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Nº 111
Mayo 2012

Un desafío apasionante
por Julián Mellado
Jesús

Después del Holocausto, hubo que replantear muchos asuntos de fe y pensamiento. Esto es lo que han intentado hacer pensadores y teólogos. De pronto se dieron cuenta que había que traducir a nuestro lenguaje y a nuestro tiempo aquello que marcó la fe de antaño.

Un ejemplo: En el mundo antiguo se creía que el universo eran tres pisos. En el cielo habitaban los dioses (o Dios). La tierra era el lugar de los hombres. Y bajo tierra, el lugar de los muertos. Pero con nuestro conocimiento del universo, no es posible mantener esa cosmovisión de la antigüedad. Puedes hablar del «cielo» como metáfora, en todo caso…

Y así sucesivamente, con otros muchos temas. La tarea era difícil, pero urgente. Si no, la fe se quedaría obsoleta y no diría nada al hombre moderno. Es un desafío apasionante. Y lo que llama la atención es cómo Jesús brilla por sí mismo, no importa el paradigma cultural donde uno esté. Jesús es siempre el referente, el criterio central de toda experiencia de fe. Desde esta perspectiva, Dios se convierte en misterio.  No sabemos qué es, como si fuera un objeto cualquiera que se puede estudiar.  Lo podemos identificar a esa fuerza que nos habita, a esa profundidad de Vida que experimentamos. Quizás la palabra que lo resume es la de «Presencia», pero sin intentar definirlo.

La oración se vuelve entonces una meditación, un entrar en la profundidad del Vivir.  Una reorientación  del propio espíritu según los valores de Jesús. Todo ello nos lleva a identificar lo divino con la Compasión, el Amor, la Justicia, la Libertad y la Verdad. No conviene olvidar que ese Misterio, esa Vida, esa Fuerza se encuentra en todo ser humano. Pero Jesús nos enseña a vivirla en plenitud, en una vida entregada a los demás. A nosotros nos corresponde hacer visible esa Presencia.

Quizás podamos presentar «la salvación» de esa manera: como la plenitud del ser humano. Podríamos decir que es encarnar en nuestras vidas el Amor, como ya lo hizo Jesús de Nazaret. Claro está que uno es libre para rechazar esa llamada que brota del interior.

¿Es que  nuestros dogmas y nuestras doctrinas explican realmente a Dios y al hombre?  El Amor es universal y atraviesa toda vida humana. Aunque no todo el mundo responde a ello de la misma manera. Existen también los fugitivos del amor. Debemos confiar en la compasión. Es más, es impresionante pensar que cuando los hombres nos tratamos con Amor verdadero, solidario, «lo divino acontece entre nosotros».

Por eso el evangelio es liberador.  Nos lleva a la Vida verdadera.

Una iglesia debería ser por lo tanto un lugar de encuentro, de compartir, con libertad. Un lugar donde discernir la Voz de Jesús. Un lugar de  compasión, solidaridad y búsqueda de lo verdadero. Además un lugar de auténtica amistad, de lealtad, de fiabilidad. Un signo de que otra humanidad es posible.

Quizás lo que necesitamos es una fe cada vez más sencilla, que se abra al asombro de la Vida.  Una confianza que es consciente del Silencio interior que nos llama al amor, consciente de ese Abba (Papá) que nos interpela.  Tratemos pues de vivir esa gratuidad que da la compasión.

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