El ocaso de la apologética

23 de marzo de 2021  •  Lectura: 7 min.
Foto: Connie Bentson

La apologética es el arte —hay quién diría el don espiritual— de defender la fe (cristiana) con argumentos que pueden persuadir a los incrédulos. Los grandes apologetas de la fe cristiana fueron pensadores griegos y latinos de los primeros siglos de nuestra era.

Su labor era relativamente sencilla, y resultó muy eficaz. El entorno grecorromano en que se movían asumía con naturalidad la existencia de todo un ámbito de lo espiritual, que interactuaba permanentemente con el mundo material e influía en la vida de cada ser humano y en la sociedad humana en general.

Casi todas las afirmaciones que pudieran hacer los cristianos —con la sola excepción de que Dios es uno, único, y es el Señor que adora Israel— podían ser aceptadas sin titubeo, porque había equivalentes o análogos en lo que todo el mundo daba por cierto.

  • ¿Curaciones milagrosas? Todos los dioses y muchos santos de cualquier religión curaban enfermos.
  • ¿Demonios y exorcismos? Los cristianos enfatizaban mucho el exorcismo porque estaban convencidos de que los dioses adorados por sus contemporáneos eran en realidad demonios de los que había que librar a los conversos antes de poder bautizarlos; pero la influencia diaria de demonios era hondamente aceptada por todo el mundo, y el exorcismo (pagano) era un arte reconocido en todas partes.
  • ¿Milagros sobre la naturaleza? Cualquier historia didáctica y cuento divertido podía incluir con naturalidad la intervención de algún dios, santo, o mago, que hiciera lo que en principio parecería imposible.
  • ¿Nacer de una virgen? No era cosa frecuente, pero tampoco sobresaliente o increíble.
  • ¿Resucitar después de muerto? Tampoco increíble en principio, por lo menos en cuanto a dioses y personas de otros tiempos anteriores. Sobre contemporáneos de uno mismo, sería más natural dudar.

La labor de la apologética se resumía en argumentar la superioridad del monoteísmo.

  • Resultaba persuasiva la sencillez de que hubiera un único ser supremo que garantizaba el orden cósmico (más o menos como había un solo emperador que ponía orden en el mundo grecorromano).
  • El monoteísmo resultaba bello como idea filosófica y ya venía siendo argumentado por filósofos paganos, algunos de cuyos argumentos adoptaron los apologetas cristianos.
  • El rigor ético, la insistencia divina en conductas de santidad y justicia, resultaba infinitamente superior a los amoríos, desvaríos, orgías, rivalidades y celos que se contaba acerca de los dioses paganos.
  • El que ese Dios único fuera el Señor adorado por los judíos podía defenderse por el hecho de la remota antigüedad de la religión de Moisés. No era moda nueva, ninguna innovación, sino una tradición de rancia raigambre.

Aunque resultó imposible alcanzar la unidad entre todos los cristianos sobre cómo es que esa unicidad de Dios casaba filosóficamente con la divinidad de su Hijo Jesús, al menos dentro de las fronteras del imperio se obtuvo un consenso de «ortodoxia», mediante el símbolo niceno-constantinopolitano (es decir «el Credo»). A todo esto, sin embargo, adoptado el cristianismo ya por la corona imperial, la labor de los apologetas había concluido exitosamente. El paganismo había perdido el debate filosófico; los apologetas habían triunfado.

Hoy la dificultad es otra

Hoy quien pretende recuperar protagonismo para una defensa racional de la fe cristiana frente al ateísmo y el descreimiento, se enfrenta a otro adversario infinitamente más difícil.

Para empezar, y esto no es «moco de pavo», al cabo de todos estos siglos el argumento de una moral superior suena a broma.

Hoy día resulta muy natural para tal vez la mayoría de la gente, sospechar que los sacerdotes y pastores cristianos son encubiertamente pedófilos malvados, inmisericordes manipuladores de los sentimientos de culpa de sus adeptos, codiciosos y avaros, tal vez diabólicos en sus intenciones y métodos. Si en una película o serie de televisión hay un «malo» que inspira terror, es casi seguro que será un cura, una monja, un pastor, o un padre o madre devoto que castiga a sus hijos sin piedad. No hay crimen ni maldad que no resulta natural atribuir al clero cristiano y a los devotos más fieles del cristianismo.

El argumento moral ya está perdido ante la sociedad. No contamos con esa presunción de superioridad moral que muchos paganos de antaño reconocían en los cristianos, sino más bien la presuposición de hipocresía, de maldad escondida, mal disimulada.

El argumento de sencillez brillante y elegancia filosófica que esgrimía la apologética frente al caos del politeísmo pagano, se enfrenta hoy a otra manera de entender la realidad que es, al contrario, mucho más sencilla y elegante que el monoteísmo: el método científico. En comparación con la ciencia, los argumentos de la religión resultan rebuscados, torpes, incoherentes. Exigen contorsiones de la lógica, retorcimientos mentales que solo convencen a quienes «por la fe» los dan por buenos aunque no sepan muy bien cómo defenderlos.

De hecho, es harto frecuente para todos nosotros los creyentes, admitir que no tenemos argumentos de peso sobre los que sostenernos, más allá de que hemos creído. Desde este posicionamiento de fe, vemos confirmado en la experiencia aquello en que hemos creído. Pero quien no opta por ese posicionamiento de fe —quien carece de motivación o interés para adoptar ese posicionamiento de fe— siempre hallará argumentos psicológicos o naturales para explicar nuestras experiencias y testimonio.

Se dice que no hay ciego más ciego que el que no quiere ver. Y esto mismo podríamos argumentar desde la fe, sobre quien observa la fe desde fuera, sin fe. Y eso, desde donde estamos nosotros, tiene sentido; pero desde donde se sitúa quien no cree, tiene que parecer pura fabulación. Desde luego no es argumento que convenza a nadie a creer.

Tristemente, muchos apologistas de la fe cristiana no se limitan a dar testimonio sobre la bondad de Dios y el ejemplo magnífico de Jesús. Un testimonio que se construye con vidas de justicia, solidaridad, bondad, y saber perdonar. Lo que intentan, al contrario, es defender contra viento y marea un literalismo bíblico que insiste que todas y cada una de las afirmaciones de la Biblia reflejan fielmente el pensamiento de Dios mismo. Que son todas científica e históricamente válidas aunque todas las evidencias demuestren lo contrario.

Quien ataca la existencia de la evolución de las especies, por ejemplo, puede sentirse muy justo en defensa de sus creencias, pero difícilmente va a persuadir a nadie con un mínimo de escuela y estudios. Quien insiste en un diluvio universal y un arca donde cupieran todas las especies animales de este planeta Tierra no es que las tenga difícil, es que las tiene imposible para convencer a nadie que no sea ya un adepto a su forma de pensar.

Los defensores del ateísmo que se dedican a discutir con la apología cristiana suelen conocer muy bien la Biblia, y se saben muchas de las incoherencias y contradicciones que traen los textos bíblicos. ¿Quién mató, por ejemplo, al gigante Goliat? ¿David hijo de Isaí, de Belén; o Eljanán hijo de Yahré Oreguín, también de Belén? La Biblia afirma ambas cosas. Supongo que se podría argumentar la casualidad de que dos guerreros contemporáneos, del mismo pueblecito, mataron sendos gigantes filisteos de idéntico nombre. Aunque con argumentos así tal vez se tranquilice a propios, difícilmente se va a convencer a extraños.

La apologética que se embrolla en defender que unos textos que nos vienen de culturas y civilizaciones de hace miles de años deben entenderse con los mismos criterios con que leemos libros de física, química, biología, anatomía, o historia, ha perdido el argumento antes de siquiera abrir la boca.

Al contrario, hay que leer estos textos como leeríamos cualquier otro documento de tan remota antigüedad. Dan testimonio de la fe, las creencias  y la confianza en Dios de aquellas gentes. Testimonios que nos inspiran, nos interpelan, nos elevan el espíritu y la fe en Dios. Pero que no nos obligan —ni tienen por qué— a ignorar los conocimientos adquiridos por la humanidad en los miles de años transcurridos desde entonces.

Este desvío, entonces, el de defender la literalidad de un libro en lugar de ser testigos de Jesús con una manera ejemplar de vivir, es la peor forma imaginable de apologética.

¿Cómo hemos llegado a creer, los que creemos?

Puede ser que alguno se dejara persuadir por argumentos sesudos.

Pero la mayoría hemos llegado a la fe por el privilegio de haber nacido en un hogar lleno de fe, oración, devoción a Dios, e integridad en el seguimiento de Jesús.

O bien, porque en un momento de especial debilidad y vulnerabilidad, alguien se ha acercado solidariamente y se ha ofrecido a orar por nosotros, o nos ha traído una palabra de consolación o aliento, o de alguna otra forma nos ha hecho sentir —no en la sesera sino en el corazón y el espíritu— la presencia benigna y amante de Dios. Nos vimos necesitados de un Salvador, y el Salvador se nos ha presentado por medio de una persona que le sigue.

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