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  Nº 138
Noviembre 2014
 
  Diccionario de términos bíblicos y teológicos

diablo, Satanás — El acusador, calumniador o difamador. Sus métodos, la mentira y el engaño. Su objetivo, la muerte y destrucción de las personas. Su función por la que Dios permite que exista, poner a prueba a las personas, para que se compruebe el nivel de compromiso que tienen con Dios y con sus mandamientos. Su destino, la «segunda muerte» o desaparición final.

Esto de ser acusador, calumniador o difamador es, en primer lugar, una descripción de una forma de comportarse en relación con el prójimo. En su vertiente más próxima a la mentira, manifiesta una clara enemistad y mala intención meditada, lo retuerce y manipula todo para presentar a su víctima en la peor luz posible, arruinar su reputación, enemistarla de sus amigos y su familia. «No seáis diablas», exhorta el apóstol en Tito 2,3. En su vertiente como fiscal en un tribunal, sin embargo, el acusador procurará respetar escrupulosamente la verdad al presentar sus evidencias; y en este caso no existe animadversión personal, sino sencillamente el desempeño de una función legítima dentro del desarrollo de la justicia.

Tanto la calumnia como la labor fiscal pueden desembocar en «muerte social» (el aislamiento de las relaciones humanas que dan sentido a nuestras vidas), así como en muerte real (por linchamiento o por ejecución).

No obstante, aunque en la Biblia el término griego diábolos y el hebreo satán pueden referirse a cualquier persona que se comporta así, hay una segunda acepción que tiende a acaparar la atención de los creyentes.

Sería, por una parte, la del diablo como personificación espiritual de nuestra experiencia de tentación, donde se pone a prueba nuestra fidelidad a Dios y se comprueba la fuerza o debilidad de nuestra conciencia, nuestra opción por el bien o el mal.

Y por otra parte, la de Satanás como adversario tal vez de Dios y enemigo por supuesto de Israel o de la humanidad; un ser que procura destruir la paz y la armonía entre los hombres, y entre la raza humana y Dios.

La fuerza con que nos puede tentar la tentación al mal es tal, que resulta natural atribuirla a una presencia maligna, exterior a nosotros mismos. Descubrimos que nuestros pensamientos se envenenan y retuercen, se vuelven obsesivos para imaginar y recordar —sin nunca perdonar— insultos y males, verdaderos o falsos, que hemos padecido. La acusación sucede en nuestra propia mente y se vuelve compulsiva, aparentemente imposible de frenar. A veces ese círculo vicioso que atrapa nuestra mente en acusación sin perdón, puede dirigirse contra nosotros mismos: hundiéndonos en un sentimiento de ser malas personas que no tenemos perdón, ni divino ni humano.

La tentación es una puesta a prueba de la firmeza o no de nuestra determinación moral y nuestra fe en las verdades de Dios. Es en la tentación que discurre en nuestra mente, que se confirma cada día si somos la clase de persona que anhelamos ser. Quien cae en esa prueba, descubre el camino que le queda por andar. Quien se mantiene firme, glorifica en ello a Dios. En un sentido y en el otro, aunque «Dios no es tentado por el mal ni tienta a nadie» (Stg 1,13), la figura del diablo no deja de ser útil para los propósitos de Dios. Porque del resultado de la tentación puede venir, o un deseo renovado por enmendarnos, o bien la gloria a Dios que produce nuestra fidelidad.

De ahí que todo ser humano está obligado a tratar con el diablo. Hasta Jesús tuvo que vérselas con la tentación (en el desierto y en Getsemaní, por ejemplo), sin la cual la firmeza de su fidelidad a Dios jamás se podría haber manifestado.

La figura bíblica del Satán es, si cabe, aún más desagradable que la función del diablo. En el Antiguo Testamento, donde se ve con mayor claridad su función es en el libro de Job. Allí tiene la doble función de cuestionar ante Dios la integridad de los seres humanos, y después la de someter a prueba a esos propios seres humanos con sufrimiento, injusticia, enfermedad y todo tipo de males, hasta que se confirme si son o no personas justas.

Satanás es, entonces, el enemigo de todas nuestras pesadillas. Es sencilla la receta contra el diablo, en tanto que tentador: «Resistid al diablo y huirá de vosotros» (Stg 4,7). Pero contra las pruebas de Satanás es mucho más complicado, como descubrió Job. El Apocalipsis afirma que los mártires han vencido al morir por Cristo, lo cual indica que es posible vencer. ¡Pero vaya precio! Lo curioso es que el Nuevo Testamento no deja ver ningún temor a Satanás. Al contrario, aquellos cristianos veían como privilegio y gozo inmenso vencer así a Satanás y glorificar así a Dios.

En el Apocalipsis aprendemos que el diablo y Satanás y la Serpiente del Edén son la misma figura (Ap 20,2). Y aprendemos que al final será eliminado en un «lago de fuego» que es, en efecto, «la segunda muerte»; es decir, su desaparición definitiva y final (Ap 20,10.14).

—D.B.


 
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