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  Nº 123
Junio 2013
 
  Diccionario de términos bíblicos y teológicos

adoración — (1) Sentimiento y (2) acto de reverencia y devoción impar, del ser humano frente a Dios.  (Existe un segundo sentido, como amor inmenso por una persona: «Marta siente adoración por su bebé», así como de afición superlativa por alguna cosa: «Adoro las fresas».  Son usos del término que no nos interesan aquí.)

1. La adoración —como el amor, la vergüenza o la alegría— es un sentimiento que nos es más fácil reconocer e identificar cuando se produce, que describir.  Sospecho que es universal en el alma humana cuando nos enfrentamos ante lo inefable, lo que nos supera y penetra desde el más allá como visión (o sensación) de una Realidad infinitamente superior, poderosa y bella, que serena nuestras inquietudes y nos recoloca en armonía con el universo entero.

Hay en la adoración elementos de admiración, alegría espontánea, amor y ternura, impresiones de luminosidad, belleza incomparable, honda felicidad.  Hay también un no sé qué de respeto y reverencia —acaso temor y espanto—, un reconocimiento de la pequeñez humana, la fragilidad de nuestra existencia, la extraordinaria brevedad de la vida que se enciende como una vela y puede ser extinguida con un soplo. Todo esto en comparación con la eternidad sin fin de la divina existencia, Roca eterna, cimiento firme e inmutable del que recibe lo que acaso tenga de estabilidad el universo entero.  Como un pajarito que tiembla en nuestras manos aunque nuestra única intención sea curar sus heridas, así siente temblar su existencia el ser humano en adoración de Aquel que es inmenso y nos sostiene cada día en su mano con infinita bondad.

En la adoración no es extraño —aunque algunos lo experimentan mucho más que otros— sentirse tan desbordado por la presencia del inefable, que los sentidos comuniquen al cerebro visiones, palabras o acaso melodías escuchadas, sensaciones extraordinarias, muchas veces imposibles de describir, aunque otras veces perfectamente aptas de ser relatadas como sueño o visión o profecía.  Tampoco es infrecuente —aunque para unos mucho más que para otros— que de la boca broten palabras ininteligibles, un lenguaje del espíritu que aparta del control el raciocinio, para encumbrar otra dimensión —espiritual— de nuestra existencia.  Es frecuente —aunque no para todos— sentir tan desbordados los sentimientos, que afloran las lágrimas en los ojos.  En la adoración es también posible —tal vez no tan frecuente— caer postrado, rostro en tierra.

La adoración es la sensibilidad humana a la impresionante gloria y majestad de la Presencia divina, que se digna acercarse a nuestros frágiles corazones y tener comunión con nosotros.

2. La adoración es también un acto no espontáneo, antes bien expresión plena de la voluntad humana, de reconocimiento de la presencia y grandeza de Dios con gestos y palabras.  Un inmenso repertorio de gestos son posibles: agachar la cabeza o bien alzar el rostro; plegar las manos o bien elevarlas hacia el cielo, ponerse de pie o bien arrodillarse o postrarse rostro en tierra, bien sea de rodillas o tumbado en el suelo.  La adoración puede hallar expresión con palabras espontáneas, con rezos o poesías aprendidas de memoria, con himnos y salmos y demás repertorio de cánticos espirituales.

La expresión musical es, de hecho, en la tradición cristiana, una de las más sublimes y universales formas de adoración.  Desde una cantata de Bach o el Mesías de Händel, una misa de Mozart o Beethoven o el Te Deum de Bruckner, pasando por la inmensa colección de himnos evangélicos y breves coritos que se pueden repetir multitud de veces seguidas, hasta las melodías y armonías espontáneas del «cántico nuevo» —en lenguas normales o bien ininteligibles.  Con toda una orquesta sinfónica o con banda de instrumentos eléctricos, tal vez solamente con instrumentos de percusión o con una guitarra.  O sin instrumento alguno.  Con bellas armonías o al unísono.  La musical es para los cristianos una de las formas más normales de expresar adoración.

Es también una de las más sublimes formas de adoración, la obediencia a los mandamientos divinos.  La imitación de Jesús.  Vivir como él vivió y se desvivió por el prójimo.  Perdonar a los que nos han hecho daño, amar a los que nos odian, saludar a los que nos rehúyen y nos miran mal.  Ayudar a los necesitados, dar limosna, mantener con los diezmos la iglesia.  Mantener nuestros cuerpos en esa santidad que es propia de los que han sido adoptados como hijos de Dios, para su gloria.  Y otras mil maneras, imposibles de enumerar aquí, de vivir conforme a la Voluntad de aquel que nos amó y nos redimió cuando estábamos perdidos.

Todas estas formas de adoración no son sentimiento, entonces, sino actos concretos, actos que podemos decidir hacer o no.  Sin esta adoración como acciones de obediencia a Dios, de poco parecería valer aquella otra adoración de sentimiento, que bien pudiera ser, si no, sólo sensiblería cursi y apariencia superficial de devoción a Dios.

—D.B.

 
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