El Mensajero
Nº 99
Abril 2011
Semana Santa a la vieja usanza
por Dionisio Byler

Cuando mi niñez y adolescencia en una iglesia menonita de Argentina a mediados del siglo pasado, recuerdo que existía cierta tradición de realizar campañas de evangelización en Semana Santa.  Eran unos días cuando todo el mundo ya se encontraba medio predispuesto a replantearse la figura de Jesús, enternecidos y tocados en el ánimo por aquella cautivante figura de dolor desplegada en crucifijos y procesiones…

No recuerdo si en esas campañas anuales de evangelización en estas fechas se convertía alguien o no al cristianismo evangélico.  El caso es que nadie —ni católicos ni evangéli­cos— nos planteábamos la Semana Santa como ocasión para ocio y turismo.  Era todo lo contrario, ocasión para el recogimiento, la meditación sobre el sentido último de la vida, replantearse cómo responder ante tamaño amor divino.  Eran días cuando hasta el más descreído hallaba en su interior algún rescoldo de viejas lumbres espirituales.

Pero eran, sobre todo, días para asistir a la iglesia.

Supongo que las iglesias católicas se llenaban en esos días.  Yo no lo sabría, porque como todo buen evangélico de aquella época, no se me habría ocurrido asomarme para comprobarlo.  Sí sé que los locales evangélicos se nos llenaban hasta que no cabía nadie más en los bancos y había gente que se quedaba de pie junto a las paredes.  El jueves, el viernes, el sábado, el predicador de turno nos exhortaba a volver una vez más a lo más sencillo y esencial del evangelio:  ¡Aquel Hombre que entregó su vida para que nosotros vivamos!  Y luego el domingo, por la mañana y por la tarde —nadie se perdía asistir a ambas reuniones— celebrábamos el triunfo final de la vida sobre la muerte.

¡Qué himnos tiernos y tristes y arrepentidos —empalagosos de amor divino y amor a Dios— entonábamos el jueves, el viernes y el sábado!  ¡Qué himnos alegres, festivos, de victoria, asombro y celebración, cantábamos el domingo de Resurrección —y en ninguna otra fecha del año!

Es mentira eso de que los tiempos pasados fueron mejores que el presente.  La memoria nos engaña y la nostalgia nos invade y nada fue nunca tan perfecto como quisiéramos que haya sido.  Con todo, este año, en la vorágine de aprovechar el largo «puente» de Semana Santa a tope para actividades de ocio y diversión, no estaría de más recordar que esos días también podríamos aprovecharlos —por qué no— para orar con agradecimiento, sentir otra vez la dureza del precio que se cobraron nuestros pecados, y celebrar con regocijo la Resurrección.

Pilato —el gobernador nombrado personalmente por el Emperador para mantener el orden mientras se cobraba sus pingües impuestos de Judea— consiguió de un mismo golpe deshacerse de un presunto pretendiente a rey de los judíos, y que la nobleza sacerdotal de Jerusalén le declarase fervientemente su lealtad al Imperio: «¡Si no lo matas, es que no eres amigo del César!»  Pero ni Pilato ni la nobleza sacerdotal de Jerusalén fueron los protagonistas, aunque estaban convencidos de su propio poder.  El protagonista fue un pobre rabino de provincias, que escogía dejarse matar como había predicado que hay que vivir: amando al enemigo, perdonando las ofensas, negándose a devolver mal por mal, confiando hasta la mismísima muerte en aquel Dios y Padre cuyo amor fulgurante él se propuso imitar.

Y después, el misterio.  Sus seguidores cuando todavía vivía, estaban convencidos ahora de que volvía a estar vivo.  Unas pocas mujeres, luego también poco a poco algunos varones.  A veces grupos más o menos numerosos.  Daban testimonio de que le habían visto otra vez, habían hablado con él, él había hablado con ellos, había comido, se había dejado tocar.  Y hasta el día de hoy, nada en las vidas de nosotros sus seguidores tiene sentido fuera de la única explicación que —por inverosímil que parezca— explica todo lo demás:  ¡Jesús vive!

Y por cuanto él vive en nosotros, nosotros también podemos andar como él anduvo.

cruz


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