Colección de lecturas
 

PDF De lo que significa congregarnos

Corrientes anabaptistas
La historia en conversación con el presente


Anabaptist Currents: History in Conversation with the Present
Carl F. Bowman and Stephen L. Longenecker, eds.
Copyright © 1995 Forum for Religious Studies
Bridgewater College — Bridgewater, Virginia (USA)
Traducción: Dionisio Byler, 2008, para www.menonitas.org


Conversación IV — El culto anabaptista (2)

De lo que significa congregarnos
por Robert R. Miller

Extendían sus brazos y se golpeaban el pecho y gemían durante sus oraciones.  Era imposible entender ninguna palabra que pronunciaban puesto que constantemente elevaban sus ojos al cielo y gimoteaban, «bufando y respingando como un jamelgo cansado que tira de un carro pesado» [1].

Esta descripción nada halagadora de la oración de los anabaptistas puede tipificar el reto que emprende la presente ponencia: sugerir formas contemporáneas de culto que puedan ser expresivas y a la vez fieles a nuestro legado anabaptista.  Con toda la riqueza y profundidad que pueda tener nuestra tradición de culto, hay que preguntarse si a veces nuestros cultos anabaptistas, hoy día, no harán recordar también a los participantes y observadores, aquel «jamelgo cansado que tira de un carro pesado».

Culto

El culto se ha definido de diversas maneras.  En el inglés medieval, la palabra worthscipe (de donde deriva la palabra moderna worship) venía a significar «atribuir a Dios los méritos que Dios se merece».  James White define el culto cristiano como «el acto deliberado de procurar acercarse a la realidad en su nivel más profundo, tomando consciencia de Dios en y por medio de Jesucristo, y como respuesta a esta consciencia»[2].

Para los anabaptistas, entender que la liturgia abarca el culto y también el trabajo es meridional para su identidad.  William Willimon nos recuerda que «el “culto” no sólo tiene que ver con lo que sucede en determinado lugar y momento sagrado, sino con la totalidad de la existencia del cristiano.  El término hebreo ‘abad (servir) se emplea tanto para el trabajo como para el culto» [3].  Aunque se suele asociar con determinadas formas de orden de culto —y en algunos casos con la Eucaristía [4]— el término griego leiturgia significa literalmente «la obra del pueblo».  Como observa Ken Morse, «puede significar un servicio al mundo realizado a través de la iglesia, tan propiamente como referirse a actos de culto público» [5].

De manera que  «liturgia» tiene un sentido doble.  Y lamentablemente, los anabaptistas adolecen de un desequilibrio litúrgico, habiendo enfatizado la dimensión de las obras y rebajado la dimensión de adoración.  Y lo que resulta más desconcertante es que tal desequilibrio puede poner en peligro la vida.  Rebecca Slough hace referencia a la comunidad Sojourner’s en  Washington, D.C., cuyo «énfasis primordial fue al principio el servicio y la justicia social […] pero pronto descubrieron que no podían mantener ese ministerio sin una vida de adoración dinámica» [6].  Aunque las comunidades contemporáneas de Hermanos y de Menonitas pueden sobrevivir, rebajar la dimensión litúrgica que se expresa como culto o adoración ha contribuido a una desnutrición espiritual.  Si quieren evitar parecerse a aquel «jamelgo cansado que tira de un carro», tendrán que aprender a mantener una tensión creativa entre ambas dimensiones litúrgicas: la del culto y la de sus obras.

La insistencia anabaptista en que el culto abarca la totalidad de la vida y no sólo el reino religioso, guarda relación estrecha con su manera de entender los sacramentos.  Un punto determinante de discrepancia con la Iglesia Católica fue el rechazo anabaptista de los sacramentos como opus operatum, como algo que tiene en sí mismo y por sí mismo un poder para trasmitir la gracia de la vida eterna [7].  Con ello «no pretendían negar la dimensión sacramental en la vida sino expresar que toda la vida se halla bajo el dominio divino y es por tanto especial» [8].

Lauree Hersch Meyer resume la opinión de los anabaptistas en general y de los Hermanos en particular cuando asevera: «Puesto que creen que Jesús es el sacramento salvífico de Dios para el mundo, los Hermanos opinan que al hacerse miembros del cuerpo de Jesús, los que se bautizan en Cristo se comprometen a la vida entera como un sacramento» [9].

El culto en la vida de la congregación

En sintonía con esta manera holista de entender las cosas, los anabaptistas primitivos no solían sentirse inclinados a ver el culto o la adoración como algo diferente que las demás actividades de la vida de la congregación, como algunos lo ven hoy día.  El culto, la adoración, estaba en todas partes:

Cuando los anabaptistas se reunían leían la Biblia, oraban, escogían sus líderes, se exhortaban unos a otros a permanecer fieles en la persecución, rompían el pan juntos, bautizaban, debatían con los que se encontraban presentes pero no eran miembros.  Cada función se celebraba bajo su propia rúbrica y por su propio valor intrínseco, sin que hubiera que apostillar ninguna de «culto» [10].

El culto era también el contexto para tratar diversas cuestiones prácticas y los asuntos de la congregación, así como la disciplina eclesial [11].  A la luz de las obsesiones modernas con la privacidad y la individualidad, ¿no habría que tipificar la disciplina teológica y ética que pudiera existir en las congregaciones anabaptistas de hoy día, como algo que tiende a suceder más en la trastienda, con las puertas cerradas, que en el contexto del culto de la congregación?  Cuando los asuntos prácticos de la comunidad se han relegado a reuniones separadas, mientras que la disciplina teológica y ética ha quedado relegada a poco menos que el olvido, el culto de por lo menos algunos anabaptistas hoy día se ha cercado y definido tan estrechamente, que hablamos del culto como algo a lo que «vamos» los domingos, entre las 11 y las 12 de la mañana.

Sin proponernos un retorno literalista ni la recuperación de modelos antiguos, debería ser posible anotar que cuanto más se separa el culto del resto de la vida, tanto menos nos sentiremos inclinados a tomárnoslo en serio; y tanto menos probable será que en los años futuros el culto pueda dar forma a una forma de vivir que sea auténticamente anabaptista.  tanto nuestra piedad individual como nuestra vitalidad corporativa se verá disminuida en la medida que el culto venga a ser sencillamente una más de las actividades a las que asistimos, en lugar de un continuo «atribuir a Dios los méritos que Dios se merece».  Como observa John Rempel al describir la dimensión ética del culto de las iglesias de creyentes, «adoramos a Dios tan plenamente en nuestros días esparcidos como en nuestra hora reunidos» [12].  Tal vez esto, tanto como cualquier otra cosa, tipifica la manera anabaptista de ver el culto, la liturgia y la dimensión sacra que lo abarca todo en la vida, que ha distinguido esta tradición y que ha de conservarse y aplicarse fielmente en los años venideros.

Prácticas tradicionales de culto y adoración

Intentar identificar las prácticas de culto tradicionales de los anabaptistas es una empresa más bien especulativa, puesto que nuestras fuentes primarias son tan escasas.  Como ha sugerido alguien, es difícil escribir acerca de cómo celebrar el culto cuando se celebra a escondidas, huyendo de cueva en cueva.

Las evidencias que sí tenemos nos indicarían unas formas harto sencillas.  Harold Bender observó que: «Puede caber muy poca duda de […] su sencillez. […] Incluía, básicamente, por lo menos después de los días iniciales, la lectura de la Escritura, la oración, la predicación y los cánticos» [13].  Observó, además, que: «El orden del culto y la forma de culto tanto en Europa como en América han sido siempre sencillos, sobrios y no litúrgicos, enfatizando siempre el sermón» [14].  Dedicaremos ahora brevemente la atención a las tradiciones de lectura de la Escritura, oración, predicación y cánticos, así como los actos rituales medulares del culto tradicional anabaptista, antes de proceder a estudiar algunos de los principios fundamentales sobre los que se asientan.

Lectura de la Escritura

Según Harold Bender, «La elevada autoridad de la Biblia […] la situó en el centro del culto; y su lectura y explicación, es decir la exhortación desde ella, fue el elemento más importante» [15].  Por mucho que se pueda discrepar en cuanto al culto anabaptista, casi todos estarían de acuerdo en que la Biblia debe seguir estando en el centro del culto corporativo.
Comparando a los Hermanos con el movimiento protestante en general, Carl Bowman ha observado que: «La interpretación directa individual de la Escritura puede que sea un rasgo característico del protestantismo mayoritario, pero no lo fue de los disidentes como los Hermanos, que fueron comunitarios tanto en su hermenéutica como en su eclesiología» [16].  Si bien pervive un acuerdo generalizado entre los anabaptistas acerca de la centralidad de la Escritura y la necesidad de una hermenéutica centrada en la comunidad, parece mucho más difícil llegar a un acuerdo sobre casi ninguna otra cosa con respecto a la Escritura.

Los Hermanos de Schwarzenau evitaron el uso de ningún credo, creyendo que los tales acabarían por limitar su búsqueda de iluminación nueva respecto al significado del texto bíblico.  Como observa Paul Roth, los Hermanos «tienen un centrarse en la Escritura con la mente abierta.  Creo que muchas de nuestras congregaciones han olvidado —quizá nunca han sabido— que esa es la tradición de la que venimos» [17].  ¿No será que un fundamentalismo creciente entre las congregaciones anabaptistas está provocando que muchos se ocupen más en defender la inerrancia de la Escritura, que en procurar recibir iluminación nueva?

La oración

Más allá de la certeza de que los anabaptistas oraban siempre que se congregaban para su culto, todo es incertidumbre en cuanto a las formas particulares.  Si la oración era en silencio o si se pronunciaba en voz alta, puede haber dependido de la variedad de anabaptismo con que cada congregación local se podía identificar; arrodillarse para orar, sin embargo, parece haber sido la costumbre más usual.  Frecuentemente recurrían al Padrenuestro, así como otras oraciones leídas o recitadas, además de oraciones espontáneas.

Más a cuento para el interés del presente ensayo viene la observación de Ken Morse, de que en sus primeros años entre los Hermanos, «se alentaba que los miembros orasen en público» [18].  Es interesante anotar que, por lo menos entre los Hermanos, la oración fue posiblemente la práctica cultual que más ejemplificó sus convicciones teológicas acerca del sacerdocio de todos los creyentes.  Sería posible postular que en muchas congregaciones anabaptistas hoy día, esta práctica comunitaria también ha quedado relegada mayormente al ámbito del clero, donde los pastores ahora oran en nombre de o a favor de todo el pueblo.

La predicación

En su descripción de la forma anabaptista de predicación, Alvin Beachy observa que, en el sermón anabaptista, «la doctrina y teología [estaban] firmemente subordinadas a la exhortación. […] Puesto que ya sabían lo que Dios les pedía, el problema no era una falta de conocimiento sino una falta de obediencia.  Por tanto la función del predicador era espolear a sus oyentes e instarles al arrepentimiento, al amor, al gozo, a la paz» [19].  Puesto que hoy día ya no podemos dar por supuesto que muchos anabaptistas sepan lo que Dios requiere de ellos en un mundo cada vez más secularizado y bíblicamente analfabeto, el reto para la predicación de hoy será doble: la falta de conocimiento a la vez que la falta de obediencia.

La importancia de la predicación en el culto anabaptista tradicional recibió un ímpetu inicial de el primer artículo de la Declaración sobre Disciplina Eclesial (Berna, Suiza, 1526-27), donde pone: «Los hermanos deben reunirse varias veces a la semana, si es posible, para recibir instrucción en cuanto a la fe y para exhortarse unos a otros a permanecer fieles en la fe» [20].  Una valoración más bien cínica sería la de que desde entonces es poco más lo que han hecho en su culto.

Los cánticos

Cuando Conrado Grebel arguyó desde la Escritura que no había que cantar, leía Efesios 5,19 y Colosenses 3,16 contra la tradición de las misas cantadas en un idioma que nadie comprendía.  No constituía un rechazo de los cánticos de la congregación, que a esas alturas todavía no se había desarrollado [21].

Que los cánticos vinieron a conformar una práctica importante del culto anabaptista primitivo, da fe la aparición de al menos cinco himnarios anabaptistas diferentes ya para los años 1560 [22].  Puede que las primeras asambleas anabaptistas sólo constaron de instrucción y oraciones porque: «Los cánticos multitudinarios tenderían a delatar cualquiera reunión clandestina» [23].

Una vez que los anabaptistas empezaron a cantar, sin embargo, lo hicieron con gran solemnidad.  Kenneth Morse cita la Reunión Anual de los Hermanos, de 1848, donde se insta a los Hermanos a «cantar “en espíritu y en verdad y solemnemente»; y que deben evitarse “tonadas ligeras que nos producen regodeo”; y que cantar debería “tender más hacia la gloria de Dios, que a hacer cosquillas al oído exterior”» [24].

Rebecca Slough sugiere que el himnario es un símbolo medular del culto anabaptista, en parte, porque brinda la oportunidad de «ponerle música a las palabras y como resultado, hace que puedan ser expresadas por el cuerpo humano entero, penetrando así hasta la mente humana, hasta la experiencia humana, de una forma diferente».  También observa que cuando la congregación entona un himno vive una experiencia de unidad en medio de la diversidad, brindando «una vía para que el grupo se pueda mover en común», fomentando la democracia porque ninguna voz en particular destaca [25].  En las congregaciones caracterizadas por una diversidad interna cada vez mayor, con su tendencia a emplear un pastor profesional como «ministro primordial» y «jefe ejecutivo», estos valores que aporta el cantar en comunidad jamás deben subestimarse.

Actos rituales meridionales

Además de la lectura de la Escritura, la predicación y el cantar, la Cena del Señor y el bautismo son los actos rituales han tenido una importancia meridional.  Walter Klassen observa que los anabaptistas rechazaron todos los símbolos con la salvedad del pan, el vino y el agua bautismal.  «Sólo estos tres símbolos se mencionan expresamente en el Nuevo Testamento; y más allá de eso, lo que hacían es apelar a las palabras de Jesús respecto a la necesidad de adorar a Dios en espíritu y en verdad» [26].  Acaso tanto como cualquiera otra cosa, estos símbolos de la fe, estos actos de obediencia y recordatorio, han dado forma a los anabaptistas y los han sustentado.

La Cena del Señor

John Rempel afirma que la Cena del Señor constituye «el acto primordial de la iglesia» que, según la documentación más antigua de los cristianos, «era el momento culminante del culto y se celebraba en algunos lugares todas las semanas» [27].  Robert Friedmann sugiere que la Cena del Señor puede haber sido la forma principal de los cultos durante la primera década del anabaptismo [28].

Aunque rechazaban la manera católica de entender, la transubstanciación de los elementos, los anabaptistas sin embargo hallaban sentido en la Cena del Señor al experimentar «a Cristo presente en el pueblo reunido en torno a la mesa, no en el pan ni en el vino» [29].  Esta manera comunitaria de entender la Cena del Señor entre los primeros anabaptistas resultó ser tan esencial, que jamás se ofrecía individualmente a las personas que estaban, por ejemplo, enfermos o incluso en su agonía de muerte [30].

Dale Brown observa que la Cena del Señor «representa más que un mero estar juntos; es una unidad cuya esencia es un don divino y una expectación escatológica. […] Por la gracia, la comunidad recibe las primicias de ese vínculo de la paz que Dios anhela conceder a toda la humanidad» [31].  Rempel observa, además, que entre los anabaptistas «cada culto era un acto de renovación del pacto, de comprometerse a dar la vida unos por otros así como Cristo había dado su vida por nosotros» [32].

Si todo esto es cierto, ¿entonces por qué los anabaptistas observan la presencia de Cristo en medio de ellos, disfrutan de las primicias de la paz de Dios, y renuevan su pacto con Dios y unos con otros tan infrecuentemente?  Sin duda tiene que haber integridad en la celebración, ¿pero acaso se respeta más la seriedad si se celebra con menor frecuencia?  Para que la Cena del Señor siga constituyendo «el acto primario de la iglesia», los anabaptistas tendrán que replantearse las formas de observarlo y experimentar sus significados más frecuentemente, a la vez que están en guardia contra la clase de rutina que adormecería sus espíritus y endurecería sus corazones contra su poder transformador.

El bautismo

Se ha sugerido —medio en broma— que no importa cuál sea el texto bíblico, los predicadores de Hermanos en el siglo XIX siempre acababan hablando sobre el bautismo [33].  Más que ninguna otra cosa, el bautismo ha marcado la tradición anabaptista como elemento distintivo, tanto si se piensa en lo que creen como si se considera lo que han sufrido por su causa.

Lauree Hersch Meyer expresa la manera anabaptista generalizada de verlo, al observar concretamente acerca de los Hermanos: «Formados por el legado de la Reforma Radical, vemos el bautismo como la marca litúrgica de una obediencia madura, intencional, a la vida al servicio de Dios. […] Nos veíamos como una comunidad del pacto, donde todos éramos ministros ordenados al sacerdocio mediante el bautismo» [34].  John Rempel añade que: «Aunque […] sólo se practica de tanto en cuanto, la celebración del bautismo es lo que constituye a la iglesia» [35].  Si esa es la fe, ¿acaso no resulta una incoherencia la práctica de «institucionalizar» el bautismo de preadolescentes y adolescentes inmaduros?  ¿Acaso esperamos que nadie —aparte de un puñado de estos niños, los excepcionalmente avispados espiritualmente— sean capaces de entender el significado y las consecuencias de esta decisión que con sutil persistencia les presionamos a tomar?

En estos días de membresía en declive, de programas de crecimiento que sólo piensan en los números, y de un distanciamiento cada vez mayor entre los jóvenes y la iglesia, los anabaptistas han de cuidarse muy mucho de adoptar el tipo de «mentalidad de supervivencia» que enturbia el significado del bautismo y les obliga a «salvar a sus hijos» antes de que tengan la suficiente fuerza de voluntad como para plantearse seriamente una alternativa.  Quizá, como sugiere Dale Brown, ha llegado la hora de crear un ritual que «reconozca el deseo casi universa adolescente de sumarse al mundo de los adultos» [36] y celebrar algún rito de pasaje dentro de la iglesia para esos efectos, pero dejando de lado toda presión respecto a la decisión concreta de su decisión de unirse o no al cuerpo como ministros y sacerdotes.

El Banquete de amor

Si bien no se observa universalmente en todos los grupos anabaptistas, es menester hacer una breve mención del Banquete de amor de los Hermanos, que incluye la celebración del Lavamiento de pies, un ágape comunitario, y la Cena del Señor, todo ello en un gran drama litúrgico.  Como observa Willilam Beahm: «La experiencia más elevada de nuestra relación con Dios se halla inseparablemente vinculada a nuestra comunión estrecha unos con otros.  Simboliza nuestra fe con su dimensión vertical con Dios y su dimensión horizontal unos con otros» [37].

Puede que el sentido último del Banquete de amor, y el motivo por el que habría que cuidarse de intentar «mejorarlo», se encuentra en la tensión creativa que conserva entre las dimensiones vertical y horizontal de la fe, entre la experiencia trascendental e inmanente de lo divino, el amor de Dios y el amor concreto del prójimo.  Alterar de cualquiera manera importante la forma del Banquete de amor, podría acabar por debilitar esa tensión, conduciéndonos a «caer» de un lado o del otro (y no hay mucha duda en cuanto a de qué lado caerían normalmente los Hermanos).

Earle Fike explica que tal como se ha practicado históricamente, hubo siempre «sermoncitos breves» o exposiciones de la Escritura antes del Lavamiento de pies, el ágape comunitario, y el pan y el vino.

El Banquete de amor brinda una oportunidad para ser tradicionales en cuanto al ritual, aunque contemporáneos en cuanto a interpretación.  Nos lavamos los pies unos a otros y lo hacemos de la misma manera que se viene haciendo desde hace ya muchísimos años; pero interpretándolo de tal manera que conecte con nuestra vida de hoy, no sea que los participantes no entiendan lo que hacen [38].

Paul Mundey sugiere «una visión renovada del Banquete de amor, experimentando con formas diferentes para conseguir comunicar la misma visión y los mismos valores» [39].  Formas alternativas —como lavar las manos— pueden claramente ayudar y resultan especialmente apropiadas para aquellos que, por motivos médicos o cualquiera otra razón, no puedan lavar los pies.  Con todo, es posible argumentar que estos elementos y actos simbólicos en particular, encierran una significación y un poder, que muy difícilmente se conseguiría impartir con otras formas.  Como observa Rebecca Slough, «Si empleamos materiales menos perfectos seguramente sacaremos algo de ello; pero jamás descubriríamos la misma clase de esencia esencial de la experiencia empleando limonada y galletitas, como cuando se emplean el pan y el vino» [40].

Principios medulares del culto

Si bien sería posible deducir muchos principios a raíz de las prácticas y rituales que acabamos de describir, hay varios que son especialmente característicos del anabaptismo.  Duane Sider sugiere que «lo que parece figurar como hilo conductor a través de los escritos […] y prácticas anabaptistas con respecto al culto, es un énfasis fuerte en el cuerpo reunido y el sacerdocio de todos los creyentes y la centralidad de la Escritura» [41].  A esto podríamos añadir un cuarto principio medular, a saber, la obediencia.

El cuerpo reunido

El título del presente ensayo: «De lo que significa congregarnos», viene de una declaración hecha por un líder Hutterita moravo, Peter  Rideman.  El título me parecía pertinente porque tanto de lo que significa el culto anabaptista tiene que ver con su «congregarse», el «reunirse» de la comunidad para hallar y honrar a Dios y recibir sus instrucciones reveladas en Jesús el Cristo.

Para los primeros anabaptistas, este «congregarse» era en sí mismo un acto de fe porque hacía más visibles sus creencias y prácticas «criminales», y los hacía a ellos más vulnerables al arresto y la persecución.  Pero a pesar de todo se congregaban, porque su manera de entender la Escritura les impulsaba a hacerlo.

Dale Brown describe una «eclesiología comunitaria [anabaptista] que afirma que nadie viene a Dios aparte del hermano o la hermana.  Es imposible separar nuestra relación con Dios de nuestras relaciones unos con otros» [42].  Los anabaptistas se congregaban como un cuerpo para el culto, porque entendían que era en su congregarse que podían experimentar en su máxima expresión la presencia y la voluntad de Dios.

Dale Stoffer sugiere que el culto «es más que un encuentro entre Tú y yo.  Es, en realidad, un encuentro entre Tú y nosotros.  No es que cada uno nos estemos encontrando individualmente con Dios; es, en realidad, la comunidad del pueblo de Dios que se congrega juntamente con Dios» [43].  Ha de notarse que esta afirmación de tipo teológico ha degenerado, a veces, en un mero fenómeno sociológico.  Floyd Mallott solía comentar que mientras que los católicos y los luteranos se reúnen para adorar a Dios y los calvinistas se reúnen para recibir instrucción de la Palabra de Dios, los Hermanos se reúnen para verse unos a otros [44].  Como advierte Stoffer:

El enfoque primordial empieza en nuestra relación con Dios.  Ese tiene que ser el fundamento puesto que eso, entonces, funciona como la motivación de un amor verdadero de los hermanos y las hermanas y un compromiso verdadero con el mundo.  Distorsionamos el orden recto si empezamos con una experiencia cultual centrada en la comunidad o en el mundo [45].

Sean cuales fueren los motivos por los que los anabaptistas se han reunido para su culto, se reúnen ahora, en parte, para crear y conservar una realidad de comunidad sentida, que en tiempos pasados se creaba y conservaba por su convivencia material.  Duane Sider observa que para el anabaptismo más temprano:

El culto no tenía por qué cargar con la responsabilidad de ser una actividad generadora de comunidad, pero creo que estamos observando que ahora, que ya no sabemos como crear una comunidad o ser una comunidad en ese sentido que era posible cuando realmente vivíamos en comunidad.  El culto necesita ahora ejercer una función de actividad generadora de comunidad, formadora de comunidad, que en el pasado no había sido necesario atribuirle [46].

«Pero cabe preguntarnos, por contrapartida —concluye pensativamente Sider— cuánto peso pueden soportar los domingos por la mañana» [47].

La centralidad de la Escritura

Uno de los significados del término inglés gathering (tr. aquí: «congregarse») según lo define el Webster’s Dictionary, es «envolver o arropar, como con una prenda de vestir» [48].  Eso que los anabaptistas «envuelven o arropan» al reunirse para el culto, es la Escritura.  Hablar de la centralidad de la Escritura es reconocer que al nivel más hondo de la realidad, la Escritura revela la Palabra de Dios.  Es en torno a esta Palabra que los anabaptistas, en sus mejores momentos, siempre han procurado congregarse.  Entendiendo que el verdadero enfoque del culto tiene que ser Dios, la Escritura viene a constituir ese símbolo y recurso palpable en torno al cual los creyentes se congregan corporativamente, para experimentar en unidad la presencia de Dios y discernir la voluntad de Dios.

Como observa Kenneth Nafziger, este congregarse en torno a la Palabra de Dios, frente a las palabras de la Escritura, tiene derivaciones importantes respecto a cómo y por qué agencia opera el culto:

La congregación se reúne en torno a la Palabra.  El pueblo que se congregaba de esta manera no jerárquica en torno a la Palabra realmente recibía ánimos para utilizar cualesquier dones tuvieran para […] abrir la Palabra de Dios. […] Existía este tesoro aquí, que exigía cierto esfuerzo abrir […] para descubrir esa dulzura que contenía en su interior [49].

Al congregarse, tiene que existir un centro que ejerza una «atracción gravitacional» sobre la comunidad, para que las «fuerzas centrífugas» de preferencias personales, modas pasajeras, disparidades teológicas e influencias sociales, no provocasen que el culto a Dios se desparramara en mil direcciones.  Para los anabaptistas, el centro ha sido siempre y debe seguir siendo la Palabra de Dios tal cual viene revelada en las palabras de la Escritura.

El sacerdocio de todos los creyentes

El cuerpo reunido y la centralidad de la Escritura tienen una enorme incidencia en el tercer principio medular del culto anabaptista: el sacerdocio de todos los creyentes.  Para que el cuerpo pueda abrir y descubrir la dulzura de la Palabra en torno a la que se ha reunido, deberá disponer de los dones y de la participación auténtica de cada uno de los que están presentes, que no sólo de los que tienen una «autorización eclesiástica» para ello.  Este parece haber sido el caso con los primeros anabaptistas, entre quienes «el liderato era compartido; los cultos se celebraban en lugares que no eran edificios de iglesia; se suponía claramente que todos y cada uno de los miembros eran adultos responsables que habían escogido seguir a Jesús y compartir plenamente en la comunidad de los creyentes» [50].

Como observa Nancy Faus, compartir plenamente en la comunidad de los creyentes tiene que incluir el compartir plenamente en su vivencia cultual.  «El culto tiene sentido cuando todos los que pertenecen a la comunidad de fe se involucran y se responsabilizan.  Es sólo cuando la comunidad que adora cree en el ministerio del laos (griego: «el pueblo» como realidad corporativa), que el culto puede ser la obra que el pueblo de Dios realiza conjuntamente» [51].

Lo que creen los anabaptistas sobre el sacerdocio de todos los creyentes, por una parte, y por otra las formas que toma esa creencia en el culto, resulta a veces una incoherencia.  Jimmy Ross afirma que «no hay ningún otro lugar donde la doctrina del “sacerdocio de todos los creyentes” debiera resultar tan visible como en el culto» [52].  Sin embargo no sería del todo descabellado afirmar que es precisamente allí donde resulta menos visible el sacerdocio de todos los creyentes.

Las evidencias anecdóticas parecerían sugerir que en cualquiera de las congregaciones anabaptistas, cualquier domingo, el pastor probablemente vaya a empezar el culto con los anuncios y dar por concluido el culto con una bendición pastoral —y responsabilizarse de todo lo que hay entre medio.  (Esto, tras haber preparado el culto entero a solas en su despacho sin más que, quizá, una consulta telefónica con el director de música respecto a los himnos a entonar o la actuación del coro.)  En la medida que existen tales cultos en nuestrs iglesias hoy día, los miembros están actuando como cualquier cosa menos «sacerdotes»; y el culto es cualquier cosa menos «liturgia», es decir, la obra que ellos hacen.

La causa de esta abdicación congregacional tiene raíces, al menos en parte, en el desarrollo de un ministerio profesional, a sueldo, que ha estimulado el abandono de las responsabilidades por el culto, responsabilidades que han recaído sobre el pastor.  Si es que el laos conserva todavía un vivo interés en la calidad del culto conforme lo preparan y lo presentan sus pastores, entonces tal vez deba plantearse reclamar su responsabilidad bíblica por el culto en lugar de conformarse con hacer saber sus quejas sobre la «actuación» dominical que ha hecho el pastor.  En palabras de Tom Geiman: «Si somos sacerdotes, entonces empecemos a ejercer de sacerdotes precisamente en el culto» [53].

Obediencia

Un cuarto principio medular del culto anabaptista se puede describir con la sola palabra «obediencia».

Los anabaptistas no procedían de toda una semana de vivir vidas irreligiosas y mundanas, esperando que un edificio hermoso u una liturgia bonita los acercara a Dios.  Insistían en que el cristiano anda constantemente en santa obediencia delante de Dios; y esperaban que ese andar cotidiano culminara naturalmente en la comunión de la comunidad de los discípulos congregados [54].

Si bien para los anabaptistas el culto consistía en elevar alabanzas y oraciones a Dios, también era el medio para acercarse a la voluntad de Dios en la Escritura y animar a los compañeros en la fe a niveles siempre más altos de obediencia [55].  Jim Myer expresa una inquietud que muchos comparten hoy día al decir: «Va creciendo en mí una sensación de que el culto ya no parece exigir ningún compromiso serio en las vidas del pueblo.  Estamos desvinculando cada vez más la vida obediente y el culto» [56].  Daniel Berrigan lo expresa más contundentemente: «Nadie ha podido demostrar que el culto cristiano contribuya, en ningún sentido amplio o directo, a la conducta de los cristianos en el mundo» [57].  Esta afirmación supone un reto particular a los anabaptistas, para quienes la dimensión ética del culto ha sido siempre tan céntrica que frecuentemente ha acabado por ser su razón de ser en lugar de sólo una función del culto corporativo.

James White sugiere que el discipulado obediente es una inquietud medular del culto y una de sus consecuencias, aunque no la razón de ser del culto en sí [58].  Cuando los creyentes se congregan para adorar obsesionados con lo que harán por Dios una vez concluya el culto, entonces acaba siendo difícil «atribuir a Dios los méritos que Dios se merece».  Meditando en el efecto producido por el énfasis menonita tan fuerte en la obediencia, John Rempel escribe: «El culto menonita puede resultar llanamente adusto y austero y carente de gracia» [59].

Uno de los dones que puede que los anabaptistas puedan brindar al cuerpo más amplio de la iglesia, es su insistencia tenaz en la relación integral entre lo que se dice en el culto y lo que se hace en la vida, entre el encuentro con dios y el encuentro con el mundo, entre honrar a Dios con música y palabras y honrar a Dios con vidas obedientes.

¿Relevancia contemporánea?

Cuando nos preguntamos acerca de la relevancia contemporánea del culto tradicional anabaptista, es menester una advertencia.  Como observa Jean Hendricks en relación con su propia experiencia:

Cada estadio de la tradición crea o añade símbolos; y yo rechazo por principio el que alguien diga que esta tradición que se creó hace mil años me la tengo que aplicar directamente. […] Es demasiado [fácil] que el tema de la jofaina y la toalla acabe en transformarnos —especialmente a las mujeres— en un felpudo. […] Las mujeres sirven […] todo el tiempo y lo hacemos porque la iglesia [nos] dice que lo hagamos; y existen estos símbolos que se ensalzan para que [nosotras] sigamos así [60].

Esta opinión denuncia el peligro de presuponer que la tradición sigue siendo válida y que no hace falta preguntarnos más que cómo hacerla más contemporánea.  En lugar de limitarnos a actualizar o modernizar las formas de culto tradicionales, debemos analizarlas críticamente para determinar si son fieles al testimonio bíblico y sin resultan apropiadas para la era presente.  En lugar de preguntar cómo trasladar estas formas al siglo XXI, primero debemos preguntar cuáles elementos de la tradición son esenciales y es válido trasladar.  Lo que debiera ser esencial no es prendarnos de ciertas prácticas en particular, sino escudriñarlas de fondo para descubrir cuáles eran los principios que cuando se crearon, comunicaban.  Como observa Kenneth Nafziger: «Si lo único que aporta el pasado es la ropa que nos poníamos y los hábitos que nos hicimos cuando al reunirnos para adorar, bien puede ser que no merezca la pena conservarlo» [61].

En lugar de preguntarnos solamente cómo vestir con sencillez o cómo hacer más contemporánea «la mesa del ministerio» en nuestros salones de reuniones de hoy, deberíamos preguntarnos primero cuáles son los principios que esas prácticas comunicaban en la cultura de su día, si esos principios siguen siendo válidos hoy, y en caso afirmativo, cómo pueden trasladarse efectivamente a la cultura de nuestro propio día.  en las palabras de Paul Mundey: «No necesitamos conservar la forma cultural sino el mensaje que por ese medio se trasmitía» [62].  Richard Foster ofrece una perspectiva adicional, al afirmar que «las formas y los rituales no producen el culto; ni tampoco el abandono de formas y rituales.  Podemos emplear todas las técnicas y los métodos correctos, podemos tener la mejor de todas las liturgias, pero no habremos rendido culto al Señor hasta que el Espíritu haya tocado nuestro espíritu» [63].  Con todo, hay que reconocer que, por lo menos en algunos casos, «el medio es el mensaje», y al echar por la borda la forma cultural (por ej., el Lavamiento de pies) puede que estemos echando por la borda o desvirtuando el mensaje esencial.

Suponiendo que haya algunos principios que son esenciales y dignos de transmitir a nuestra era presente, y suponiendo que algunas de las formas tradicionales de culto ya no pueden soportar la carga que antaño, en otra generación, llevaban fácilmente, los anabaptistas deben pensar considerada y cuidadosamente acerca de qué hacer con los tesoros de su tradición.  Flaco servicio se prestará, tanto a los que preparan el culto como a los que participan en el mismo, si se recurre a esfuerzos ingeniosos y creativos por modernizar las formas, pero sin prestar la debida atención a cómo resultan alterados los significados o desvirtuados los principios en el proceso.

El futuro a la luz del pasado

A la luz de todo lo cual, quisiera ofrecer las siguientes sugerencias para ayudarnos en la creación de un culto que sea por una parte fiel al legado anabaptista y por otro, inteligible en la era presente.

La actitud

La actitud con que los adoradores abordan el culto es esencial.  Si bien los anabaptistas han sabido ser maestros excelentes de la paz y el servicio, de las misiones y la hermandad —y del estudio de la Biblia—, «no hemos enseñado a adorar».  Hasta nos hemos permitido considerar con desprecio aquellas iglesias que han enfatizado el culto, por opinar que éstas infravaloran la cuestión más «anabaptista» del discipulado [64].

Para que el culto pueda llegar a constituir lo que Rebecca Slough llama «el acto medular de la congregación» [65], los anabaptistas van a tener que prestarle más atención que hasta aquí.  Van a tener que considerar que el culto es un evento esencial, que no sólo una actividad secundaria para la que apenas queda tiempo entre los congresos pacifistas y la recogida de fondos para los damnificados por desastres.

Preparación equilibrada

Nuestra manera de concebir del culto guarda relación estrecha con nuestra manera de prepararlo.  A veces el culto puede parecer una especie de actuación profesional donde existe poca tolerancia de que vaya a «interferir» el Espíritu santo.  Otras veces, guarda muchos más parecidos con un vagar por el desierto.  Respecto a este último caso, Kenneth Nafziger observa:

Hubo un tiempo cuando se solía pretender cultos llenos de «creatividad»; y lo que eso vino a suponer fue que nadie preparaba nada de antemano.  Era como ponerte de pie y dejar que se te cayera lo que se te cayera. […] Creo que eso habrá sido entender mal el tema de la creatividad.  Dios no creó el mundo así: poniéndose de pie para ver qué era lo que se le caía [66].

En algún punto intermedio entre la «actuación profesional» y el «dejar caer lo que cayeera», existe una manera de preparar el culto que acepta seriamente la libertad del Espíritu así como la necesidad humana de que haya orden y un tema claro que hace de hilo conductor del culto entero como un todo.  John Rempel resume bien lo que significa preparar los cultos, al describirlo como «mantenerse próximo al Espíritu Santo en nuestros preparativos, luego desarrollarlos sin empecinamiento por si también haya que aprovechar el momento» [67].

Preparación en grupo

Como sea que se organiza la preparación, el culto en sí debe surgir de la mismísima vida de la congregación.  Así el culto refleja la sitz im leben (la «situación vital») de la comunidad sin que ésta lo condicione del todo.  Se sobreentiende que para el culto concebido así, es necesario poner en común el trabajo de todo un grupo, cuyas experiencias individuales del Espíritu Santo y sensibilidad colectiva respecto a la vida de la comunidad, se pueda aunar para crear cultos que sean a la vez auténticos y participativos.

Creyendo, como creen los anabaptistas, que el Espíritu Santo se manifiesta con mayor plenitud y actividad allí donde la comunidad se reúne, ¿por qué se preparan tantas veces los cultos en aislamiento solitario?  No importa cuánto esmero haya puesto en ello, el pastor no deja de ser tan sólo un individuo, que jamás podrá tener una visión global de la vida de toda la congregación ni imaginar todas las posibilidades que encierra el culto, como sí lo podría hacer un grupo.

No cabe duda que es más difícil y lleva más tiempo reunir a cinco personas para que se sienten alrededor de una mesa y luchen juntos por descubrir la guía del Espíritu Santo, que sentarse uno solo en su despacho luchando a solas por descubrir esa guía.  Sin embargo el culto que sale de esa lucha del proceso de grupo, será más auténtico y más participativo que el que sale de la privacidad del despacho pastoral.

Participativo

Al igual que la preparación, la participación en el culto debe ampliarse sensiblemente.  Con la salvedad de algunos minutos para compartir testimonios o pedir intercesión, los participantes en muchos cultos hoy en día se ve reducida a entonar algunos himnos y leer los renglones de algunas lecturas antifonales, mientras que el predicador y el coro se llevan toda la atención.  Por importante que esto sea, no es lo mismo que involucrar plena y efectivamente a los creyentes, personalmente, en la experiencia del culto, llevándoles a participar activamente en la experiencia del encuentro con Dios.

Si se pretende que los creyentes amen a Dios con todo el corazón, alma, fuerza y mente (Lucas 10,27), entonces deberán adorar a Dios con esas facultades también.  Si se pretende que adoren a Dios «en espíritu y en verdad» (Juan 4,24), habrá que hallar maneras de involucrarlos, hacerles partícipes, arrancar de su interior una respuesta personal al sermón o al saludo de la paz.  Si se pretende que la liturgia sea «la obra del pueblo», la comunidad de fe deberá actuar como si espera recibir alimento e inspiración.  La Iglesia tiene que zafarse de su letargo litúrgico, vencer su temor a involucrarse y sobreponerse a su mentalidad de espectadores, si es que vaya a poder «atribuir a Dios los méritos que Dios se merece».

Centrado en Dios

El manual de los Hermanos para cultos, For All Who Minister, describe la experiencia de muchos grupos anabaptistas, al sugerir que «Al carecer de una liturgia altamente desarrollada, los Hermanos sienten libertad en el culto y suelen enfatizar más la dimensión común del culto, es decir, la comunión de los que se han congregado, más que la naturaleza trascendente del culto, es decir, el Dios misterioso y omnisciente» [68].

Vista su eclesiología comunitaria y su contexto rural, los anabaptistas han tradicionalmente sabido congregarse para disfrutar de estar juntos, mejor que —como lo expresa Jim Myer— hincarse para honrar a «Aquel que es grande y poderoso» [69].  En dos palabras, les sale mejor un ágape que la adoración.

Sean cuales fueren los motivos de que eso sea así, el culto está claro que debe centrarse en Dios, en albar «a Dios porque es Dios» [70],  reconocer la diferencia entre el Creador y los creado y confesar la distancia entre la santidad de Dios y el pecado humano.  Porque es sólo en la medida que podamos comprender plenamente la radicalidad de lo «otro» que es el Dios que habita en el misterio inefable, que podremos valorar plenamente la cercanía radical del Dios envuelto en pañales en una cuna.  Como dice Nancy Faus: «¿Dónde está Dios en todo esto?  ¿Y dónde estamos nosotros, la comunidad congregada?  En lugar de sentirnos bien por el mero hecho de estar juntos para el culto, debemos darnos cuenta que nos hemos congregado para adorar a Dios, Aquel que está a la vez cerca y distante, que es nuestro íntimo y a la vez está infinitamente más allá de nosotros» [71].

Lleno del Espíritu

La fuerza del enfoque anabaptista en seguir a Jesús, puede que sea también una debilidad, si es que distrae a los creyentes de la realidad de la presencia y el poder del Espíritu Santo en el culto.  En la iglesia primitiva se entendían estar «en relación con Dios mediante Jesucristo, por el poder del Espíritu Santo» [72].

Aunque la presencia y el poder del Espíritu Santo en el culto puede significar cosas diferentes según quién, todos podemos captar en nuestro fuero interior cuando el culto se empapa del Espíritu y cuando no es así; cuando la congregación se siente estimulada por el Espíritu y cuando no es así; cuando el pueblo aporta sus dones espirituales y cuando no es así.  Como sostiene Jim Myers: «Cuando la evidencia del Espíritu Santo está en nuestro interior y nos guía en el culto […] entonces, desde luego, no hay nada que temer» [73].

Si la tradición de los Hermanos, que está emparentada con los anabaptistas del siglo XVI, tiene un don en particular que ofrecer, puede ser su enfoque pietista en la relación personal con Dios.  «Como todos los pietistas —sostiene Kenneth Morse, —los primeros Hermanos protestaban la frialdad generalizada en el culto de su era y rechazaban el dogmatismo de la iglesia oficial» [74].  John Rempel observa que «los Hermanos tienen un calor y una intensidad en el culto, que mana de sus raíces pietistas» [75].  Pero en el caso de los menonitas, por lo contrario, Rempel afirma que «la persecución condujo a una introversión que dejó cierto carácter melancólico en el alma menonita, que todavía impregna el culto y la piedad de las congregaciones más tradicionales» [76].  Si bien esto es bastante menos cierto respecto al culto de los Hermanos hoy día, este interés central en la experiencia más subjetiva y personal de Dios y en las disciplinas espirituales que la alimentan, resulta tan elemental como interesarse por la fidelidad de la comunidad y el discipulado personal.

La espiritualidad también esta vinculada a la manera anabaptista de entender el sacerdocio de todos los creyentes.  Es una comisión: algo que tenemos que hacer y tomarnos en serio.  ¿Acaso es realista esperar que los creyentes puedan mantenerse «dormidos» espiritualmente toda la semana y luego experimentar una «erupción» espiritual el fin de semana?  Nos guste o no, la experiencia de la presencia y el poder del Espíritu los domingos por la mañana, probablemente guarda una relación bastante directa con nuestra disposición a cultivar el Espíritu en nuestro interior durante la semana.  Por repetir la pregunta que se hacía Duane Sider en otro contexto anterior: «Cuánto peso puede soportar el domingo por la mañana?»

Con los dones del Espíritu

«Cada cual hemos recibido un don particular en proporción a lo que Cristo ha dado» (Ef 4,7).  Si los pastores, el coro y el director de música son los únicos que conducen el culto todas las semanas, habría que preguntarse hasta qué punto están siendo identificados y empleados plenamente los dones del Espíritu a la comunidad para el culto.  Suponiendo que estos dones o carismas son esencialmente «capacitación con habilidades especiales» que fortalecen, sustentan y edifican el cuerpo de Cristo [77], y creyendo que «cada cual hemos recibido un don particular», ¿acaso hemos de suponer que sólo cierto personal especializado de la iglesia ha recibido dones que puedan contribuir al culto?

«Controlados por él, todas las diferentes partes del cuerpo ensamblan a la perfección y todo el cuerpo se mantiene unido por cada coyuntura que tiene.  De manera que cuando todas las partes individuales funcionan como deben, el cuerpo entero crece y se edifica por el amor» (Ef 4,16).  Para que la liturgia sea, en efecto, «la obra del pueblo», para que el culto pueda reflejar adecuadamente el funcionamiento del cuerpo, los que han recibido dones espirituales para guiar el culto deben estar siendo identificados y equipados continuamente para ejercer esos dones.  Si el culto en muchas congregaciones no es lo que desearíamos o lo que creemos que podría llegar a ser, puede que sea porque algunos de los miembros del cuerpo no están hallando la oportunidad de funcionar como debieran.

Apertura a la Verdad de Dios

Se ha sugerido que las últimas siete palabras de la iglesia son: «Nunca se ha hecho de esa manera».  Podría argumentarse que esto es cierto en cuanto al culto más que cualquier otro aspecto de la vida de la congregación.

Philip Clemmens afirma que una de sus «inquietudes más grandes es que nuestros cultos se mantengan invariables»; alega que «Me parece que algunos sienten una auténtica veneración de las costumbres, más que […] un deseo de adorar a Dios en la plenitud de su divinidad […] desde nuestra propia plenitud» [78].  Así lo expresa el músico contemporáneo John Fischer, correcta y alarmantemente:

El Espíritu de Dios danza.  Danza delante de los que no creen que sea correcto danzar; y con su danza pasa de largo donde se encuentran los que creen que sí lo es. […] Sus lugares favoritos para danzar son aquellos donde los guardianes de la danza no quieren que vaya: en MTV, en las pantallas de los cines y en escenarios cargados de humo de tabaco, con micrófonos que apestan a güisqui.  El Espíritu de Dios ama a los pecadores y donde mejor danza es donde la vida se desparrama por el suelo [79].

Si creemos que toda verdad es verdad de Dios, debemos saber reconocer la verdad e incorporarla al culto en cualquiera forma que se encuentre.  Esto no es lo mismo que decir que haya que adoptar cada moda o aparato nuevo que se invente.  Sí es sugerir que a veces las cosas nuevas que se inventan, transmiten la verdad de Dios y son dignos de que los usemos en el culto, aunque puede que incomoden nuestras categorías de lo sagrado y lo secular y trastoquen nuestra obcecación por hacer las cosas como siempre se han hecho.  Aunque esto se observa menos hoy día, Dale Brown comenta que: «En la tradición de [los Hermanos], fue fundamental un espíritu de apertura a cambiar las formas y las prácticas y a recibir nueva luz» [80].

Sin embargo este espíritu de apertura tiene que ir acompañado de un espíritu de discernimiento.  El teólogo Dale Stoffer expresa su inquietud «acerca de una especie de “evangelicalismo” genérico hoy día, que toma de aquí y de allí con una absoluta falta de interés en el fundamento teológico en que se basan esas prácticas e ideas» [81].  Lo mismo se podría decir acerca de un cierto «liberalismo genérico» también, ya que ambos son igualmente culpables de asimilarse a la cultura popular sin discernimiento, adoptando cualquiera cosa que parezca alinearse con sus causas o agradar a sus seguidores.  La única cosa que debiera inquietar a los anabaptistas más que la perspectiva de perder su identidad particular frente a las vicisitudes de la cultura popular, es la de perder su apertura a aceptar la verdad de Dios dondequiera que la encuentren, y la falta de valor para seguirla no importe adónde los lleve.

Rituales nuevos

Si creemos que Dios está haciendo constantemente algo nuevo en el mundo, el culto a Dios debe fortalecer y reflejar esa convicción, desarrollando rituales nuevos para dirigirse a las realidades de la cultura moderna.

Ahora que el índice de divorcios en nuestro país ha alcanzado un 50%, cuando cada vez más personas divorciadas llenan nuestras iglesias, los anabaptistas no pueden seguir ignorando en su culto esta realidad hondamente personal y dolorosa.  Así como la iglesia tiene ritos para la transición personal que supone una boda o una muerte, también podría crear un rito para ayudar y apoyar a los que atraviesan la muerte de su matrimonio.  Vista la tendencia al cotilleo y ciertas formas sutiles de marginación que se puede sufrir en muchas congregaciones, un culto donde se reconoce la realidad del divorcio puede constituir un paso importante no sólo hacia la reconciliación de las partes implicadas sino también, especialmente, hacia su plena integración en el seno de la comunidad de fe.  Porque es en el culto a Dios, como en ningún otro lugar, que la comunidad entera puede sufrir juntamente con sus miembros, confesar sus fracasos en sus relaciones, y ofrecer un amor redentor.

Brindar tal servicio no es apoyar ni aprobar del divorcio —minando por tanto la creencia en la permanencia del vínculo matrimonial—.  Es sencillamente reconocer que a pesar de nuestras más profundas convicciones y nuestras mejores intenciones, las personas solemos alcanzar a menos que la plena vivencia de los mandamientos de Dios y que nuestras relaciones a veces se nos mueren.  Cuando ocurre tal muerte de un matrimonio, es menester brindar una ocasión para expresar plenamente la tristeza, la confesión, el perdón y el amor de la comunidad, a aquellos que sinceramente lo desean.

Multimedia

Muchos coincidiríamos en la opinión de que «participamos en el culto con todos nuestros sentidos».  La mayoría coincidiríamos también en que «el culto siempre ha sido una experiencia multimedia» [82].  Sin embargo a la hora de integrar los diversos medios al culto, los anabaptistas suelen revertir rápidamente a una tradición europea racional, centrada en las palabras, asegurándose de vetar cualquier cosa que huela a influencias seculares o tecnologías modernas.

Visto que hoy día procesamos la información de maneras más audiovisuales que nunca; que muchos nos valemos de tecnologías modernas en el trabajo y en el ocio; que la mayoría utilizamos medios electrónicos que abarcan desde el parte del tiempo hasta el telediario; y que algunos también disfrutan del drama en el teatro, de la danza en el escenario, la música grabada y las películas en el cine; ¿por qué, entonces, ver estas cosas con tanto recelo cuando se trata del culto?  Si Dios pudo valerse de medios tan extraños como un pesebre y una cruz para proclamar las «buenas noticias de gran gozo» (Lucas 2,10), ¿acaso no podría valerse también de otros medios poco acostumbrados para proclamarlas hoy día?

Las artes

Estrechamente relacionado con el tema del empleo de medios diversos está el de las artes en el culto.  Duane Sider sugiere que «nuestra dedicación a la vida moral y al trabajo, la sobriedad y la sencillez, han hecho que no nos fuera importante expresarnos artísticamente, dejándonos con sólo palabras; y así, el culto ha resultado muy dominado por las palabras en la tradición menonita» [83].

Luego observa, no sin cierto humor, que esa creatividad «se ha visto relegada a las mantas del quilting y a las mermeladas y dulces de jugoso colorido en algunas ferias, a determinados tipos de atuendo y, desde luego, a la música» [84].  Puesto que —como aquí se da a entender— los seres humanos siempre hallarán la manera de expresarse artísticamente, hay que lamentar que hasta cierto punto, los anabaptistas estén reprimiendo su impulso artístico en su culto al Más Grande de los artistas.

En relación con las artes dramáticas, decir que muchos parecen reaccionar de una manera negativa, casi instintiva, por las asociaciones «seculares» que suscitan.  Pero tampoco es que el drama en el culto sea una innovación reciente.  Cada vez que bautizamos a un creyente, partimos el pan, ungimos a un hermano o hermana, nos lavamos unos a otros los pies, nos confesamos mutuamente nuestros pecados, unimos nuestras voces en cánticos u ofrecemos a Dios nuestros diezmos y ofrendas, nuestra reunión cobra ciertos matices teatrales.  Nos guste o no, los predicadores y toda la iglesia somos todos actores en una obra dramática sagrada; y nuestro culto a Dios se enriquecerá en la medida que los anabaptistas hagan suya esa tradición dramática.

Paul Tillich afirma que «todas las artes crean símbolos para un nivel de la realidad que no puede ser alcanzada de ninguna otra manera.  En la creatividad de la obra de arte nos hallamos frente a la realidad en una dimensión donde jamás penetraríamos sin tales obras» [85].  Si en su culto a Dios los anabaptistas procuran «alcanzar la realidad a su nivel más hondo», si «desean adorar a Dios en su plenitud desde nuestra propia plenitud», entonces han de reconocer que el arte en sus diferentes formas es un medio indispensable del carácter de Dios mismo, de su gracia y su verdad.

La música

Vista la importancia que tiene cantar para los anabaptistas, la cuestión no es si seguirán cantando o no, sino cómo serán los cánticos que entonan en el futuro.  Algunos insistirán en un determinado estilo de música mientras que otros insistirán en un determinado género musical o en una colección determinada de himnos.  Es verdad que el estilo y el género musical han de ser considerados con cuidado, puesto que aportarán mucho a forjar la identidad anabaptista y la vida de las congregaciones en los años venideros.

Es digno de observar, con todo, que no hay ningún estilo musical en particular, ningún género en particular de música ni ninguna colección en particular de himnos, que pueda encarnar, expresar ni agotar en su total plenitud, nuestra capacidad de adorar a Dios.  Puede que tanto los himnos tradicionales cantados a capella con armonías corales a cuatro voces, así como los «coritos» cantados al unísono acompañados por una orquesta, sean necesarios para que todos los anabaptistas, con su enorme diversidad de gustos, puedan adorar a Dios en el futuro.  Insistir en lo uno o en lo otro sería presumir de saber cuáles son las preferencias de Dios, puesto que en última instancia cantamos para agradar a Dios y no para agradarnos a nosotros mismos.

En cuanto al empleo de música grabada en el culto de la congregación (una práctica que, como se comprenderá, los músicos en cualquiera iglesia tienden a rechazar de cuajo) deberíamos recordar que en otra era el órgano, sin el cual muchas congregaciones de hoy no se atreverían a cantar, estaba prohibido en nuestros salones de reunión.  La música grabada, entonces, así como cualquier otra tecnología moderna, puede resultar útil para rendirle culto a Dios, siempre que se emplee discretamente y con integridad.

Siempre que la música tienda «más a glorificar a Dios que a hacernos cosquillas al oído exterior», puede que el estilo en particular nos importe mucho más a los humanos que Dios.  Tal vez lo que nos corresponda sea mantener una tensión creativa entre la música que ha alimentado en la fe a los fieles hasta aquí, y la que podrá alimentar a las generaciones futuras.

La predicación

En una clase sobre el culto en el Seminario Bethany hace años, Paul Robinson contó la anécdota de llegar tarde al culto un domingo por la mañana, y ser «consolado» por la persona a su lado que le susurró: «No te preocupes.  No te has perdido nada más que los trámites preliminares.  Ahora está por empezar el sermón» [86].  Aunque la predicación deberá seguir siendo un acto central del culto anabaptista, en el futuro habrá que entenderlo como una de las partes del culto y no como la propia esencia del culto.  Si la experiencia de culto depende de la calidad del sermón y si la calidad de la predicación en la tradición anabaptista sigue siendo lo desigual que viene siendo históricamente, entonces tendríamos motivos para empezar a preocuparnos.

Walter Klaassen observa que:

El rechazo anabaptista de la forma protestante de culto donde una única persona predicaba, ha de verse como una crítica fundamental que hacían de lo deficiente que les parecía la doctrina protestante del sacerdocio de todos los creyentes.  Según su parecer, los cultos protestantes acusaban la falta de todos esos procesos dinámicos de la congregación que leían en la descripción de 1 Corintios 14 [87].

Ken Morse anota que en los salones de reunión de los primeros Hermanos, «los ancianos y los diáconos se sentaban a un mismo nivel con sus hermanos y hermanas; se daba precedencia a los más mayores de edad, y se designaba a un anciano para que ejerciera la autoridad para «dar libertad» para que hablaran otros ministros [88].  Suponiendo que todos son ministros, suponiendo que hay más que una única persona en cada congregación que está espiritualmente dotada para predicar, y suponiendo que el evangelio es mucho más grande que lo que jamás pudiera alcanzar a comprender y explicar un único pastor, toca empezar a «dar libertad» a los demás miembros del cuerpo con mayor regularidad, que no solamente cuando el pastor se ha ausentado por motivo de algún viaje.

Más allá de la cuestión de quién predicará tenemos la inquietud acerca de cómo se predicará.  Ronald Arnett observa que el «misterio de Dios no está encerrado en el legalismo de ninguna forma predeterminada de proclamación, sino que se encuentra en una manera creativa de tratar la tradición» [89].  Duane Sider sugiere que semejante «creatividad» significará aprender a prestar atención a cómo la gente procesa lo que escucha:

[Los predicadores] tienen que entender que la gente ya no organiza su información según los renglones de la letra impresa como lo hacían hace 30 años, sino que la organizan de manera audiovisual; y que los sermones tienen que hallar una manera de recuperar un carácter oral, que ya no un carácter impreso.  Muchos de los sermones que oigo son esencialmente redacciones impresas que se da la casualidad de que se leen en voz alta, y no proclamaciones orales que se da la casualidad de que se hayan escrito [90].

Hay quien opina que la predicación bien hecha cubre multitud de pecados.  La predicación bien hecha también cubrirá una multitud de textos bíblicos en el transcurso de un año.  Si los anabaptistas alegan que la Biblia es la guía para su fe y prácticas, entonces han de utilizar la totalidad de la Escritura y no solamente el Nuevo Testamento como ha sido siempre su inclinación.  Así como los predicadores de los Hermanos en el siglo XIX «siempre» acababan hablando del bautismo, los predicadores anabaptistas del futuro siempre acabarán por hablar de sus temas favoritos a no ser que reciban un estímulo contrario.  El empleo flexible del leccionario puede ayudarnos a evitar esa tentación, disciplinando a la comunidad de fe a interpretar sus inquietudes del momento a la luz de la Escritura, en lugar de interpretar la Escritura a la luz de inquietudes del momento, que es lo que suele suceder con la predicación estrictamente temática.

Profético [91]

Uno de los dilemas del pastor moderno es cómo dar a la vez una palabra de justicia y una de consolación, cómo retar la infidelidad a la vez que construir relaciones, mezclar un liderato profético con el cuidado pastoral (sin perder en ello su puesto pastoral).  Puede que esta sea una dicotomía falsa, creada por una manera falsa de entender el papel del pastor.

«Los dones que dio son que algunos fueran apóstoles, algunos profetas, algunos evangelistas, algunos pastores y maestros, para equipar a los santos para la obra del ministerio, para edificar el cuerpo de Cristo» (Ef 4,11-12).  Este texto indica que los pastores y los profetas son personas diferentes con funciones diferentes dentro del cuerpo.  Esta manera de hacer las cosas encierra una sabiduría práctica, al no pretender que los ministros hagan malabarismos sobre una cuerda floja y no tienta a la congregación a evaluar su ministerio basándose en lo mucho o poco que ofende a los fieles.  Con todo, en la medida que las responsabilidades del pastor profesional se han ido expandiendo hasta abarcar muchas de las funciones que originalmente eran compartidas entre los diversos miembros con sus dones espirituales, él o ella se han visto obligados cada vez más a fusionar en una persona los papeles pastoral y profético —y la iglesia seguramente ha salido perdiendo.

Sea correcto o no entender que entre otras cosas el pastor tiene un llamamiento a ser profético, el caso es que el anabaptismo empezó como un movimiento profético91 y sus descendientes siempre han reconocido el carácter profético de la fe bíblica.  Que las congregaciones hoy día entiendan la importancia de que el culto sea profético, es otra cuestión.  Como lo expresa Warren Groff, «El culto es el sonar de la alarma que nos despierta de nuestro letargo que nos permitía dejarnos llevar por las tendencias culturales dominantes» [92].  Para poder mantener vivo su testimonio profético en el mundo, la iglesia tiene que alimentar el espíritu profético en el culto, a fin de que lo uno y lo otro se fortalezcan y vitalicen mutuamente.

Con sentimiento

Se ha dicho que Jesús vino para librarnos de nuestros pecados, no de nuestras mentes.  Si hemos de amar a Dios con toda nuestra mente así como con todo nuestro corazón, alma y fuerza, entonces hacer que el culto tenga claros estímulos para el intelecto es sin duda una manera de honrar a Dios y guardar este mandamiento.  Con todo, como observa John Rempel, un «desequilibrio en nuestro culto tradicional fue que la totalidad del peso de nuestra relación con Dios descansaba sobre palabras y conceptos» [93].  Los anabaptistas han tendido a adorar a Dios con la mente, toda la mente, pero «solamente» la mente… mientras sus corazones y almas han languidecido en el exilio y se han atrofiado por la falta de ejercicio.

Esto no ocurría con nuestros antecesores hebreos, cuyo culto tenía en cuenta la total amplitud de la existencia humana con todo su gozo, su enfado y su patetismo.  Cuando «la Palabra se hizo carne», se rió, lloró, sintió ira, dudó y temió, expresando la gama entera de las emociones humanas.  ¿No será que nuestro culto hoy día, con su énfasis —si no insistencia— en guardar las apariencias, en un sentimentalismo positivo y una psicología terapéutica, ignora en el fondo la condición humana y acaba siendo una burla de Aquel a quien esa humanidad crucificó?  ¿Acaso nos puede sorprender que los que buscan «un acercamiento a la realidad en su máxima profundidad» no lo buscan en los cultos de algunos anabaptistas?

Paul Tillich describe la fe como «un acto de la personalidad entera.  No es un movimiento de una sección especial ni una función particular de [nuestro] ser entero.  Todo se une en el acto de la fe» [94].  Si esto es cierto, los anabaptistas no se pueden permitir una desconexión en el culto, como ha sido su tendencia.  La palabra «visceral» se aproxima bastante a las cualidades de un culto que trasciende las dicotomías entre mente y corazón, intelecto y emoción.  El culto, para poder «atribuir a Dios los méritos que Dios se merece», tiene que hacer más que transmitir una ligera cosquilla al intelecto o tocar las emociones sólo muy superficialmente.  Tendrá que meter mano y coger a los adoradores por las vísceras, allí donde el intelecto y las emociones son una sola cosa y donde no queda más remedio que responder.

No es que tenga muy claro cómo es que se consigue esa cualidad visceral en el culto.  Puede suponer que haya que contar más historias y ahondar menos en el dogma cuando se predica, que haya que echar manos de más imágenes evocadoras y menos jerga teológica en la liturgia, ser más honestos y menos hipócritas en la confesión, o más especificidad y menos generalidades en la oración.  De estas maneras y otras, podremos al menos empezar a explorar lo que significa adorar a Dios con toda nuestra mente, corazón, alma y fuerzas.

Que une

Efesios 4 exhorta también a los creyentes a «[esforzarse] por conservar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz» (Ef 4,3).  Todo lo que hacen los creyentes durante el culto, desde que se reúnen hasta que se marchan, debería «edificar el cuerpo».  El culto debería tener un efecto unificador que mitiga las fuerzas centrífugas que constantemente tienden a distanciarnos de Dios y unos de otros.

Aunque a veces el culto ha tendido a dividir más que unir, Earle Fike observa que entre los Hermanos, «Las personas que no están de acuerdo sobre cómo ha quedado la redacción de una decisión del Congreso Anual, sin embargo se encontrarán cantando juntos, orando juntos, y en todo ello siendo edificados por la experiencia de adorar a Dios conjuntamente» [95].  Aunque los anabaptistas discrepen eternamente entre sí sobre cuestiones doctrinales, que por lo menos consientan al venir a adorar a Dios, todas esas diferencias —a veces importantes, otras veces triviales— quedan subordinadas ante Aquel que «ha derribado la muralla de separación, es decir, la hostilidad que existía entre nosotros» (Ef 2,24).  Si no pueden hacer ni siquiera esto, ¿acaso queda alguna cosa que sí pudieran hacer juntos?

Inclusivo

Al describir la reconstrucción de la tradición de los Hermanos, Carl Bowman escribe que «la unidad entendida como armonía y mutua aceptación ha sustituido la unidad vista como homogeneidad y uniformidad: ahora todos son bienvenidos a la Mesa del Señor» [96].  En algún punto entre el exclusivismo sectario que sólo admite a los que creen y se comportan de igual manera, y un inclusivismo radical que no tiene en cuenta ni la fe ni la conducta, hay que poder hallar un punto de tensión creativa, que expresa nuestra máxima comprensión de la voluntad de Dios en la Escritura y un anhelo honesto de recibir más luz.  Semejante tensión exigiría la integridad de todos los que participan y reconocería que el rasero con que se mide a los participantes será el mismo para todos.  El doble rasero con respecto a la admisión al cuerpo de Cristo es inaceptable ante Dios, y hacen cualquier cosa menos ennoblecer nuestros esfuerzos por adorar a Dios «en espíritu y en verdad» (Jn 4,24).  Como mínimo habría que admitir que algunos textos como el banquete de las bodas reales en Mateo 22 y la gran fiesta de Lucas 14, indican que el jurado todavía no se ha pronunciado acerca de quién será admitido o no a la mesa del Señor.

Más allá de las decisiones conscientes acerca de quién entra y quién no, hay otras maneras que se producen la inclusión y exclusión en el culto a Dios.  Un caso ejemplar es el uso de lenguaje de género en la tradición eclesial.  Si en Cristo Jesús «ya no hay ni judío ni griego […] ni esclavo ni libre […] ni varón ni mujer» (Ga 3,28), entonces tenemos que dejar de insistir en utilizar exclusivamente términos masculinos y blancos/europeos en el culto, términos que en efecto tienden a excluir a muchas mujeres y a personas de etnias minoritarias, socavando así la unidad del cuerpo de Cristo.  En la medida que los anabaptistas vienen a ser cada vez más un pueblo diverso y multicultural, nuestro lenguaje en el culto, así como nuestro propio estilo de culto, tendrá que reflejar esas realidades sin dejar de conservar su raigambre en la tradición anabaptista que nos da identidad y dirección.  Earle Fike lo expresa bien al decir: «Para poder acoger con gracia a personas de otras culturas en nuestra comunión, tendremos que aprender a participar en el culto de ellos además de invitarles a participar en el nuestro» [97].

Los términos que empleamos también pueden constituir una barrera para los niños y los adolescentes.  «Hay estudios sobre el desarrollo que indican que el estilo altamente verbal del culto menonita normalmente resultará deficiente para las necesidades espirituales de los niños y los adolescentes» [98].  Las congregaciones deben esforzarse más por involucrar a los niños y adolescentes en el culto.  Como mínimo, esto supondrá que haya historias para los niños que de verdad sean historias para niños, que no lecciones morales para satisfacción de los adultos presentes.  También supondrá involucrar a los jóvenes en el culto todo el año y no solamente en determinados domingos apartados como «Domingo de la juventud» —puesto que esto último da a entender que el que los jóvenes se pongan al frente de la congregación es una aberración en lugar de ser una parte normal de la vida congregacional.

Amable y próximo

Un modelo que está surgiendo para la evangelización is el de la congregación impulsada por buscadores, que ha sido popularizado por la iglesia Willow Creek Community Church en South Barrington, Illinois.  Según Mike Overpeck, del equipo pastoral de una congregación de la Iglesia de los Hermanos que sigue el modelo de Willow Creek:

Procuramos entender por qué la gente no asiste a la iglesia, luego diseñamos el culto basándonos en [lo que descubrios].  Descubrimos que no se sienten cómodos cuando se espera que canten.  Les ponemos nosotros la música.  Están cansados de que siempre se les esté pidiendo dinero.  No se lo pedimos.  Todo está pensado teniendo en cuenta a la persona que no suele asistir a la iglesia.  Es un culto donde no hace falta participar [99].

Con su falta de himnos ni participación ni involucrarse dando, podríamos concluir que tampoco es, en efecto, un culto anabaptista.  Dale Stoffer observa que el modelo de iglesia impulsada por buscadores «tiende a dar a las personas lo que quieren en lugar de darles lo que espiritualmente necesitan.  Se basa en lo que ellos sienten ser sus necesidades, sin llamarlos jamás a algunos de nuestros compromisos anabaptistas tradicionales» [100].  De acuerdo.  Sin embargo, también está claro que esta forma de culto está alcanzando un segmento de la población que sencillamente no llegan a alcanzar los cultos anabaptistas tradicionales; por tanto, los críticos van a tener que sobreponerse a sus dudas (y tal vez sus envidias) lo bastante como para reconocer lo que puede tener de positivo.

Si bien el modelo «impulsado por buscadores» está claro que merece algunos reparos, su énfasis en ser «amable y próximo» puede ser digno de imitar.  Como añade Overpeck: «Evitamos usar los términos religiosos habituales.  Explicamos los términos en lugar de usarlos sin más.  En Waterford no damos por supuesto que la gente se sepa las historias bíblicas.  Si vamos a usar una, primero la contamos» [101].  Aunque tal vez no sea necesario evitar del todo la terminología religiosa, muchas iglesias harían bien en explicar, interpretar y comunicar el sentido de esos términos empleando lenguaje y medios comprensibles.

Me identifico con el temor de Paul Roth, de que «acabaremos por adulterar tanto nuestro culto y nuestras prácticas, que nos apartaremos de lo que nos es más importante» [102].  Pero también me inquieta el temor de que nos estemos ocupando tanto en conservar nuestra identidad anabaptista que ignoremos a los que se encuentran más allá de nuestras puertas, desanimemos a los que llaman a la puerta, y confundamos a los que entran por la puerta todas las semanas.

Ecuménico

Si bien es importante conservar lo que es característico de nuestro legado anabaptista del culto, al menos en la medida que siga sirviendo los propósitos de Dios en el mundo, también es importante reconocer y fomentar sus muchos puntos de contacto con la Iglesia Cristiana en su sentido más amplio.  Como sugiere Walter Klaassen:

En este siglo XX, ya no estamos inmersos en las batallas del siglo XVI.  Nuestros antepasados anabaptistas fueron perseguidos por los protestantes y católicos den el siglo XVI; hoy tenemos relaciones ecuménicas cálidas con otras iglesias. […] La forma romana de culto y su simplificación en sus versiones luterana y anglicana también son parte de nuestro legado cristiano. […] Incluye los doce siglos desde el año 325 hasta 1525, que en el pasado hemos tendido a excluir como un largo, trágico error [103].

Una manera sencilla de reconocer y fomentar este legado compartido es la observancia del Año Eclesial.  Es un secreto muy poco conocido, el que los menonitas hasta principios del siglo XX, se encontraban entre los muy pocos protestantes en América que seguían el Año Eclesial, que luego cayó en desuso entre ellos [104].  Para poder recordar a los anabaptistas su unidad en Cristo con otros creyentes, para poder resistir concienzudamente los embates del calendario cultural [105], tendrán que observar —aunque sea con flexibilidad— los días y las épocas especiales en el año cristiano.  Porque es sólo en la medida que los anabaptistas reconozcan los vínculos que los une a la Iglesia en su sentido más amplio, que podrán alcanzar la perspectiva y claridad necesarias respecto a su propia identidad, su lugar en esa Iglesia, y lo que pueden contribuir para seguir edificando el cuerpo de Cristo en la tierra.

El silencio

En 1761 un líder pietista describía a los Hermanos en la parte oriental de Pennsylvania, como «celosos» en su culto, predicación y oración, lo cual hacían «con gran clamor, como si estuvieran sordos».  Los himnos —dijo— se sucedían uno tras otro como si carecieran de silencio [interior]» [106].  Al igual que antaño, el culto anabaptista hoy día suele estar tan lleno de palabras y de música, que el silencio ha venido a ser un accidente incómodo que se procura evitar a toda costa.

Richard Foster sugiere que «uno de los motivos de que quedarnos en silencio nos resulta poco menos que intolerable, es que nos hace sentir tan pequeños.  Estamos acostumbrados a valernos de palabras para arreglárnoslas y para controlar a los demás» [107].  Siempre que tengamos controlado el culto a Dios, no será Dios quien nos controla a nosotros; y para ser francos, muchos preferimos que así sigan las cosas.

Así como el Señor no estaba en el viento, el terremoto ni el fuego para el profeta Elías (1 Reyes 19,11-12), también puede que no siempre esté presente en sermones, himnos y liturgias.  Como Elías, puede que a veces sólo sea en momentos de «un silbido imperceptible» que el Espíritu toque el espíritu y los creyentes oigan pasar al Señor.  Para que los anabaptistas oigan de verdad la palabra del Señor como lo hicieron los profetas de antaño, tiene que haber momentos en el culto cuando aprenden a guardar silencio y sentir y oír en medio de ellos a Aquel que es Santo.  Por mucho que Dios pueda valorar el «clamor» de la adoración y la alabanza, puede que Dios también valore la oportunidad de poder decirnos algo a nosotros.

La sencillez

A pesar de todo lo que se puede incluir en el culto —desde la predicación hasta la poesía, desde la obra dramática hasta la danza, desde los cánticos hasta el silencio— sigue siendo imperativo para el culto anabaptista hoy día, como el del siglo XVI, conservar un enfoque sencillo en Dios mismo, que no se pueda confundir con la riqueza de nuestra actividad creativa.  La sencillez en el culto tiene una calidad convincente que le es muy propia, como muy bien reconocen los Hermanos de Orden Antiguo que se han atenido a su estilo tradicional anabaptista de culto durante más de un siglo sin variación [108].

Signifique la sencillez lo que pueda significar en el contexto de cada congregación local, una precaución fundamental para los anabaptistas del próximo siglo tendrá que ser que su culto «no margine a Dios» [109].  Porque cualquiera cosa que margina a Dios en el culto, no importa lo tradicional ni lo novedoso ni lo «anabaptista» que sea, es contrario a los fines de «atribuir a Dios los méritos que Dios se merece».

Conclusión

Richard Foster observa que «si ansiamos ir hacia donde Dios mismo va y hacer lo que Dios mismo está haciendo, profundizaremos cada vez más en la autenticidad de nuestro culto» [110].  Los anabaptistas del siglo XVI calcularon lo que costaba y pagaron un precio muy elevado para ir adonde veían que iba Dios y hacer lo que le veían hacer.  Tal vez una de las preguntas más esenciales para los anabaptistas del siglo XXI será si están dispuestos a calcular lo que cuesta y pagar el precio para «profundizar cada vez más en la autenticidad de nuestro culto».

Estas sugerencias, desde luego, son de aplicación mucho más directa a algunas comunidades anabaptistas que a otras y en absoluto garantizarían, por sí solas, que el culto sea fiel al  legado y tenga sentido en la era presente.  Pero para que el culto anabaptista del futuro resulte, para los que lo ven, más parecido a un postrarse y honrar a Aquel que es grande y poderoso, que a «un jamelgo cansado que tira de un carro pesado», tendremos que prestarle toda nuestra atención y dedicarle nuestros mejores esfuerzos.

 


1. Claus-Peter Clasen, Anabaptism: A Social History, 1525-1618, Switzerland, Austria, Moravia, South Germany and Central Germany (Ithaca and London: Cornell University Press, 1972), p. 92, citado en Edward N. Poling, «Worship Life in Sixteenth-Century Anabaptism», Brethren Life and Thought 37 (Spring 1992), p. 126.

2. La primera definición viene de For All Who Minister (Elgin, Ill.: Brethren Press, 1993), p. 3.  La segunda se atribuye originalmente a James F. White, New Forms of Worship (New York: Abingdon, 1971), citado en Kenneth I. Morse, Move In Our Midst (Elgin: Brethren Press, 1972), p. 12.

3. William H. Willimon, The Service of God: How Worship and Ethics Are Related (Nashville: Abingdon Press, 1983), p. 18.

4. Morse, Move In Our Midst, p. 55.

5. Morse, «Worship, Public», Donald F. Durnbaugh, ed. The Brethren Encyclopedia (Philadelphia: The Brethren Encyclopedia, Inc., 1983), pp. 1373-4.

6. Rebecca J. Slough, entrevista con el autor, 5 de agosto, 1993.

7. Nancy R. Faus, «Lecture on Passages and Rituals», Ministry, October 7, 1982, Oak Brook, Illinois, p. 376.

8. Edward Poling, «Worship Life», p. 122.

9. Lauree Hersch Meyer, «Liturgy, Tradition, and Ministry in the Church of the Brethren», Brethren Life and Thought 34 (Autumn 1989), p. 205.

10. Alvin J. Beachy, «The Theology and Practice of Anabaptist Worship», Mennonite Quarterly Review 40 (July 1966), p. 166, citando John Howard Yoder, «Offhand Comments on Worship in Contemporary American Mennonitism», según lo cita Poling, «Worship Life», p. 122.

11. Paul M. Miller, «Worship Among the Early Anabaptists», Mennonite Quarterly Review 30 (1956), p. 237, citado en Poling, «Worship Life», p. 129.

12. John D. Rempel, Planning Worship Services (Elgin: Brethren Press, 1992), p. 14.

13. Harold S. Bender, «Worship, Public: Anabaptist», ed. Bender, The Mennonite Encyclopedia: A Comprehensive Reference Work on the Anabaptist-Mennonite Movement, 4 vols. (Hillsboro, Kan.: Mennonite Brethren Publishing House, 1955-1959), p. 985.

14. Harold S. Bender, «Worship, Public: Swiss-South German Tradition», ibíd., 988.

15. Ibíd., p. 984.

16. Car. F. Bowman, «The Therapeutic Transformation of Brethren Tradition», ed. Emmert F. Bittinger, Brethren in Transition: 20th Century Directions and Dilemmas (Camden, Maine: Penobscot Press, 1992), p. 44.

17. Paul Roth, entrevista con el autor, 2 de agosto, 1993.

18. Morse, «Prayer, Public», p. 1890.

19. Alvin J. Beachy, «Theology and Practice», Mennonite Quarterly Review 40 (July 1966), p. 169, citado en C. J. Dyck, «Worship Patterns of Second Generation Dutch Anabaptists», según Poling, «Worship Life», p. 125.

20. Robert Friedmann, The Theology of Anabaptism, An Interpretation (Scottdale, Pa.: Herald Press, 1973), p. 147, de «Statement of church Discipline, Berne, Switzerland, 1526-27», según cita de Poling, «Worship Life», p. 125.

21. Walter Klassen, Biblical and Theological Bases for Worship in the Believers’ Church (Newton, Kan.: Faith and Life Press, 1978), p. 11.

22. Bender, «Worship, Public: Anabaptist», p. 985.

23. Poling, «Worship Life», p. 126.

24. Morse, «Worship, Public», p. 1890.

25. Slough, entrevista.

26. Klaassen, Worship in the Believers’ Church, p. 12.

27. Rempel, Worship Services, p. 32.

28. Robert Friedmann, «Hutterite Worship and Preaching», Mennonite Quarterly Review 40 (1966), p. 6, citado en Poling, «Worship Life», p. 123.

29. Poling, Worship Life», p. 130.

30. Ibíd.

31. Dale W. Brown, «Worship», ed. Donald F. Durnbaugh, The Church of the Brethren: Yesterday and Today, (Elgin, Ill.: Brethren Press), p. 70.

32. Rempel, Worship Services, p. 32

33. Brown, «Worship», p. 64.

34. Hersch Meyer, «Liturgy, Tradition, and Ministry», pp. 205, 207.

35. Rempel, Worship Services, p. 31.

36. Brown, «Worship», p. 67.

37. Pastor’s Manual: Church of the Brethren (Elgin, Ill.: Brethren Press), p. 28.

38. Earle W. Fike, entrevista con el autor,2 de  agosto de 1993.

39. Paul e. R. Mundey al autor, 15 de julio de 1993.

40. Slough, entrevista.

41. Duane M. Sider, entrevista con el autor, 15 de julio de 1993.

42. Dale W. Brown, «A People Without a Liturgy? An Essay on Brethren Worship, Past and Present», Brethren Life and Thought, 31 (Winter 1986), p. 29.

43. Dale R. Stoffer, entrevista con el autor, 20 de julio de 1993.

44. Floyd Mallott, citado en Brown, «People Without a Liturgy», p. 29.

45. Stoffer, entrevista.

46. Sider, entrevista.

47. Ibíd.

48. Random House Webster’s Dictionary, s.v., «gather».

49. Kenneth J. Nafziger, entrevista con el autor, 25 de junio de 1993.

50. Poling, «Worship Life», p. 129

51. Nancy R. Faus, «Guest Editor’s Introduction», Brethren Life and Thought 31 (Wint., 1986), p. 34.

52. Jimmy R. Ross, «The Road Ahead», Brethren Life and Thought 31 (Wint., 1986), p. 34.

53. Thomas W. Geiman, entrevista con el autor, 13 de julio de 1993.

54. Bender, «Worship, Public: Anabaptist», p. 984.

55. Ibíd.

56. James F. Myer, entrevista con el autor, 13 de julio de 1993.

57. Willimon, The Service of God, p. 16.

58. James F. White, New Forms of Worship (Nashville: Abingdon Press, 1971), p. 51, citado en Ross, «The Road Ahead», p. 33.

59. Rempel, entrevista.

60. Jean L. Hendricks, entrevista con el autor, 17 de julio de 1993.

61. Kenneth J. Nafziger, entrevista con el autor, 13 de julio de 1993.

62. Mundey, al autor.

63. Richard J. Foster, Celebration of Discipline (San Francisco: Harper and Row, 1988), pp. 158-9.

64. Philip K. Clemens, «What Do You Mean You Want Exciting Worship?», Gospel Herald 21 (May 1991), p. 2.

65. Slough, entrevista.

66. Nafziger, entrevista.

67. Rempel, Planning Worship, p. 49.

68. For All Who Minister, p. 4.

69. Myer, entrevista.

70. For All Who Minister, p. 6.

71. Nancy R. Faus, entrevista con el autor, 10 de agosto de 1993.

72. Slough, entrevista.

73. Myer, entrevista.

74. Morse, «Worship, Public», p. 1373.

75. Rempel, Worship Services, p. 17.

76. Rempel, Worship Services, p. 19.

77. C. Leslie Mitton, «Ephesians», eds. Ronald E. Clements and Matthew Black, The New Century Bible Commentary (London: Marshall, Morgan and Scott, 1973), XIX, p. 149.

78. Clemmens, entrevista.

79. John Fischer, Real Christians Don’t Dance (Minneapolis: Bethany House Publishers, 1988), pp. 123-4.

80. Brown, «Worship», p. 77.

81. Stoffer, entrevista.

82. We Gather Together (Elgin, Ill.: Brethren Press, 1979), pp. 160, 175.

83. Sider, entrevista.

84. Ibíd.

85. Paul Tillich, Dynamics of Faith (New York: Harper and Row, 1957), p. 42.

86. Earle W. Fike, «Worship in the Church of the Brethren: Moving From Past to Future», TMs, July 1992, Huntington Pennsylvania, p. 1.

87. Klaassen, Worship in the Believers’ Church, p. 105.

88. Morse, «Worship, Public», p. 1377.

89. Ronald C. Arnett, «Logos In the Fellowship of Communication», Brethren Life and  Thought 31 (Winter, 1986), p. 49.

90. Sicer, entrevista.

91. En la tradición anabaptista, se entiende por profético aquel discurso que, asemejándose al de los profetas del Antiguo Testamento, se muestra duro con las injusticias sociales y la opresión.  No confundir con la idea popular moderna de profecía como adivinación del futuro.  [N. del tr.]

92. Warren F. Groff, «Brethren at Worship: Questions of Fittingness and Adequacy», Brethren Life and Thought 31 (Winter 1986), p. 12.

93. Rempel, Worship Services, p. 16.

94. Tillich, Dynamics, p. 4.

95. Fike, «Past to Future», p. 5.

96. Bowman, «Therapeutic Transformation», p. 44.

97. Fike, «Past to Future», p. 6.

98. Rampogu Sampson Lemuel, «Worship, Public. (North America)», eds. Cornelius J. Dyck and Dennis D. Martin, The Mennonite Encyclopedia (1990), V, p. 946.

99. Frank Ramírez, «The church that “gives ‘em what they want”», Messenger (June 1993), p. 12.

100. Stoffer, entrevista.

101. Ramírez, «What they want», p. 12.

102. Roth, entrevista.

103. Klaassen, Worship in the Believers’ Church, p. 15.

104. Sider, entrevista.

105. For All Who Minister, p. 21.

106. Morse, «Worship, Public», p. 1375.

107. Foster, Discipline, p. 100-1.

108. Fred W. Benedict, al autor, 31 de julio de 1993.

109. Thelma Miller Groff, «Worship, Private», eds. Dyck and Martin, Mennonite Encyclopedia (1990), V, p. 943.

110. Foster, Discipline, p. 161.