resurrección de Jesús.

Puestos al caso, en aquella primera generación fueron muy activas las discípulas de Jesús, alcanzando algunas de ellas (María de Magdala, Prisca, Junia) reconocimiento por su lugar entre los apóstoles. Fue un reconocimiento a contracorriente del entorno machista grecorromano en que se movía la iglesia primera.

En sus inicios, el cristianismo fue asombrosamente plural. Hubo por ejemplo un amplio abanico desde judíos «mesiánicos» (seguidores de Jesús), pasando por prosélitos circuncidados a ese judaísmo mesiánico, hasta gentiles «temerosos de Dios» (no circuncidados) en comunión con sinagogas mesiánicas. Por haber, ni siquiera faltó que hubiera cristianos gentiles antisemitas, incapaces ya de comulgar con judíos.

Al final, ese antisemitismo prevaleció en la versión del cristianismo que acabó promulgando el emperador. Pero las evidencias de la notable diversidad presente en aquellas primeras generaciones están ahí. Tan tarde como finales del siglo IV, Juan Crisóstomo todavía despotricaba en Constantinopla contra los que asistían a la sinagoga el sábado y a misa el domingo.

Hasta que el emperador determinó que había que unificar criterios, el cristianismo de los primeros siglos juzgó que no era necesario pensar de la misma manera acerca de cómo se relacionan entre sí el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo. Pero poco a poco en una gran diversidad de temas, los Padres de la Iglesia fueron marginando presuntas «herejías», que hasta entonces venían siendo diferencias toleradas dentro del seno cristiano. Este legado, el de tachar de herejía intolerable las diferencias de opinión, es el que hemos heredado los cristianos de los siglos posteriores.

Pero no es así como se empezó. Y tal vez no estaría mal volver a nuestros orígenes en este particular.

En diferentes épocas, pero notablemente desde mediados del siglo XX, ha habido corrientes que promueven dar prioridad a la ortopraxis (la conducta correcta) frente a la ortodoxia (corrección de conceptos y creencia). Jesús afirmó que «por sus frutos los conoceréis», con lo cual parecería haber considerado que la conducta era por lo menos tan importante como las creencias.

No sé, sin embargo, si esto ayudaría a hacernos más flexibles, o si sencillamente trasladaría nuestra intolerancia a otro ámbito donde tampoco nos pondríamos de acuerdo. Mi propia tradición —la anabautista— ha tendido en estos últimos 500 años a enfatizar sobre todas las cosas el conformismo en la conducta. Pero por eso mismo ha sufrido también multitud de divisiones internas. A veces sobre nimiedades realmente ridículas; por ejemplo, en cuanto a la ropa que ponerse.

¡Dios mío, cuánto cuesta tomarse a pecho la exhortación del apóstol Santiago acerca de no juzgarnos unos a otros, recordando que tenemos un Señor en común, el único con potestad para juzgarnos a todos!

No sé si he avanzado algo aquí con respecto al planteamiento inicial de esta cuestión que me hicieron. Me parece que mi propuesta se resumiría en dos cosas:

  • Me parece que fijarnos en «el fruto» de vidas vividas en relación con el Señor, es más esperanzador que discutir sobre pormenores de creencias.
  • Me parece que sigue siendo esencial dejar que el Señor sea el único al que reconocemos sabiduría y autoridad suficientes como para juzgarnos a todos: a propios y extraños.

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