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  Nº 137
Octubre 2014
 
  Cruzada
Las cruzadas, «una traición a la propia identidad cristiana».

Monoteísmo y terror
por Antonio González

En el año 1947 el filósofo francés Maurice Merleau-Ponty escribió la obra titulada Humanismo y terror, que era un intento desesperado de justificar los crímenes de Stalin, en la medida en que podían ser entendidos como males necesarios para la realización del «humanismo» comunista. Todo hay que decirlo: años después Merleau-Ponty terminó distanciándose definitivamente del comunismo. Sin embargo, el título de su libro nos muestra una diferencia entre el siglo pasado y el presente.

En el siglo XX, los grandes protagonistas de las acciones violentas fueron regímenes políticos seculares, tanto los regímenes totalitarios (fascismo, comunismo), como también las democracias liberales, todos ellos involucrados en las grandes carnicerías del siglo XX, especialmente a lo largo de las dos grandes guerras mundiales, y de los múltiples conflictos locales que se desarrollaron a lo largo de la «guerra fría».

Pero si el Dios único pide el amor al enemigo y la práctica de la no violencia, el monoteísmo sería entonces una fuente importantísima de paz y de tolerancia.  

En el siglo XXI, muchos pensarían que el principal protagonista del terror son los «monoteísmos». Casi cada día podemos leer en los periódicos la idea de que las religiones monoteístas están intrínsecamente relacionadas con la violencia que sacude el mundo, especialmente a partir de las acciones terroristas de grupos islámicos, y del establecimiento brutal de un nuevo «califato» en los territorios de Siria e Irak.

¿Es cierto que hay una conexión inherente entre monoteísmo y violencia? Usualmente encontramos dos argumentos. Por un lado se dice que el monoteísmo, al afirmar la existencia de una única divinidad, es intrínsecamente intolerante, porque trata de poner toda la vida humana bajo un único principio, lo que llevaría a la violencia contra los que no lo aceptan. Por otro lado, se afirma que la Biblia y el Corán confirman esto, porque ambos serían textos «violentos», en los que el Dios único aparece ordenando todo tipo de acciones brutales contra los que se desvían de su voluntad. Veamos esto más despacio.

En primer lugar, la historia humana no muestra que las religiones monoteístas sean más intolerantes que otras religiones.

Incluso en el presente encontramos un alto grado de intolerancia religiosa en contextos politeístas, tal como sucede en algunas regiones de la India, donde las minorías cristianas y musulmanas son perseguidas por la mayoría hinduista. En el budismo, presentado a veces como religión pacifista, hay que recordar que la práctica de la no violencia les corresponde a los monjes, y no a todos los que se han acogido a las enseñanzas del Buda. De hecho, el Dalai Lama legitimó la guerra del Golfo desde el punto de vista clásico de una «guerra justa».

Y por supuesto, la violencia y la intolerancia religiosa se siguen practicando en regímenes agnósticos o ateos, a veces en grados extremos, tal como sucede en Corea del Norte. No sólo eso. Habría que preguntarse si la caracterización global y gratuita de las religiones monoteístas como intrínsecamente violentas, tal como sucede con frecuencia en los medios de comunicación, no es un caso flagrante de violencia verbal, destinada a legitimar la intolerancia «democrática» contra determinados grupos religiosos, especialmente si éstos son minoritarios.

En segundo lugar, es cierto que el monoteísmo conlleva algún tipo exigencia radical hacia sus fieles, distinta de la que aparece en otras corrientes religiosas.

En contextos politeístas, los requerimientos de una determinada divinidad pueden contraponerse a las exigencias de otra. Uno puede, por ejemplo, seguir los consejos de Visnú, y no los de Shiva. En cambio, en el monoteísmo, la única divinidad es vinculante para todos los seguidores de esa religión. Sin embargo, esto, por sí mismo, no dice nada sobre la mayor o menor disposición de una religión a la tolerancia. Los dioses del politeísmo pueden ser unánimes en la aceptación de la violencia.

Del mismo modo, si el Dios único llamara a la violencia contra los que no piensan igual, o contra los «pecadores», los miembros de esa religión estarían vinculados a esa exigencia. Pero si el Dios único pide el amor al enemigo y la práctica de la no violencia, entonces nos encontramos con un proceso muy distinto, porque el monoteísmo sería entonces una fuente importantísima de paz y de tolerancia.

En tercer lugar, la presunta «violencia» de la Escritura tiene que ser adecuadamente interpretada.

En el mundo antiguo, la consagración de las poblaciones conquistadas a la destrucción (lo que el Antiguo Testamento llama herem) era una práctica habitual, que encontramos por ejemplo entre los pueblos indoeuropeos, y también entre los pueblos semitas del entorno de Israel, como nos muestra la estela del rey moabita Mesha, en el siglo IX a. C., en la que se usa precisamente la expresión herem respecto a la ciudad israelita de Nebo. Y, por supuesto, tanto los indoeuropeos como los moabitas eran politeístas.

La pregunta entonces es cuál es el lugar de esa violencia concreta en el contexto de las Escrituras judías y cristianas.

Aquí hay que decir que, ya en el Antiguo Testamento, la práctica del herem parece estar limitada a los hechos relacionados con la toma de la tierra prometida, de modo que en modo alguno puede entenderse como una práctica habitual, legitimada por la divinidad.

Respecto al resto del Antiguo Testamento es conveniente observar lo siguiente: El Dios de Israel se presenta a sí mismo como aquél que pelea las batallas de su pueblo, hasta el punto de que su pueblo no tiene que prepararse para la guerra (Ex 14,14). La confianza en Dios implica la exigencia de reducir el ejército, de tal manera que el pueblo confíe en su Dios, y no en sus propias fuerzas (Jue 7). De hecho, el Pentateuco señala que, en caso de que Israel llegue a configurarse como un estado, no podrá tener un gran ejército (Dt 17,14-20).

Esto nos muestra algo muy importante sobre las presuntas imágenes «violentas» de Dios.

En el mundo bíblico, el hecho de que Dios asuma roles de dominación no significa que estos roles estén legitimados entre sus seguidores. Todo lo contrario: lo que la Escritura piensa es que, cuando Dios asume esos roles, queda cuestionada su existencia entre su pueblo. Así, por ejemplo, si Dios es rey, se cuestiona la existencia de un rey en Israel (1 S 8). Si Dios es amo, se cuestiona y limita la institución de la esclavitud (Lv 25,39-55). Si Dios es guerrero, se cuestiona la existencia de un ejército. En definitiva, el monoteísmo, en Israel, está unido a la idea de un señorío directo, no mediado, de Dios sobre su pueblo.

De este modo, si Dios es señor, lo que se cuestiona es precisamente la existencia de otros señores. De ahí que Israel haya podido entenderse como una sociedad fraterna, en la que no habría que reproducir las injusticias, desigualdades y violencias experimentadas en Egipto.

Todo esto llega a su plenitud en el Nuevo Testamento.

Por una parte, Jesús propone una confianza en Dios tan radical que puede pedir, no sólo la reducción de los ejércitos, sino la renuncia radical a la violencia (Mt 5,39-41). Por otra parte, esta exigencia se entiende precisamente en el contexto de mostrar lo específico del monoteísmo de Israel respecto a los demás pueblos, incluso respecto a los pueblos que controlaban brutalmente a Israel (los romanos politeístas). Frente a ellos, el pueblo de Dios está llamado a ofrecer un testimonio radical de paz (Mt 5,44-48). Es decir, el Nuevo Testamento entiende que lo propio del monoteísmo radical ha de ser precisamente la no violencia.

Además, la historia de Jesús nos muestra una culminación muy peculiar de la asunción por parte de Dios de los roles de señorío. La afirmación de que Dios estaba en Cristo reconciliando el mundo consigo implica que en Jesús, y especialmente en su cruz, se muestra de una manera inesperada en qué consiste realmente ser rey, ser amo, y ser señor de los ejércitos. Después de haber asumido en exclusiva los roles de dominación, el Dios de Israel los destruye desde dentro, anulándolos en la cruz.

Esto, por supuesto, no es más que la versión cristiana del monoteísmo. Respecto al monoteísmo judío y musulmán, cada grupo tendrá que mostrar cuál es su posición respecto a la violencia.

Lo que a los cristianos les corres­ponde hacer es dar testimonio, en medio de una historia global de terror, de la novedad radical del monoteísmo de Jesús.  

En el caso del cristianismo, lo que hay que afirmar es que el uso de la violencia en nombre de Dios desde el siglo IV hasta el presente ha sido claramente una traición a su propia identidad cristiana, tal como aparece en la persona de Jesús y en la predicación apostólica. Esa traición fue sufrida de modos múltiples y directos, tanto por judíos como por musulmanes, a lo largo de los siglos.

En el caso del judaísmo, hemos asistido en el siglo XX a un cambio importante en la propia actitud respecto a la violencia. Muchos judíos lamentan que sus antepasados no ejercieran una resistencia violenta respecto al nazismo, lo cual vendría en el presente a legitimar casi cualquier violencia por parte del estado de Israel.

En el Islam, las historias fundacionales, en su interpretación tradicional, muestran un Mahoma que pasa de ser un profeta social en la Meca, donde pide tolerancia, a convertirse en un jefe de estado en Medina, dispuesto a usar la violencia contra sus enemigos. Que el Islam sea entonces intrínsecamente violento, porque su comprensión de la revelación definitiva de Alá legitima la violencia, es algo que, ante todo, tendrán que aclarar los mismos musulmanes.

Sin embargo, para el cristianismo esa violencia intrínseca no sería ninguna sorpresa, al menos en un sentido: desde el punto de vista de Jesús, solamente el pueblo elegido se caracteriza por una práctica consecuentemente no violenta. El que todos los demás pueblos, monoteístas o politeístas, religiosos o ateos, recurran a la violencia, pertenece más bien a lo usual en un mundo que no ha acogido la revelación definitiva del único Dios.

Lo que a los cristianos les corresponde hacer, en ese caso, no es precisamente aplaudir el uso de la violencia de unos grupos violentos contra otros. Lo que les corresponde hacer es dar testimonio, en medio de una historia global de terror, de la novedad radical del monoteísmo de Jesús.

 

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