El Mensajero
Nº 104
Octubre 2011
Tierra

Cuando Cristo venga
por Dionisio Byler

Vengo evitando desde que empecé hace unos meses a escribir en El Mensajero sobre cuestiones de ecología desde una perspectiva bíblica y cristiana…  Vengo evitando y ya no puedo postergar más, referirme a una objeción que a alguno seguro que se le ha ocurrido.

«Pero, vamos a ver…  Al fin y al cabo lo que importa es el cielo, ¿no?  Con tal de que se salven nuestras almas, ¿qué importa lo que le pase a la Tierra?  ¿No es la Tierra el escenario de todos nuestros pecados y caída, de nuestra maldición y sufrimientos?  ¿Acaso no vino Cristo al mundo precisamente para salvar nuestras almas de esta triste Tierra y llevarlas —cuando vuelva— consigo a otro mundo mejor?

«¿No sería mejor, entonces, en lugar de perder tiempo luchando por conservar esta Tierra, salvar almas para el Cielo?  Y en lugar de rogar a Dios que nos dé la sabiduría necesaria para rectificar a tiempo para que nuestros descendientes puedan sobrevivir, ¿no habría que pedirle a Dios que vuelva Cristo de una vez por todas y ponga fin a este mundo de pecado y maldad; y entretanto multiplicar nuestra pasión por las almas que se pierden?»

Por lo que aparenta de espiritualidad y de fe correcta según algunos la enseñan, esta objeción merece su respuesta.  Aquí sería interesante dialogar con quien tuviera inquietudes más o menos en este sentido, porque estas preguntas las acabo de escribir yo, con el fin de responder a ellas.  Como las preguntas son «artificiales» (en el sentido de que yo personalmente no me las hago) sospecho que mi respuesta también pueda resultar artificial y poco convincente.

Quiero agrupar mis comentarios en torno a cuatro preguntas:

  • ¿Qué es el ser humano?
  • ¿Para qué vino Cristo al mundo?
  • ¿Cuál es el destino último de la humanidad?
  • ¿Qué será de nuestros hijos y nietos?

¿Qué es el ser humano?

El mensaje de Génesis sobre la naturaleza del ser humano es extraordinariamente rico y complejo.  El ser humano es imagen y semejanza de Dios; es a la vez un ser pura y esencialmente terrícola, cuya existencia aparte de la Tierra es impensable.

Como «imagen de Dios», el ser humano tiene facultades divinas que frecuentemente nos cuesta sospechar ni realizar.  No sólo el «dominio» sobre todas las otras formas de vida sino capacidades mentales o espirituales sobre el universo material, que nunca dejan de asombrarnos.  Hay personas que por disciplina personal agudizan estas facultades espirituales hasta conseguir cosas que dejan atónitos a los demás; hay otros que sin esfuerzo, parecen genéticamente predispuestos a eso por descender de un largo linaje de chamanes, sacerdotes o practicantes de artes ocultas.  Desde luego en el cristianismo, amén de otras muchas formas de espiritualidad cristiana, siempre ha habido y sigue habiendo cierta fascinación con poderes que podríamos denominar «mágicos», donde determinadas personas parecieran capaces de curar enfermos, comunicarse con seres incorpóreos, adivinar el futuro y conseguir resultados demasiado exactos a lo pedido en oración, como para que se consideren pura coincidencia.  Algo hay de divino en el espíritu humano, no importa cómo se quiera entender; y está presente no importa qué religión sea la que se practica.

A la vez, el ser humano es un ser biológico compuesto por material genético, absoluta y esencialmente terrícola.  Somos cuerpos.  Cuerpos materiales.  El material biológico que somos, toma elementos químicos que ingerimos y respiramos, y por procesos bioquímicos de una complejidad extraordinaria —pero no más compleja que lo que sucede en cualquier otro bicho de esta Tierra— se va constituyendo y reparando y realiza las acciones y hasta los cálculos mentales que nos resulten oportunos.  De la tierra vinimos y a la tierra volvemos.  Hay más material genético no humano en cualquiera de nuestros cuerpos, que lo que hay ADN estrictamente humano.  Cada uno de nuestros procesos biológicos involucra una asombrosa multitud de organismos simbióticos sin los cuales dejaríamos de vivir.  La barrera entre el interior de nuestro cuerpo y el resto de la vida de este planeta está siendo franqueada constantemente; en forma de alimentos, pero también a veces en forma de organismos parasitarios que nos provocan enfermedad.  Nuestra existencia entera es terrícola, material, vida y polvo de este pequeño planeta que gira en torno a este sol mediano en esta galaxia inconspicua de este rincón del universo material.  Nacimos todos con fecha de caducidad y cuando ésta nos llegue, seremos reciclados en el polvo y agua y aire de esta Tierra como sucede con todo ser viviente —desde la ballena más grande hasta el microbio más microscópico.

Fuera de esta existencia terrícola no hay existencia para nosotros.  Aunque se ha especulado mucho con «el cielo», nada hay en el testimonio bíblico que obligue a interpretar que sea posible nada reconocible como vida humana fuera de los parámetros de esta Tierra.  Las especulaciones sobre «el cielo» tienden a imaginar una especie de existencia inmaterial, insustancial y eterna, donde nunca pasa nada y la dicha es invariablemente dichosa y la luz no conoce ninguna sombra.  Eso estará muy bien para los que les guste la idea, pero en principio no parecería ser vida ni encerrar ningún interés.  Parecería más bien un no existir ni vivir ni experimentar ya nada, insensibles a cualquier estímulo, dejando deslizarse los siglos sin siquiera saber que han pasado.

La esperanza de la Biblia es siempre esperanza terrícola, esperanza material, donde el ser humano sabe que está vivo y por tanto tiene sueños y deseos y satisfacciones.  Donde conoce el amor y observa el paso del tiempo.  Una Tierra redimida, desde luego; con un sistema político donde ahora gobierna Dios mismo para beneficio y felicidad de todas las personas en igualdad y justicia.  Una vida libre de enemigos que destruyen y de tentaciones imposibles de dominar.  Pero en cualquier caso, siempre vida viva, vida por tanto material, vida terrícola.  Por consiguiente en la Biblia, allí donde «el cielo» se describe como apto para morada humana, que no sólo divina, éste viene a concebirse como una especie de copia (o tal vez Original) de la Tierra, salvo que sin tristeza ni maldad.

¿Para qué vino Cristo al mundo?

Para enseñarnos cómo vivir en esta Tierra.  Para vivir él mismo entre nosotros como viviría Dios si fuese un ser humano, para vivir él mismo entre nosotros como viviría un ser humano si fuese plenamente divino.  Vino para arrancar de nuestros corazones las motivaciones egoístas y la maldad ancestral que viene estropeando nuestras vidas personales y nuestra sociedad humana.  Para alumbrar nuestras tristes vidas con un rayo de su luz pura, haciéndonos conocer la dicha de amar y ser amados incondicionalmente, por pura gracia divina, con misericordia y paciencia para todos…

Es verdad que como seres biológicos que somos, nacemos programados para desear prolongar nuestra existencia biológica.  Especialmente en aquellos casos donde la vida se trunca inesperadamente por guerra o violencia, accidente o enfermedad —o donde la vida es terriblemente desdichada por la maldad sufrida o por discapacidades terribles o dolor o sufrimiento físico o psíquico— cuando llega la muerte, nos parece que ha sido poca la vida: demasiado breve y demasiado mezquina.  Anhelamos que hubiera una segunda oportunidad que es, al parecer, lo que viene a ofrecer la promesa de resurrección.

Esto también vino a conseguirnos Cristo al mundo.  Naturalmente, no soy yo quién para tener ni la más remota idea de qué es o cómo funcionará eso.  Confesada libremente esa ignorancia, tengo el atrevimiento sin embargo de opinar —por cuanto observo que otros también opinan sin tampoco saber.  Me parece que para que la resurrección lo sea de verdad, tiene que ser como vida plenamente humana.  Y para que la vida sea plenamente humana, tiene que ser terrícola.  No digo que el Señor no sea libre de montarse la eternidad como le venga en gana; lo que digo es que con lo que pone la Biblia se ha montado mucha fantasía y mucha especulación que se hace pasar por doctrina bíblica.  Al final del Apocalipsis, lo que veo es que la Nueva Jerusalén baja del cielo y se queda anclada a la tierra.  Tierra nueva con un cielo nuevo, bien es cierto.  Pero siempre tierra; porque a mí me parece que cualquier otra existencia sería no humana —es decir, inhumana, intolerable e indeseable para nosotros, un castigo y no una recompensa.

¿Cuál es el destino último de la humanidad?

Me parece que la Biblia nos ofrece con cierta claridad la esperanza de que el último destino de la humanidad es cumplir con el plan original con que fuimos creados al principio.  Que realicemos plenamente toda nuestra vocación como seres divinos creados a semejanza del Creador, en comunión y armonía con Aquel que nos redimió y quiere que le llamemos Papá.  Y que vivamos plenamente toda nuestra realidad como seres terrícolas, materiales y vivos, en medio de infinidad de otros seres vivos, de los que nos alimentamos y a los que nuestros cuerpos alimentan.

¿Qué será de nuestros hijos y nietos?

Esta es la pregunta del millón, la pregunta que no desaparece por mucho que soñemos con otras configuraciones de la realidad, donde tal vez fuera posible seguir siendo humanos sin ser ya terrícolas.

No sería natural —sería una abominación— desentendernos de nuestra descendencia, dedicarnos a ser felices y salvar nuestras «almas» y despreocuparnos de dejarles a ellos una tierra infértil, esquilmada, con atmósfera malsana y océanos sin vida.  No ama a sus hijos quien se excusa de desearles una vida tolerable en esta tierra, con el cuento de que al menos salvarán el alma.  ¿Desde cuándo hacía falta, para que nuestros hijos puedan heredar la vida eterna, consumirnos nosotros todo lo bueno que podía ofrecer esta tierra?  Si era tan buena la vida eterna sin existencia material, ¿por qué esta generación presente se empeña tanto en consumir ella sola —sin dejar nada para nadie que venga después— todo lo que brinda esta tierra?  El problema tal vez no sea tanto que falta «pasión por las almas» sino que hemos abandonado el amor natural por nuestros descendientes.  Nos hemos vuelto una generación grosera y abominable, que sólo piensa en sí misma.

Cuando Cristo vuelva, que nos encuentre amando y viviendo como él nos enseñó a vivir y amar.  Que reciba una bienvenida digna de un Rey: una tierra cuidada y mimada, ajardinada, limpia y en paz, donde apetezca traer a su descanso definitivo la Nueva Jerusalén.

Bueno…  Es una opinión.

Otros artículos en este número:

Volver a la portada


imprimir

DESCARGAR
para imprimir

 


Ver números anteriores de
El Mensajero


Copyright © septiembre 2011 – Anabautistas, Menonitas y Hermanos en Cristo - España

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Las especulaciones sobre «el cielo» tienden a imaginar una especie de existencia inmaterial, insustancial y eterna, donde nunca pasa nada y la dicha es invariable­mente dichosa y la luz no conoce ninguna sombra.  Eso estará muy bien para los que les guste la idea, pero en principio no parecería ser vida ni encerrar ningún interés.

Cielo