Desobediencia cívica y divina protección

12 de abril de 2021  •  Lectura: 7 min.
Foto de época: Protesta y represión policial

Ayer fue un día lleno de recuerdos para mí. En primer lugar, fue el 40 aniversario de la llegada de nuestra familia a España, el 11 de abril de 1981. Habíamos salido de Argentina tres años antes con destino a Estados Unidos, donde yo acabaría la carrera de teología y Biblia. Nuestra idea había sido regresar a Argentina, pero entonces fuimos invitados a venir a Burgos, donde habíamos de prestar apoyo al movimiento de Comunidades Cristianas. Consentimos en venir por tres años, con la idea de regresar después, por fin, a Argentina. Desde entonces, como decía, han transcurrido 40 años.

Venir a España y dejarnos trastocar toda nuestra idea de dónde nos radicaríamos y a qué parte del pueblo de Dios dedicaríamos toda una vida en el ministerio cristiano, fue uno de los hitos importantes de mi peregrinaje en seguimiento del Señor Jesús. Ya había sentido en otros momentos de mi joven vida, que declarar a Jesús «mi Señor» significaba dejarme mandar, dejar de mandar en mi vida yo. Pero nuestro llamamiento a España dio nuevo contenido a esa realidad. Desde entonces tengo perfectamente asumido que Dios presta atención cuando lo tratamos con ese término, «Señor»; y que al escuchar esa palabra en nuestra boca, se dispone a ejercer como tal.

No fueron los únicos recuerdos que viví ayer.

En estos tiempos de aislarnos en casa por la pandemia, nos hemos habituado como todo el mundo a ver películas y series para pasar el rato. Ayer por la tarde vimos El juicio de los 7 de Chicago. Ver esa película fue una experiencia dura para mí, porque me hizo rememorar lo que viví en Estados Unidos en otra ocasión anterior de estudiar allí, en los años 1967-71. Aunque nací en Argentina, mis padres fueron estadounidenses —con lo cual adquirí yo por nacimiento esa segunda nacionalidad— y me mandaron allí a estudiar.

Eran los años de la expansión de la Guerra de Vietnam, y la conscripción masiva de chicos para enviar a esa guerra. Junto con esa espada de Damocles que pendía sobre toda mi generación, surgió entonces el auge de protestas y rebeldía juvenil contra esa guerra y todo lo que representaba. A comienzos de 1968 Eugene McCarthy —del mismo Partido Demócrata que el presidente Johnson— desafió al presidente con su candidatura en las primarias, enarbolando la causa de poner fin a la guerra. Vistos los éxitos tempranos de McCarthy, Robert Kennedy decidió declarar su propia candidatura, con igual ideal. Pero en la primavera de 1968 el país entero se vio sacudido por sendos asesinatos: el de Martin Luther King y el de Robert Kennedy.

En el verano se celebró en Chicago la Convención del Partido Demócrata para elegir su candidato a la presidencia. Hubert Humphrey tenía ya atados los compromisarios necesarios para triunfar, pero a Chicago se dirigieron diferentes convocatorias de protesta contra la guerra, con la intención de presionar al partido y al país entero. La película El juicio de los 7 de Chicago narra cómo esas protestas degeneraron en disturbios y en una represión policial de enorme dureza. Y en un juicio rocambolesco, a la postre, a siete presuntos instigadores de la revuelta.

Concluida la película, empecé a contarle a Connie por qué la película me había afectado tanto.

Yo lo de Chicago lo viví desde la distancia, siguiéndolo por la televisión. Pero me identificaba con la causa de los que habían ido a protestar, y que estaban siendo tan brutalmente reprimidos. Yo era pacifista por convicción evangélica; y nuestra denominación, la Iglesia Menonita, desaprobaba también por eso mismo todo tipo de medida de fuerza. Ese verano, además, necesitaba trabajar largas horas en una fábrica de caucho, para costearme los estudios; ausentarme del trabajo era impensable. Así que no me había propuesto en ningún momento participar en esas protestas. Pero mi simpatía estaba con los represaliados, no con la policía.

En el verano de 1969, algunos de mis compañeros de la escuela universitaria Goshen College, emprendieron un larguísimo viaje por carretera hasta Oregón, donde se celebraba la Conferencia General de la Iglesia Menonita. Allí presentaron una petición de que la iglesia apoyase oficialmente a los chicos que se negaban a colaborar con el sistema de conscripción militar. Años antes, las iglesias pacifistas de EEUU habían conseguido del gobierno la excepción para sus jóvenes, que podían realizar trabajos de utilidad social en sustitución del servicio militar. Para muchos, entonces, respaldar ahora a sus jóvenes que desobedecían la ley de conscripción que ya los exceptuaba, parecía deshonesto. Sin embargo, tras mucho debate, al final la Convención General menonita apostó por prestar ese apoyo a sus jóvenes que se rebelaban contra el esfuerzo bélico en Vietnam.

Ese otoño, entonces, devolví mi carné que certificaba que me había inscrito como pacifista evangélico en el sistema de reclutamiento, explicando con una carta que me daba de baja. Era una acción del todo simbólica, por supuesto. ¡Era imposible darse de baja! Escribí un artículo para una revista evangélica de difusión por todo el país, donde explicaba lo que motivaba ese paso para mí. Eso, y una extensa entrevista que me hizo una amiga para un periódico en 1971, me dio cierta notoriedad; por la que acabé figurando entre aquel número, proporcionalmente reducido, de objetores que el Estado consideró necesario castigar para dar ejemplo.

Antes, en 1970, fui llamado a una reunión excepcional del brazo local del sistema de reclutamiento. Los estudiantes y profesores de Goshen College se solidarizaron conmigo. Convocaron una reunión donde se decidió que me acompañaran un profesor y una estudiante. No recuerdo quién fue la estudiante, pero siempre he sentido una inmensa gratitud al profesor Millard Lind, por el apoyo de su acompañamiento. Tuve que entrar solo a declarar; pero saber que ellos me esperaban en la antesala, y que además se celebraba a esa hora una reunión de oración —por mí y por el fin de la guerra— en el campus de la escuela, me infundía un ánimo que me sigue emocionando.

Fue al contar eso a Connie, que me desmoroné en lágrimas y sollozos. Me sorprendió la intensidad de la emoción que me sobrevino, más de medio siglo después, al recordar ese apoyo que viví. Al cabo de unos instantes me repuse y pude continuar la relación de mis recuerdos. (Connie, por cierto, ya conocía por supuesto todo esto; pero se dio cuenta que yo necesitaba hablar de ello otra vez, y me escuchaba sin interrumpir.)

En el otoño de 1971 empecé a buscar la forma de volver a Argentina. Ese verano, después de un semestre en el seminario menonita, había servido de pastor interino —a pesar de mi juventud— en una iglesia menonita hispana en el estado de Iowa. De vuelta en el seminario ese otoño, hablé con la agencia misionera menonita y descubrí que habían recibido, de la iglesia de mi ciudad natal, Bragado, la petición de un profesor de inglés y director de coros de niños. Así es como se decidió que iría yo para esas funciones en febrero, concluido el semestre de estudios en EEUU, y siendo para entonces verano en el hemisferio sur.

Poco después de concretar ese compromiso, recibí la visita de dos agentes del FBI. Los engranajes de la justicia no tenían prisa pero eran implacables. Mi perseverancia en la desobediencia a la ley de conscripción militar estaba por fin desembocando en acción. Me intimaron que esta era mi última oportunidad de cambiar de actitud. Que el siguiente paso sería mi arresto y juicio.

Fui entonces a hablar con Lorenzo Greaser, de la misión menonita, para explicarle que mi futuro inmediato estaba en el aire, y que no podía garantizar que para febrero siguiera en libertad como para viajar a Argentina y cumplir con mi compromiso con la iglesia de Bragado. Le sugerí que tal vez deberían buscar otra persona para esa misión. Él me preguntó qué pensaba hacer. Le dije que nada: que intentaría proseguir con mi vida como si nada, a ver qué pasaba. Me dijo entonces que si yo estaba dispuesto a eso, él y la misión también. Sentí un enorme alivio, más que nada porque sentía que la Iglesia Menonita seguía apoyándome, pasara lo que pasara.

Al final pude viajar a Argentina en la fecha prevista, sin ningún tipo de inconveniente. Al cabo de unas semanas recibí una carta de uno de los compañeros de la casa donde había estado viviendo esos últimos meses en EEUU. A la semana de marchar para Argentina, habían llegado para arrestarme. Cuando preguntaron por mí, mis amigos se echaron a reír y dijeron que estaba en Argentina. Eso, naturalmente, les pareció una tomadura de pelo; así que registraron la casa entera desde el tejado hasta el sótano. Pero era verdad; yo ya no estaba en el país.

Un colofón final a esta historia, es que algunos años más tarde, ya casado y con dos hijos, regresamos a EEUU para que yo pudiera completar mis estudios en el seminario menonita. Un buen día alguien, no me acuerdo quién, me dio una carta que había llegado a aquella casa donde viví los últimos meses antes de marchar a Argentina. En ella se me notificaba que el presidente Carter en 1977 había firmado amnistía y perdón para todos los que habían desobedecido la ley de conscripción militar durante la Guerra de Vietnam; en vista de lo cual, yo ya no era considerado prófugo de la justicia.

Llegados a este punto, supongo que debería escribir en breve el segundo capítulo de esta historia. En Argentina también había, por supuesto, servicio militar obligatorio. Mis convicciones pacifistas y desobediencia evangélica debían, entonces, ser puestas a prueba allí también. El riesgo que conllevaba haber nacido con dos nacionalidades.

2 comentarios en «Desobediencia cívica y divina protección»

  1. Yes. And for a JR Burkholder class at GC I researched the young men who went as «hippies» to Turner, OR with their resolution. Church leaders in plain coats eventually spoke with them. People like Harold Bauman smoothed their way. I didn’t know how close you were to those people/issues at that time. Thanks!

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