El glorioso sentido de la paradoja

26 de octubre de 2021  •  Lectura: 8 min.
Foto: Connie Bentson

La paradoja es un hecho, o expresión hablada, que es en sí mismo contradictorio o contrario a la lógica.

Siempre me ha llamado la atención la mala reputación que tiene el sentido de lo paradójico, entre algunos pensadores cristianos; tal vez en particular los apologistas de la fe. Parecen auténticamente convencidos de que la fe y vida cristianas son perfectamente lógicas en todos sus particulares. La teología se suele plantear sobre pilares filosóficos bien argumentados, donde si una cosa es cierta, de ella se desprenden diversas consecuencias naturales y necesarias que también tienen que ser ciertas. Con tanta más razón, entonces, la apologética suele recurrir a argumentación con una lógica propia de la geometría euclidiana, donde la veracidad de los teoremas se comprueba a raíz de postulados y axiomas aplicados al caso.

Sin embargo en mi experiencia de la vida y la fe, llego a la impresión de que están llenas de incongruencias, contradicciones y paradoja. Tal vez sea, no lo sé, por aquello en nuestra forma de existir que nos lleva a diferenciar entre espíritu, alma y cuerpo aun sabiéndolo todo uno. La lógica del raciocinio no es igual que la de los sentimientos, temores y anhelos; y ambas son distintas a la lógica del Espíritu Santo que vive en nuestro interior.

Se suele sostener con demasiada simpleza, por ejemplo, que puesto que la Biblia es «la palabra de Dios» y «Dios no miente», entonces todo lo que pone la Biblia es cierto. Suena lógico, pero cualquier lectura por superficial que sea de la Biblia, demostrará que es una idea insostenible.

Por ejemplo: Josué oró a Dios y el sol se detuvo, por lo que el día duró varias horas más que lo habitual. Escrito eso en una era y cultura donde se imaginaban que el sol era un ser consciente y personal obediente a Dios, y cuya razón de ser era alumbrar la actividad humana, supongo que fue una afirmación más o menos inteligible e inteligente. Pero desde que sabemos que la duración de los días viene determinada por la rotación de la tierra sobre su eje, da igual que el sol pare quieto o siga su movimiento gravitacional en torno al centro de la Vía Láctea. Quieto o en movimiento el sol, el día iba a durar lo mismo.

¿Miente entonces Dios? No, claro que no. Es cierto que la Biblia contiene palabras de Dios, y que a través de toda ella Dios «nos habla» incluso hoy, miles de años después de redactada. Sin embargo no es necesaria la argumentación lógica por la que algunos, creyéndose muy listos, afirman que todo lo que pone es cierto en cada uno de sus particulares.

Como la vida amisma

Para mí la Biblia es, al contrario, un fiel retrato de la vida en relación con Dios, precisamente porque abraza sin inmutarse la realidad de la dimensión paradójica de nuestra existencia.

En mi librito de hace muchos años sobre el diablo y los demonios((El diablo y los demonios según la Biblia, Ediciones Biblioteca Menno, 1993)), argumenté que la cuestión «¿De dónde viene el mal?», suscita en la Biblia varias respuestas diferentes, incompatibles entre sí, según cómo se planteaba. ¿Es Dios soberano absoluto y nada escapa a su control? Entonces el mal viene de Dios, según se ve en el libro de Éxodo, cuando Dios endurece el corazón de Faraón para hacer más dura la esclavitud de los israelitas aunque ha prometido liberarlos. ¿Es Dios absoluta y totalmente bueno, bondadoso, amor, digno de nuestra confianza y esperanza? Claro que sí, según alega 1 Juan al decir que «Dios es luz y no hay en él nada oscuro», o Santiago cuando afirma que Dios no es tentado por el mal ni tienta al mal a nadie. Otras respuestas recurren a la figura del diablo o Satanás. Eso personaliza en otro ser más o menos divino el problema, pero en absoluto lo resuelve. En fin, la Biblia dice que todo procede de Dios pero es imposible que el mal venga de Dios. Una paradoja.

En el Apocalipsis tenemos también mucha paradoja. Es por una parte un libro terrible, lleno de destrucción y muerte como para asquear a los mismísimos romanos, que acudían al circo a ver formas novedosas y originales de matar cruelmente al prójimo. Es por otra parte un libro de alabanza y adoración, luminoso y alegre en sus cánticos de celebración triunfal de las bondades del que está sentado en el trono y el Cordero.

En el Apocalipsis hay guerra terrible entre el Cordero y sus seguidores, y la Bestia y los suyos. La Bestia viene encarnada en la tierra en la figura de los reyes y el emperador, que hasta lo último hacen guerra al Cordero y a la iglesia, pero serán aniquilados y consignados a fuego eterno. Y sin embargo al fin son precisamente estos mismos enemigos, los reyes de la tierra, los que entran en procesión por las doce puertas de la ciudad descendida del cielo, con tributos y sumisión y adoración.

¿Cuál es el destino, entonces, de los enemigos de Dios? La lógica de la guerra y de la justicia e ira de Dios es clara: serán destruidos, aniquilados, consignados a una «segunda muerte». La lógica de la gloria de Dios, sin embargo, exige que el universo entero reconozca con sinceridad y amor y cánticos de alabanza su grandeza y bondad. Si no fuera alabanza convencida, amor sincero, si fuera sumisión a regañadientes, nada valdría. Pero si es sincero el amor y sincera la aclamación de las virtudes de Dios, ¿entonces qué sentido tendría castigar? ¿Qué ganaría Dios con destruir a quienes ahora le aman y adoran con fervor? Entonces la respuesta del Apocalipsis es sí y también no; muerte inmisericorde y también salvación; aniquilación y también vida eterna. Una paradoja.

Tal vez la paradoja más notable de la Biblia es que Dios es uno y único, indivisible. Es el Creador de todo lo que existe y Padre de Jesús y de cada uno de nosotros que seguimos a Jesús. Y Jesús es la Palabra de Dios, inseparable de la intención y voluntad y persona de Dios. Jesús fue lo que sería Dios si Dios fuese un ser humano; fue lo que sería un ser humano si fuese Dios. Aunque sin embargo trató a Dios de Padre. El Espíritu Santo es Espíritu de Dios, inseparable de la intención y voluntad y persona de Dios. Pero no se derramó sobre Jesús hasta su bautismo. Aliento y soplo inseparable e idéntico a Dios mismo, es Jesús sin embargo quien lo repartió en Pentecostés. En fin, toda una madeja de contradicciones y incongruencias que como no sabemos qué hacer con ellas, se ha optado por ponerle un nombre, Santísima Trinidad, y así convencernos que sabemos de qué estamos hablando.

La Biblia es entonces como la vida misma. Leyendo una página salimos convencidos de que las cosas son de una manera; y para ese momento y circunstancia personal nuestra, seguramente esa es «palabra de Dios» que nos ilumina y fortalece. Y en otra página descubrimos otro punto de vista, otra manera diferente de entender, que también nos ilumina y fortalece según nuestra necesidad del momento.

Según nos enseña la experiencia, Dios ama y protege a los suyos, que sin embargo somos también víctima de crímenes, de abusos sexuales, de robos, de huracanes y tsunamis y volcanes, de enfermedad y muerte. Una cosa y la otra son ciertas, aunque resulte paradójico afirmarlo.

La gloria de lo paradójico

Quiero concluir explicando por qué esto me parece glorioso.

En primer lugar y como ya he dicho, la Biblia y la experiencia cristiana de Dios son absolutamente coherentes con cómo experimentamos la realidad en general. El misterio, lo que pensamos saber pero que descubrimos equivocado, lo que según cómo se mire es así o es lo contrario, es parte de la experiencia humana. Dios se nos aproxima en nuestras limitaciones, en nuestras contradicciones interiores —«Quiero hacer una cosa y hago la contraria», confesaba el apóstol Pablo— en nuestra incapacidad para comprender todas las dimensiones posibles de cualquier cosa que pretendemos estudiar o conocer. Se nos acerca tal cual somos, asume él nuestras limitaciones y se nos revela en medio de ellas. No hace falta subir nosotros a su plano de existencia; la maravilla del evangelio de Jesús es que él descendió al plano nuestro.

Pero, claro, aquí en nuestro plano de existencia, muchas cosas no son lo que parecen ser y experimentamos contradicciones y paradojas cada día. Nos creemos rigurosamente lógicos y nos descubrimos emocionales. Y espirituales.

Este es un aspecto de lo gloriosa que es la paradoja en la religión cristiana, entonces: que se ajusta tan perfectamente a cómo experimentamos la vida.

Y el segundo aspecto es que para que mi Dios sea Dios de verdad, necesito que sea más grande que yo. Entre otras cosas, eso significa que necesito que sea más grande que lo que me cabe en mi cabeza, en mis conceptos, mis ideas preconcebidas. Más grande que lo que pienso que la vida y la experiencia me enseñan. Más grande que todos mis pensamientos.

Un dios cuya lógica yo pudiera comprender a la perfección, sería un dios que yo podría aprehender a la vez que conocer. Podría asirlo, retenerlo en mi cabeza, tal vez entonces también manipularlo para mis propios fines. No, yo necesito que mi Dios sea incomprensible, misterioso, tanto más superior a mí y a mi entendimiento, como para poder confiar yo que aunque sufra y no entienda por qué, ya sabrá Dios explicarse —él por lo menos— lo que me está pasando. Aunque jamás me lo explique a mí, ni falta que hace porque viviré por la fe, no por lo que veo y pienso saber.

Los que olvidan esto, los que piensan entender a Dios, suelen encerrarlo en frágiles y limitados esquemas humanos. Y una consecuencia acaso previsible de ello, es que se relacionan con el prójimo también por esquemas rígidos. Como dijo un ateo recientemente: «Los cristianos decís que Jesús manda amar al prójimo, pero a mí y a cualquiera que no crea lo que creéis vosotros, nos tratáis como seres inferiores. Insultáis nuestra inteligencia y nuestra experiencia de la vida, y os creéis que eso está bien».

Pero si Dios no cabe en nuestros esquemas, el prójimo tampoco. Y esto da pie a una ética de amor, de compasión y misericordia, de saber ponerse en el pellejo del prójimo para tratarlo con respeto y deferencia, como alguien que vale lo mismo que uno. Aunque sea ateo o musulmán o hindú; aunque según nuestro entender «vive en pecado».

La dimensión paradójica de la vida y religión es gloriosa, entonces, porque encontrarse más allá de nuestros esquemas lógicos es parte de la propia gloria de Dios.

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