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  Nº 122
Mayo 2013
 
  Dios es amor

Nueve pecados de ayer, de hoy y de mañana (XIII)
por José Luis Suárez
Creados a imagen de Dios (2)

En el artículo anterior (El Mensajero, abril 2013) vimos la primera triada de pecados que destruye la imagen de Dios en el ser humano: la lujuria, la ira y la pereza; y cuál debería ser la imagen de Dios en el ser humano en oposición a estos tres pecados.

En este artículo veremos cómo el pecado arraigado del orgullo, de la envidia y de la vanidad, pueden ser transformados en imagen de Dios con la fuerza del amor.
Cuando hablamos de pecado arraigado e imagen de Dios en el ser humano, estamos hablando de dos caras de una misma moneda. Son las virtudes y los defectos, luces y sombras; lo divino y lo humano que caminan de la mano. Es tomar consciencia de la realidad divina en nosotros, así como también del lado pecaminoso. El bien y el mal constituyen un aspecto permanente de la condición humana y la vida cotidiana nos enseña que esto es parte de nuestra existencia en este mundo. Cada día nos enfrentamos con esta realidad. No es un tema que resolvemos una vez para siempre, ya que cada día elegimos cómo quere­mos vivir.

Segunda fuerza o triada de la imagen de Dios en el ser humano

La imagen del amor de Dios en el ser humano es distorsionada con la fuerza destructiva de los pecados de orgullo, envidia y vanidad —que tienen en común que su fuerza nace del corazón, de la parte más sensible y vulnerable del ser humano. Todos asociamos el corazón con el sentimiento del amor.

Para esta triada lo que cuenta es el mundo de los sentimientos, por lo que el centro de la vida de estas personas en su relación con los demás y su entorno gira alrededor de los sentimientos.

Cuando este tipo de personas se dejan dominar por el pecado arraigado, es su imagen y el apego a su ego su auténtica identidad. Lo que cuenta es el desarrollo de esa imagen y el complacer a los demás para ganar aprobación. Los méritos, la valoración, el reconocimiento, el prestigio y la imagen de uno mismo es lo más apreciado en sus vidas.

Su lema en la vida es: «Sé que valgo, por todo lo que realizo; y es por ello que los demás me quieren».

Dios es amor

La imagen del amor de Dios en el ser humano es distorsionada por el pecado del orgullo, la envidia y la vanidad. Esta imagen del amor de Dios es lo opuesto al pecado arraigado de las personas orgullosas, envidiosas y vanidosas, las cuales distorsionan el amor al entenderlo como el resultado de sus méritos en lugar de un don gratuito.

Amor es el mismo nombre de Dios. Todo lo que tiene que ver con el amor tiene que ver con Dios y por ese mismo hecho, en toda manifestación de Dios está el amor.

Este amor divino no tiene reservas ni exclusiones. Es un amor universal que se extiende sin límites ni fronteras, sin exclusiones y sin condiciones. Es gratuito y perdurable. Es esta imagen de Dios en el ser humano lo que permite a las personas de la triada del corazón, cuando son liberadas del orgullo, de la envidia y de la vanidad, amar sin las condiciones internas que les dicta su pecado arraigado.

La imagen del amor de Dios por excelencia en el Nuevo Testamento, es la Parábola del hijo pródigo, que encontramos en el evangelio de Lucas 15,11-32. Esta historia entrañable y llena de detalles profundos de amor, nos hablan de un Dios que rompe todas las medidas, usos y costumbres. Cinco son en este relato los verbos que de forma activa nos hablan del amor:

  — Lo vio a lo lejos. El padre lo vio porque lo estaba esperando.
  — Se conmovió profundamente. La compasión no mira al pasado.
  — Echó a correr. El amor no espera de forma pasiva la acción del otro.
  — Lo abrazó. El padre manifestó de forma visible el amor.
  — Le cubrió de besos. El beso es uno de los símbolos más poderosos del amor.

Este amor divino no atiende ni espera disculpas ni explicaciones. Es el amor de un padre que toma cinco decisiones escandalosas que no caben en la mente humana:

  — Le puso el mejor vestido.
  — Le colocó un anillo en su mano.
  — Le dio sandalias para sus pies.
  — Mandó matar el ternero cebado para celebrar.
  — Organizó una gran fiesta.

El relato está lleno de simbolismos que equivalen a devolver al hijo su dignidad de hijo de familia noble. Matar el ternero cebado es lo que se hacía en las familias en la mayor fiesta del año. Las cinco decisiones del padre suenan a una gran celebración y fiesta.

Es importante reparar en el comportamiento del padre con el hijo cuando vuelve después de malgastar su herencia, ya que no encontramos ni una palabra de reproche. Un comportamiento escandaloso para nuestra lógica humana en la que lo que uno hace lo paga, y lo que uno logra es debido a sus esfuerzos y no al regalo de otros.

Toda la vida de Jesús es un reflejo de lo que Él decía de Dios; todo es un don gratuito.

Esta realidad de la imagen del amor de Dios en nosotros que encontramos en esta Parábola del hijo pródigo, que es la que Dios quiere que esté presente en nuestra vida, aunque el pecado arraigado del orgullo, la envidia y la vanidad lo dificultan enormemente, como vemos en la reacción del hermano mayor de la historia que contó Jesús.

El hermano mayor que aparece al final de esta historia parece aguar la fiesta con sus comentarios y forma de actuar. Su enfado hacia su padre que nos parece hasta normal, no es sino la manifestación de su pecado arraigado.

En primer lugar aparece el orgullo que le impide disfrutar de la belleza del amor cuando dice: «Desde hace muchos años vengo trabajando para ti, y tú jamás me has dado ni siquiera un cabrito para hacer fiesta con mis amigos». La persona orgullosa no puede soportar no ser el centro del universo, por lo que es insensible al amor que siente el padre al ver a su hijo de vuelta. La persona orgullosa es incapaz de percibir el sufrimiento de los demás y de ponerse en su lugar. El orgullo es el pecado que nos impide ver la imagen del amor de Dios en los demás y en uno mismo.

La persona orgullosa evita reconocer que tiene necesidades. Más aún no admite que las tiene y solo piensa que los demás son los que necesitan de ella, por lo que su vida es una constante entrega a los demás para que la amen.

En segundo lugar el hermano mayor es envidioso y no puede soportar que su hermano reciba lo que él debía haber recibido. «Y ahora resulta que llega este tu hijo, que se ha gastado tus bienes con prostitutas, y mandas matar en su honor el becerro cebado». El pecado de compararse con los demás es tan notable en el hermano mayor, que se irritó y no quiso entrar en la casa para celebrar la fiesta. A la persona envidiosa le cuesta alegrarse del bien de los demás.

En tercer lugar el hermano mayor es vanidoso, ya que considera que el amor se consigue a base de méritos: «Muchos años he venido trabajando para ti». Considera que el amor se recibe cuando la persona se esfuerza y trabaja; el éxito es siempre el resultado de las capacidades que la persona tiene. No puede soportar el hecho de que su hermano reciba de forma gratuita de parte de su padre todo lo que ve, sin ningún esfuerzo y ni siquiera arrepentimiento. Es incapaz de entender el amor, porque considera que éste es la recompensa para la persona que lo merece por sus buenas acciones.

La persona vanidosa acaba identificándose con aquello que hace y no con lo que es, y no entiende la gratuidad del amor.

Debemos reconocer que nosotros pertenecemos a la generación de la acción en la que el lema es hacer más y sentir menos. Esto es lo que le ocurre al hermano mayor, que no entiende la razón por la que el padre da al hijo todo lo que le da, sin haber hecho méritos.

Las tres actitudes del hermano mayor de esta historia son tres modelos que indican: «Yo me las valgo por mí mismo; sé que valgo porque consigo las cosas; y valgo debido a lo que realizo». Toda acción es vista como una inversión de la que se espera resultados y no como un don gratuito.

Conclusiones finales

La historia del hijo pródigo nos enseña que Dios no nos ama por lo que hagamos o dejemos de hacer, sino que somos amados por lo que somos —creados a imagen de Dios— aunque no siempre seamos aquello que debiéramos ser.

También nos enseña que el valor supremo de la vida no se mide ni por el fracaso ni por el éxito sino por la gratuidad.

El gran desafío para las personas orgullosas, envidiosas y vanidosas es:

  — Ser conscientes de su pecado arraigado.
  — Ser conscientes también de la imagen del amor de Dios.
  — Dejarse guiar por este amor en sus pensamientos y acciones.

 
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